Visita guiada por el tesoro mayor
Fundado en 1896 por Eduardo Schiaffino, conserva la mayor colección de arte europeo de América Latina
Gentileza MNBA El beso. Obra realizada especialmente por Rodin como obsequio para el museo
Volver al museo en tiempos de pandemia. La alegría de reencontrarse con viejos amigos, los cuadros que amamos, conocidos de siempre, en el Museo Nacional de Bellas Artes. Nuestro museo mayor, fundado en 1896 por Eduardo Schiaffino, artista y visionario, que supo formar una colección extraordinaria sobre la base de donaciones particulares como las de Guerrico, Roverano y Piñero, y luego los hermanos Antonio y Mercedes Santamarina, Hirsch, Di Tella y María Luisa Bemberg, entre muchos más. También supo (y pudo) comprar cuadros estupendos como la Ninfa sorprendida, de Manet, cuando en la agenda del poder político estaba la posibilidad de acrecentar el patrimonio.
El Bellas Artes, con una matriz muy europea, representa el sueño de una generación, cristalizado en el edificio que fue casa de bombas sanitarias, reformado por Alejandro Bustillo en los años treinta y hoy preparado para una nueva transformación. Tiene la mayor colección de arte español del siglo XIX fuera de España y la mayor colección de arte europeo de América Latina.
Según el protocolo vigente, todo está resumido en un recorrido breve, el único habilitado, por la planta baja, con un aforo de treinta personas por hora y entradas por la web. No hay hoja de ruta, ni visitas guiadas; cada obra tiene su código QR que se puede consultar desde el móvil. La pandemia que cerró las puertas aceleró la transformación digital y profesionalizó los equipos.
Temperatura, gel, barbijo y comienzo de la recorrida desde el hall central, ahora dominado por una escultura de León Ferrari: un mundo inestable que se proyecta en el espejo del fondo. Este circuito chico reúne piezas centrales de las colecciones de arte europeo y arte argentino, solo una muestra de esa colección inmensa con más de 12.000 obras y que exhibe un porcentaje mínimo de su patrimonio por razones de espacio.
Comenzamos por los Rodin. El gran escultor del siglo XIX, renovador de la escultura; enorme artista muy bien representado por obras tan conocidas como El beso, en dos versiones, una de ellas elegida por Rodin para nuestro museo, y el bronce, más pequeño. Ambas alcanzan para entender hasta qué punto el cuerpo humano no tenía secretos para el artista. A metros de El beso, y al lado de esa genialidad que es La tierray la luna, una escala en la cabeza de Balzac, soberbia pieza que muestra el camino de lo nuevo, el mismo que transita el artista para dar forma al monumento a Sarmiento (en el Parque Tres de Febrero).
Importa más el gesto que la precisión realista, es la vuelta de página que da Rodin a la tradición neoclásica, revisitada una y otra vez desde el siglo de oro de Pericles. El Balzac de cuerpo entero se exhibe en los jardines del MOMA de Nueva York.
Auguste Rodin fue “el” elegido de Eduardo Schiaffino. Era el escultor más popular de su tiempo y el más prodigioso. Además del Sarmiento, llegó a Buenos Aires una versión de El pensador salida de sus manos, destinada a las escaleras del Congreso de la Nación. Sin embargo, cambió de emplazamiento y todavía debe estar pensando por qué. Se exhibe en la Plaza Congreso, a merced del maltrato vandálico.
La sala de esculturas de la planta baja del Museo de Bellas Artes será el eje de la transformación que está en marcha. Está previsto abrir una puerta en la pared del fondo que conectará a un patio de esculturas y tendrá acceso directo al Auditorio de los Amigos. No habrá más estacionamiento y está previsto recuperar el pabellón original que César Janello proyectó para el Sesquicentenario. Se eliminarán los agregados posteriores, impuestos por los usos del restaurante de la planta baja con acceso sobre Figueroa Alcorta, donde hasta hace poco funcionó Novecento. Habrá nuevo restaurante y hay varios candidatos en la mira.
El proyecto de Janello, autor también del puente sobre Figueroa Alcorta que conecta con la Facultad de Derecho, le dio al museo la posibilidad de tener una sala de muestras temporarias. Un pulmón expositivo para mantener la dinámica del calendario. Las obras están en marcha con fecha puesta; según fuentes inobjetables, estarán habilitadas antes de fin de año.
La visita por la planta baja tiene su recorrido canónico: Renacimiento, Barroco, Rembrandt, Goya, El Greco y la sala Hirsch, donada por los herederos de Alfredo Hirsch en 1983. Impresionan el perfecto estado de conservación y el diseño expositivo que recuerda al del Museo Metropolitano de Nueva York. La obra central es el Retrato de mujer joven, de Rembrandt van Rijn y taller, Leiden, Holanda (1634), escoltado por los retratos de Alfredo Hirsch y Elizabet G. de Hirsch, con el inconfundible estilo de Philippe de Laszlo. Completan la sala el conjunto de esculturas de bronce, madera y piedra, y un tapiz del siglo XVII manufactura de Gobelinos.
Volviendo sobre nuestros pasos, en una sala de la planta baja se exhibe parte de la excepcional colección de grabados de Francisco de Goya y Lucientes, los Caprichos y los Desastres de la guerra, y el óleo Escena de guerra, donación Acevedo (1958). Según pudo comprobarse durante la visita de la colección del Museo de Budapest, esa pintura tiene su pendant en el museo húngaro, una curiosidad.
El recorrido continúa con la pintura italiana, el lindísimo Félix Ziem veneciano y una selección de los franceses preimpresionistas. Obligada escala en el mar bravo, agua y espuma, de Courbet, y en los mansos paisajes de Corot, escuela de Barbizon. Nadie pintó tan bien los árboles, con esa bruma incandescente que preludia la pintura à plein air de los impresionistas.
Un paso más y llegamos al plato fuerte de la visita: Van Gogh, Sisley, Gauguin y Pissarro, entre otros. Manet es un tema aparte. La ninfa sorprendida es la joya del museo. No es casual que sea el cuadro más pedido en préstamo a las autoridades del Bellas Artes. Manet pintó pocos desnudos y esta ninfa es una obra clave para entender su evolución pictórica. Ese desnudo es todavía la obra de un pintor académico, más cerca de Bouguereau que de Monet.
La visita tiene el plus de la Colección Guerrico, colgada según el estilo impuesto en el siglo XIX. Del piso al techo, ni un centímetro vacío. Ecléctica y vasta: pintura, escultura, abanicos, cajas de rapé, mates… Tiépolo, Rodin, los retratos de los Guerrico, y la cabeza de Diana (1882), de Alexandre Falguière, con su gesto arrogante congelado en el bronce. La donación Guerrico fue “salvada” durante la gestión de Guillermo Alonso; es una donación con cargo de exhibición: quiere decir que si no se exhibe… se pierde.
La recorrida culmina con la pintura argentina, las escenas de la Guerra del Paraguay, que Cándido López (con muestra actual en el Museo Histórico Nacional) pintó con su mano izquierda por consejo de Mitre, luego de haber perdido la derecha en esa cruenta contienda. Imperdible la sala pequeña con tres pinturas gigantes. Cronología pintada de la identidad nacional:
La vuelta del malón, de Angel Della Valle; El despertar de la criada, de Eduardo Sívori, y Sin pan y sin trabajo, de Ernesto de la Cárcova. Esta pintura, la escena íntima de una vida de necesidades, fue elegida por Cristina Kirchner para explayarse cuando en 2011, en la apertura de la 54a Bienal de Venecia, anunció que la Argentina tendría pabellón propio por veinte años en los Arsenales. Un lugar estratégico en el mejor tramo del recorrido por los antiguos arsenales navales, donde fueron expuestos los envíos de Nicola Costantino, Juan Carlos Distéfano, Claudia Fontes y Mariana Telleria. Trascendió, en varias oportunidades y de muchas fuentes, que la ex presidenta quería ver el cuadro de De la Cárcova en su despacho de la Casa Rosada.
Una última mirada a la Argentina de Rosas, en el retrato de su hija Manuelita, y a la pampa del gaucho y del ombú en las escenas costumbristas de Pueyrredón y del viajero León Pallière. Despedida de la visita, poco más de una hora, con las tablas de la conquista, un monumental trabajo con memoria colonial.
Quedan para el final una expresión de deseo y dos preguntas. Que vuelva el gaucho federal de Monvoisin, que estuvo de visita en calidad de préstamo hasta antes de la pandemia. Y ¿no debería estar exhibida en planta baja la pintura española de la colección González Garaño, con el magnífico retrato de Marieta Ayerza por Anglada Camarasa, y la donación Santamarina, con una pieza central del patrimonio del museo como son las bailarinas de Degas? En marzo estará habilitado el primer piso y la colección de pintura argentina. Volver al museo siempre es una fiesta.
Según el protocolo vigente, todo está resumido en un recorrido breve, el único habilitado, por la planta baja, con un aforo de treinta personas por hora y entradas por la web. No hay hoja de ruta, ni visitas guiadas; cada obra tiene su código QR que se puede consultar desde el móvil. La pandemia que cerró las puertas aceleró la transformación digital y profesionalizó los equipos.
Temperatura, gel, barbijo y comienzo de la recorrida desde el hall central, ahora dominado por una escultura de León Ferrari: un mundo inestable que se proyecta en el espejo del fondo. Este circuito chico reúne piezas centrales de las colecciones de arte europeo y arte argentino, solo una muestra de esa colección inmensa con más de 12.000 obras y que exhibe un porcentaje mínimo de su patrimonio por razones de espacio.
Comenzamos por los Rodin. El gran escultor del siglo XIX, renovador de la escultura; enorme artista muy bien representado por obras tan conocidas como El beso, en dos versiones, una de ellas elegida por Rodin para nuestro museo, y el bronce, más pequeño. Ambas alcanzan para entender hasta qué punto el cuerpo humano no tenía secretos para el artista. A metros de El beso, y al lado de esa genialidad que es La tierray la luna, una escala en la cabeza de Balzac, soberbia pieza que muestra el camino de lo nuevo, el mismo que transita el artista para dar forma al monumento a Sarmiento (en el Parque Tres de Febrero).
Importa más el gesto que la precisión realista, es la vuelta de página que da Rodin a la tradición neoclásica, revisitada una y otra vez desde el siglo de oro de Pericles. El Balzac de cuerpo entero se exhibe en los jardines del MOMA de Nueva York.
Auguste Rodin fue “el” elegido de Eduardo Schiaffino. Era el escultor más popular de su tiempo y el más prodigioso. Además del Sarmiento, llegó a Buenos Aires una versión de El pensador salida de sus manos, destinada a las escaleras del Congreso de la Nación. Sin embargo, cambió de emplazamiento y todavía debe estar pensando por qué. Se exhibe en la Plaza Congreso, a merced del maltrato vandálico.
La sala de esculturas de la planta baja del Museo de Bellas Artes será el eje de la transformación que está en marcha. Está previsto abrir una puerta en la pared del fondo que conectará a un patio de esculturas y tendrá acceso directo al Auditorio de los Amigos. No habrá más estacionamiento y está previsto recuperar el pabellón original que César Janello proyectó para el Sesquicentenario. Se eliminarán los agregados posteriores, impuestos por los usos del restaurante de la planta baja con acceso sobre Figueroa Alcorta, donde hasta hace poco funcionó Novecento. Habrá nuevo restaurante y hay varios candidatos en la mira.
El proyecto de Janello, autor también del puente sobre Figueroa Alcorta que conecta con la Facultad de Derecho, le dio al museo la posibilidad de tener una sala de muestras temporarias. Un pulmón expositivo para mantener la dinámica del calendario. Las obras están en marcha con fecha puesta; según fuentes inobjetables, estarán habilitadas antes de fin de año.
La visita por la planta baja tiene su recorrido canónico: Renacimiento, Barroco, Rembrandt, Goya, El Greco y la sala Hirsch, donada por los herederos de Alfredo Hirsch en 1983. Impresionan el perfecto estado de conservación y el diseño expositivo que recuerda al del Museo Metropolitano de Nueva York. La obra central es el Retrato de mujer joven, de Rembrandt van Rijn y taller, Leiden, Holanda (1634), escoltado por los retratos de Alfredo Hirsch y Elizabet G. de Hirsch, con el inconfundible estilo de Philippe de Laszlo. Completan la sala el conjunto de esculturas de bronce, madera y piedra, y un tapiz del siglo XVII manufactura de Gobelinos.
Volviendo sobre nuestros pasos, en una sala de la planta baja se exhibe parte de la excepcional colección de grabados de Francisco de Goya y Lucientes, los Caprichos y los Desastres de la guerra, y el óleo Escena de guerra, donación Acevedo (1958). Según pudo comprobarse durante la visita de la colección del Museo de Budapest, esa pintura tiene su pendant en el museo húngaro, una curiosidad.
El recorrido continúa con la pintura italiana, el lindísimo Félix Ziem veneciano y una selección de los franceses preimpresionistas. Obligada escala en el mar bravo, agua y espuma, de Courbet, y en los mansos paisajes de Corot, escuela de Barbizon. Nadie pintó tan bien los árboles, con esa bruma incandescente que preludia la pintura à plein air de los impresionistas.
Un paso más y llegamos al plato fuerte de la visita: Van Gogh, Sisley, Gauguin y Pissarro, entre otros. Manet es un tema aparte. La ninfa sorprendida es la joya del museo. No es casual que sea el cuadro más pedido en préstamo a las autoridades del Bellas Artes. Manet pintó pocos desnudos y esta ninfa es una obra clave para entender su evolución pictórica. Ese desnudo es todavía la obra de un pintor académico, más cerca de Bouguereau que de Monet.
La visita tiene el plus de la Colección Guerrico, colgada según el estilo impuesto en el siglo XIX. Del piso al techo, ni un centímetro vacío. Ecléctica y vasta: pintura, escultura, abanicos, cajas de rapé, mates… Tiépolo, Rodin, los retratos de los Guerrico, y la cabeza de Diana (1882), de Alexandre Falguière, con su gesto arrogante congelado en el bronce. La donación Guerrico fue “salvada” durante la gestión de Guillermo Alonso; es una donación con cargo de exhibición: quiere decir que si no se exhibe… se pierde.
La recorrida culmina con la pintura argentina, las escenas de la Guerra del Paraguay, que Cándido López (con muestra actual en el Museo Histórico Nacional) pintó con su mano izquierda por consejo de Mitre, luego de haber perdido la derecha en esa cruenta contienda. Imperdible la sala pequeña con tres pinturas gigantes. Cronología pintada de la identidad nacional:
La vuelta del malón, de Angel Della Valle; El despertar de la criada, de Eduardo Sívori, y Sin pan y sin trabajo, de Ernesto de la Cárcova. Esta pintura, la escena íntima de una vida de necesidades, fue elegida por Cristina Kirchner para explayarse cuando en 2011, en la apertura de la 54a Bienal de Venecia, anunció que la Argentina tendría pabellón propio por veinte años en los Arsenales. Un lugar estratégico en el mejor tramo del recorrido por los antiguos arsenales navales, donde fueron expuestos los envíos de Nicola Costantino, Juan Carlos Distéfano, Claudia Fontes y Mariana Telleria. Trascendió, en varias oportunidades y de muchas fuentes, que la ex presidenta quería ver el cuadro de De la Cárcova en su despacho de la Casa Rosada.
Una última mirada a la Argentina de Rosas, en el retrato de su hija Manuelita, y a la pampa del gaucho y del ombú en las escenas costumbristas de Pueyrredón y del viajero León Pallière. Despedida de la visita, poco más de una hora, con las tablas de la conquista, un monumental trabajo con memoria colonial.
Quedan para el final una expresión de deseo y dos preguntas. Que vuelva el gaucho federal de Monvoisin, que estuvo de visita en calidad de préstamo hasta antes de la pandemia. Y ¿no debería estar exhibida en planta baja la pintura española de la colección González Garaño, con el magnífico retrato de Marieta Ayerza por Anglada Camarasa, y la donación Santamarina, con una pieza central del patrimonio del museo como son las bailarinas de Degas? En marzo estará habilitado el primer piso y la colección de pintura argentina. Volver al museo siempre es una fiesta.
A. de A.
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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