viernes, 22 de octubre de 2021

ES, REALMENTE, MUY DUDOSO...EL GEN ARGENTO SIEMPRE METE LA PATA O LAS DIVISAS


Sobre la naturaleza y la durabilidad de los acuerdos exitosos

Sergio Berensztein
Legisladores porteños del oficialismo y la oposición coinciden en la importancia de habilitar el juicio por jurados

La idea de que la sociedad argentina alcance un acuerdo político gana terreno. Luego de mucho tiempo en que solo se trataba de una referencia utópica, en el oficialismo, en la oposición y entre actores políticos y sociales, surge cierto consenso: la única manera de revertir este proceso de décadas de decadencia en que está el país es a través de un pacto para definir prioridades estratégicas y coordinar esfuerzos de los gobiernos y de la sociedad civil.
En un entorno caracterizado por inmensos niveles de imprevisibilidad, desasosiego, pesimismo, falta de horizontes y tensiones crecientes, con perspectivas aún más complejas en lo inmediato y en el mediano plazo, parte de la clase dirigente advierte que, habiendo fracasado con los métodos implementados hasta ahora (hiperpresidencialismo, improvisación y confrontación permanentes, cortoplacismo, financiamiento monetario del déficit fiscal) es imprescindible definir un conjunto de metas e instrumentos respaldados por un núcleo crítico de poder más allá de los ciclos político-electorales.
Como suele ocurrir, surgen voces críticas dentro y fuera de la coalición gobernante. La mayoría se explica por la desconfianza entre los principales protagonistas de la vida pública nacional, incluidos los que conviven dentro de un mismo paraguas político-organizacional. Otras responden a miradas temerosas y egoístas, que enfatizan costos y consecuencias de un eventual fracaso. Algunos descreen de la idea de acuerdo y consideran que los viejos procedimientos –conducidos por ellos mismos– tendrían un corolario positivo. No faltan los que se identifican con el colectivo “no va a andar”. En defensa de estos: no se trata solo de un pesimismo endémico, sino de una enorme acumulación de malas experiencias que sesgan la opinión sobre los asuntos públicos. Buena parte de los acuerdos alcanzados a lo largo de nuestra historia estuvieron teñidos de sospechas o fueron considerados contubernios, desde el Pacto Roca-Runciman, de 1933, hasta el Pacto de Olivos, de 1994. La sensación fue que predominaron personalismos o intereses ocultos.
La historia es pródiga en acuerdos políticos, económicos y sociales, desde éxitos rotundos hasta fracasos rutilantes: La Moncloa fue tan clave en la transición a la democracia en España como el Pacto para la Estabilidad y el Crecimiento Económico firmado al inicio de la presidencia de Salinas de Gortari en México, para detener la inflación y generar un desarrollo moderado, pero sostenido. El del Club Naval de Uruguay, en 1984, sirvió de puente para la salida de la dictadura, y el Punto Fijo de Venezuela, en 1958, consolidó al país como un faro democrático en un momento en que la región experimentaba un giro autoritario. Pero no todo fue color de rosa: los Acuerdos de Tokio y de París no lograron ningún efecto para detener el avance del cambio climático. La mera existencia del acuerdo no implica de manera automática su éxito.
Pactar significa sentarse a negociar, escuchar al otro, entender sus necesidades, estar dispuesto a postergar parte de las propias. ¿Cómo lograr que personas, organizaciones o países que vienen de una dinámica de peleas intensas, prejuicios mutuos, sospechas generalmente fundadas, decidan llegar a cualquier acuerdo? Durante mucho tiempo se pensó que eso sería motivado por el altruismo. Pero la teoría de la cooperación demostró que aun los comportamientos egoístas extremos tienen más chances de lograr sus propósitos si pueden confiar en los otros y bajar los costos de transacción.


Esta teoría tuvo su auge a partir de finales de la década de 1950, gracias al impulso de autores como Garret Hardin, Anatol Rapoport, Robert Axelrod y Michael Taylor, entre otros, interesados en indagar cómo lograr acuerdos en sociedades altamente conflictivas y entre naciones que venían de protagonizar la Segunda Guerra. ¿Podían pensarse nuevos modelos de interacción estratégica, sostenibles en el tiempo, en ese contexto de enorme desconfianza? La conclusión fue reveladora: convencer a los participantes de que no piensen en lo que se resuelva en un pacto determinado, sino que lo consideren uno de muchos. Y en vez de maximizar todos sus intereses o satisfacer la mayoría de sus demandas, que predominen criterios minimalistas para ir mejorando paulatinamente: pensar la acción colectiva como una serie de negociaciones que se repiten a lo largo del tiempo. La clave es que los participantes tengan expectativas de lograr respuestas a sus demandas en un término prudencial, aunque no sea inmediato. Mientras se sostenga esa expectativa, se reducen los conflictos y se logra construir confianza en el proceso y en “el otro” a medida que se cumplen los acuerdos anteriores (si eso no ocurre, las sanciones deben ser ejemplificadoras). Así, el eventual éxito de una dinámica cooperativa descansa no en el “interés general” o en “hablar con el corazón”, sino en un enfoque en el que predominan los intereses individuales: cada parte plantea la negociación desde su propia perspectiva egoísta, pero un método adecuado permite extender sus horizontes temporales y postergar algunas demandas.

Esto nos lleva a reflexionar sobre la naturaleza del acuerdo buscado: si será amplio o restringido, ambicioso o minimalista, si abarcará puntos generales o concretos. En cada uno hay que evaluar qué es lo que se discute, cuáles son las soluciones posibles, cómo será el proceso de negociación y quiénes son las partes, sabiendo que a menudo la dinámica de confrontación previa generó no sólo desconfianza sino odios. La fragmentación en la representación de intereses complica aún más la situación.
Los países más prósperos y democráticos han demostrado que lograr compromisos duraderos es un recurso fundamental: multiplican el capital social, tal vez el más importante de todos. Sobre todo si se logran en función de un diálogo genuino, propositivo, conducente y basado en el sentido común. Para evitar frustraciones, se deben convocar profesionales (mediadores, especialistas en diálogos democráticos y resolución de conflictos), tener en cuenta la experiencia internacional, diseñar una estrategia adecuada de implementación y comunicación que evite que el acuerdo se diluya o descarrile y atacar problemas de fondo con valentía, pero sin prometer en exceso resultados inminentes.
Si los objetivos son claros y alcanzables, respaldados en un plan de acción detallado y con criterios objetivos de evaluación, se activa el círculo virtuoso de la construcción de confianza. Es imperioso mensurar los resultados: lo que no se mide no se cambia y si algo no funciona lo mejor es advertirlo a tiempo, considerar opciones, acordar un nuevo instrumento y ajustar la estrategia original. Es necesario que una masa crítica de la sociedad apoye esta clase de esfuerzos, moderando las expectativas: nadie puede esperar que problemas complejos y dinámicas destructivas se resuelvan de la noche a la mañana. Y “nada es para siempre”. Lo que sirve en un contexto debe revisarse con flexibilidad y pragmatismo en función de la evolución de la situación. Tampoco se puede pretender que un acuerdo evite peleas en otras dimensiones, menos que se empaste la necesaria competencia electoral, incluyendo tácticas de diferenciación y umbrales razonables de confrontación en un clima de respeto.
Construir una sociedad basada en el diálogo y el respeto mutuo es posible, aun en una Argentina en la que denigrar y atacar al otro es un deporte nacional. Pero es importante mantener las expectativas bajo control: décadas de una cultura de confrontación no se discontinúan mágicamente para que emerja un espíritu de cooperación. Al igual que los árboles, este proceso necesita desplegar raíces sólidas para estar bien aferrado. Y eso, como todas las cosas importantes, lleva tiempo.

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