lunes, 23 de septiembre de 2019
HABÍA UNA VEZ...,
Un círculo para la despedida: le estaba diciendo adiós al amor de mi vida
Con vigor, había ido a despedirme. Desde la mañana había pensado, a modo de homenaje, pintar con mis acuarelas un círculo que representara la ciudad que despertó mi amor por vivir. Ella, muchas veces sin saberlo, silenciosamente había sido el aliento de mis días.
Me senté en la mesa del departamento que había alquilado en la Île Saint-Louis. Comencé a preparar mis útiles para pintar, una tabla donde dispuse espaciosamente uno a uno todos los colores que tenia de mis acuarelas en pomos.
Había comprado una enorme hoja de papel Guarro que pegué a la mesa con chinches. Desde que comencé a publicar libros siempre los firmé dibujando una enorme manzana, que con la práctica se convirtió en una esfera casi perfecta. Con una carbonilla hice un círculo grande con trazo firme y decidido, que sería la guía de mi pincel recto y ancho; con él lograría un trazo grueso como el de una goma de borrar. La esfera quedó muy redonda, gorda. Al pintar fui cambiando los colores del círculo; del negro al azul, rojo, verde, amarillo usando la línea madre como guía. Un arcoíris difuso que representaba el espíritu plural y misceláneo de París.
Al pararme sobre el puente y ver el Sena con los reflejos de la ciudad, abrí las manos como un mendigo y suavemente sentí que estaban colmadas de ofrendas, no tenían peso alguno, parecían flotar mientras las enjuagaba con las pocas lágrimas que me quedaban. Pero no, no estaba triste, estaba despidiendo al amor de mi vida, a la más bella de las mujeres, la más sentida, inteligente, irreverente.
Una tras otra se fueron sumando las presencias de París en mis ojos, memoria y halagos. Esta ciudad, que hubo de ser mi amante entre crepúsculos, flores, cacerolas y bicicletas. Cada noche, cada día, cuando le confesaba mis deseos, ella me decía: "Quizá mañana".
Pero en ese atardecer, mientras las luces se encendían en las farolas y los monumentos y edificios alongaban mis suspiros, supe que la larga espera era el sustento de mi agraciada expectación, el fútil universo de una promesa. París es una esperanza humana. Una incitación e inspiración a aprender, ilustrada por la vorágine torrencial de sus silenciosos gestos, aquerenciados en el arte y el drama. Un júbilo heroico y sustancioso. Es un compendio de las infinitas capas del deseo entrelazadas con el saber. Una magna voz de conocimiento, todo lo ensayado: artes, letras, halago, persuasión, jaleo, escándalo, sosiego, gloriosa traza de perspectiva y fuga, requintado sabor o veneno, falda, tailleur, boustier y doublet. Santa y pecaminosa.
Sabía que ya no volvería. Como despedirme de un amor de 50 años que aún sonaba como el vaivén de una ola en cada músculo de mi cuerpo, en cada aliento de mujer amada, en cada bocanada de anhelo, en cada beso recibido y dado.
Entre murmuros, con los ojos casi cerrados, le dije: "Lo que quieras llevarte de mí, lo que deseas te devuelva, lo que necesites, tómalo rápido, es tu última oportunidad". Si no, me llevo todo conmigo. Para siempre.
Y yo, que había vivido tantos años rodeado de los fuegos del sabor, en mi bolsillo llevaba apenas una vela, que encendí con cuidado dentro de un pequeño frasco para protegerla del viento. La dejé en la baranda del puente donde muchos años antes había cocinado con leños, al alba, duraznos y ciruelas con menta fresca.
Mientras me alejaba fui girando para ver la pequeña llama hasta que se confundió con las luces nocturnas de la ciudad.
Años después escribí dentro del círculo, un poema para mis hijos; quedó enmarcado encima de mi cocina. Nunca volví.
F. M.
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