jueves, 1 de agosto de 2019

OPINA EDUARDO FIDANZA,


Voces del conurbano profundo

Eduardo Fidanza
Una de las incógnitas de la elección presidencial es cuál será el comportamiento de las clases medias bajas y bajas. Los antecedentes respecto de su conducta electoral muestran una tendencia característica: votaron al peronismo en mayor proporción que a otros partidos, manteniendo esa pauta a lo largo de muchas décadas. Las interpretaciones de esta fidelidad fueron diversas, desde la apresurada asociación que Gino Germani estableció entre peronismo y autoritarismo, muy influida por la experiencia del fascismo italiano, hasta elaboraciones más refinadas que mostraron las razones económicas y culturales por las que los estratos subalternos encontraron en el justicialismo a su mejor representante. El paso del tiempo obliga a revisar estas certezas, al menos por dos razones: la primera es la desarticulación de la oferta peronista, que llega ahora a su apogeo con candidatos de ese signo en el oficialismo y en las dos principales fórmulas de la oposición; la segunda, es la disolución de la identidad peronista en los sectores populares, que ya no buscan gobernantes de esa extracción, sino la solución pragmática de sus problemas, en medio del desencanto político y de una vasta transformación económica y tecnológica que los perjudica sin que puedan evitarlo.
La situación actual de estos estratos, y el modo en que sus integrantes la asumen y explican, es paradigmática en un territorio clave: el segundo cordón del Gran Buenos Aires, donde se apiñan 5 millones de votantes que equivalen al 15% del padrón nacional. Cuando esta gente habla, se escucha una voz angustiada que posee tres notas salientes: orfandad, fatalismo y recelo. No son sentimientos de ahora, sino que se forjaron a lo largo de muchos años de frustraciones. La orfandad se expresa como falta de representación: los gobiernos cubren las necesidades de los más pobres con planes sociales y favorecen a las clases medias y altas con otros beneficios, nosotros quedamos en el medio sin que atiendan nuestras carencias. El fatalismo proviene de una constatación dolorosa: las mafias, el narcotráfico y el delito callejero siempre están, nos siguen agrediendo por más que los combatan. El recelo es la consecuencia de lo anterior, funciona como un mecanismo de defensa: no nos dejamos convencer fácilmente, descreemos de los gobiernos que nos seducen y luego nos abandonan. Tampoco confiamos demasiado en los lazos más allá de la familia. Y tenemos una nueva amenaza: los inmigrantes, que vienen a sacarnos el poco trabajo que hay.
El contrapeso de la frustración, el sustento para salir adelante, es el mismo que el de otras poblaciones sufrientes del mundo: la resiliencia, extrañamente combinada con un sordo resentimiento. No nos van a derrotar, seguiremos esforzándonos, nos defenderemos, queremos progresar. Por allí se filtran algunos destellos, que los competidores por la presidencia pretenden atrapar. Pero la campaña provoca sentimientos ambiguos, sin un claro veredicto: desilusión y bronca con el Presidente por razones económicas; simpatía hacia la gobernadora, a la que perciben como una luchadora transparente en un combate desigual; reticencia frente Cristina, bajo cuyo gobierno, dicen, se fortalecieron el narcotráfico y las mafias. Con ella se ganaba más, pero no se vivía mejor. Aunque no alcance ("con el cemento no comemos"), aprecian las obras públicas, tanto los puentes y los viaductos, que agilizan el tránsito, como las cloacas que mejoran la calidad de la vida familiar. Y, con resignado anhelo, idealizan a la ciudad de Buenos Aires: la describen como la luz, mientras ellos viven en las tinieblas.
No llegamos a fin de mes, la pobreza cero fue una mentira, siguen vendiendo droga pero ahora los persiguen, pavimentaron mi calle; María Eugenia es honesta, próxima a nosotros; Macri es rico, no puede comprender nuestro sufrimiento. Cristina daba más, pero apañaba la corrupción; ella robó. Del balance de estas percepciones contradictorias saldrá el voto de los sectores populares del conurbano, pero se puede arriesgar una hipótesis: no se lo darán masivamente a los Fernández. Y eso puede ser decisivo.
Un enorme aparato de comunicación está analizando estos testimonios y convirtiéndolos en mensajes segmentados, dirigidos a casa sector, a cada barrio, a cada casa. Son de buena calidad y circulan machacantes por las redes. Constituyen una clara ventaja del oficialismo frente a una oposición atravesada por contradicciones que la paralizan. En este contexto, la chance agónica de Cristina es que el ajuste económico provoque un voto protesta incontenible. La de Macri, que lo banquen un poco más hasta ver la solución que proclama.
Pero las voces del conurbano profundo superan a la elección de un presidente. De escucharlas, más allá del objetivo de ganar, tal vez dependa la calidad de la democracia, porque detrás de la frustración late la violencia. Y ese no es un riesgo que se evitará con marketing, sino con liderazgos sensibles y justicia distributiva.

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