Este manojo hermoso de soledad: ¿volver a ser joven antes de morir?
Con tan corta edad. Devastado, erradicado pero despierto de anhelo, empeño y aspiración. Ya tenía muchos años cuando comprendí que la hermosa desdicha fue el motor de mi camino. Ella también hizo brotar como estrellas fugaces mis alegrías, a veces marchitas de espera en los pasillos alumbrados de sol y flores de la cordillera de los Andes, cuando los días y las horas no tenían costo alguno, solo puestas en valor por la música de El lado oscuro de la Luna o el sándwich de tortilla de papa que compraba en una esquina de mi tierno pueblito barilochense. Me hacía feliz con sus cuatro marcadas estaciones. Ellas, año tras año, me enseñaban que los caprichos mundanos de mis semejantes podían ser rebatidos, echados por tierra con la sola llegada del verano y la gloria de nadar en los lagos, en el otoño de mayo con la recolección de hongos de pino, en el invierno con el complejo lenguaje que poseían las tormentas y la nieve o con la primavera y sus flores de mutisias, amancay, cerezos, lupinos y retamas.
Todo coloreado por los acordes de nuestra música. Siempre.
Si a los 18 años ya había envejecido, ¿cuál podía ser mi futuro? Quizá me queda la oportunidad de volver a ser joven antes de morir. Como cuando comencé con pequeños pasos a leer poesía, o cuando comprendí que los secretos más deseados que buscaba, el mundo los guardaba para mí en los dobleces de mis camisas, o en las semillas que me fueron legadas por mis padres y que nunca supe para qué eran. Cuando tenía 16 dormía con una mujer de 26. Continué ensayando el amor y el deseo por amar entre barcos, aviones, calles, mercados, senderos y zaguanes.
Conduje mi inteligencia hacia una astucia instintiva, que devino una practica de subsistencia en lugares distantes, al acecho del peligro. Sagacidad, ojos abiertos vislumbrando gestos, anticipándome a los embates que nos devuelve el hacer, en la gloria de las noches y de los días, o en purgatorios de espera y de persistencia cuando la sola esperanza produce pilar, sustento y amparo.
Al final supe que mi único enemigo era yo mismo, ya que cuando la adversidad me asaltaba con sus gélidos abrazos solo quedaba la búsqueda de algún calor y no todos contenían bondad; a veces la soledad puede llevarnos a festejos avaros en los límites del dolor.
Tantas veces arrinconado, pude esperar, acometer y a veces salir. Por todas las otras que me dejaron llagado, caído y sin recursos, fui formando un caparazón que me convirtió en este manojo hermoso de soledad. Un nudo de coloridas cintas, piolas y sogas, atadas en la oscuridad, recogidas por el camino, lavadas en lágrimas, pero siempre secadas a la fresca del sol donde florece un nuevo empezar.
Partí con la gloria de la niñez para llegar a una lánguida adolescencia contenida en mi obcecada búsqueda de libertad, que parecía ofrecerme un derecho que me pertenecía. Envejecí temprano, y desde que empecé a cocinar y conocer en profundidad las raíces culturales del sabor, el hacer de cacerolas y cocidos, y con el romance de la mesa comencé a rejuvenecer. Aquellas batallas de la adolescencia me dejaron fuerte, raudo, reservado y veloz para continuar y comprender que no a veces quiere decir sí.
Camino por el bosque, cierro los ojos, abro los brazos y giro lentamente, como si bailara. Recito "El cuervo" de Poe y siento sus descripciones de luz en aquella noche de diciembre sobre las cortinas violetas. Pienso en mi costurero, mi colección de botones antiguos de nácar, paso mis manos por los trazos de los desnudos de Klimt, recorro con mis ojos los gestos precisos de cada uno de mis hijos y veo la noche de estrellas en la Cruz del sur.
Nacer hombre y morir niño.
F. M.
Si a los 18 años ya había envejecido, ¿cuál podía ser mi futuro? Quizá me queda la oportunidad de volver a ser joven antes de morir. Como cuando comencé con pequeños pasos a leer poesía, o cuando comprendí que los secretos más deseados que buscaba, el mundo los guardaba para mí en los dobleces de mis camisas, o en las semillas que me fueron legadas por mis padres y que nunca supe para qué eran. Cuando tenía 16 dormía con una mujer de 26. Continué ensayando el amor y el deseo por amar entre barcos, aviones, calles, mercados, senderos y zaguanes.
Conduje mi inteligencia hacia una astucia instintiva, que devino una practica de subsistencia en lugares distantes, al acecho del peligro. Sagacidad, ojos abiertos vislumbrando gestos, anticipándome a los embates que nos devuelve el hacer, en la gloria de las noches y de los días, o en purgatorios de espera y de persistencia cuando la sola esperanza produce pilar, sustento y amparo.
Al final supe que mi único enemigo era yo mismo, ya que cuando la adversidad me asaltaba con sus gélidos abrazos solo quedaba la búsqueda de algún calor y no todos contenían bondad; a veces la soledad puede llevarnos a festejos avaros en los límites del dolor.
Tantas veces arrinconado, pude esperar, acometer y a veces salir. Por todas las otras que me dejaron llagado, caído y sin recursos, fui formando un caparazón que me convirtió en este manojo hermoso de soledad. Un nudo de coloridas cintas, piolas y sogas, atadas en la oscuridad, recogidas por el camino, lavadas en lágrimas, pero siempre secadas a la fresca del sol donde florece un nuevo empezar.
Partí con la gloria de la niñez para llegar a una lánguida adolescencia contenida en mi obcecada búsqueda de libertad, que parecía ofrecerme un derecho que me pertenecía. Envejecí temprano, y desde que empecé a cocinar y conocer en profundidad las raíces culturales del sabor, el hacer de cacerolas y cocidos, y con el romance de la mesa comencé a rejuvenecer. Aquellas batallas de la adolescencia me dejaron fuerte, raudo, reservado y veloz para continuar y comprender que no a veces quiere decir sí.
Camino por el bosque, cierro los ojos, abro los brazos y giro lentamente, como si bailara. Recito "El cuervo" de Poe y siento sus descripciones de luz en aquella noche de diciembre sobre las cortinas violetas. Pienso en mi costurero, mi colección de botones antiguos de nácar, paso mis manos por los trazos de los desnudos de Klimt, recorro con mis ojos los gestos precisos de cada uno de mis hijos y veo la noche de estrellas en la Cruz del sur.
Nacer hombre y morir niño.
F. M.
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