La derrota del esnobismo ideológico
Acomodado en el “lenguaje inclusivo”, la “deconstrucción del patriarcado” y la identidad “no binaria”, el Gobierno se desconectó de una sociedad que tiene otras urgencias
Luciano Román
El esnobismo ideológico, o, lo que es lo mismo, el pseudoprogresismo de ciertas minorías urbanas, ha alejado al poder de las expectativas y las angustias ciudadanas. Acomodado en el lenguaje inclusivo, la “deconstrucción del patriarcado” y la identidad no binaria, el Gobierno se ha desconectado de una sociedad que tiene otras urgencias y otras necesidades, pero que, además, escucha ese discurso de eslóganes supuestamente “progres” como una tilinguería impostada.
Las últimas elecciones han desnudado ese abismo entre el poder y la sociedad. Nunca había quedado tan en evidencia la distancia entre la realidad y la pose. Nunca se había visto con tanta nitidez cuántos quedan excluidos mientras se habla en lenguaje inclusivo y cuánta desigualdad encubre la retórica hueca del pseudoprogresismo. Pero en los últimos días se ha revelado algo más: la falta de convicción y de coherencia detrás de esa armazón ideológica.
En la desesperación de la derrota, el Gobierno ha dado un giro de 180 grados y apeló, para el nuevo gabinete, a los exponentes más rancios de un conservadurismo primitivo. Cambió de “principios” como de corbata (o de pañuelo). Había rozado el disparate con la pretensión de imponer el cupo femenino en los directorios de las empresas, pero se olvidó de respetarlo en el elenco ministerial. Archivó la agenda de género, bajó las banderas de la corrección política y dejó de hablarles a “todes”. Con el cambio de equipaje, pasó a encomendarse a Dios. ¿Qué dijeron “les chiques” de la militancia kirchnerista? Nada. ¿Quién alzó la voz desde el pseudofeminismo oficialista? Nadie (o tan pocas que no se hicieron oír). Si hay que callarse para conservar cargos o privilegios, nos callamos. Las convicciones se revelan lo suficientemente flexibles como para acomodarse rápido a los virajes del poder.
La doble vara parece una característica esencial del esnobismo ideológico. Si el infractor o el victimario es “del palo”, se lo absuelve sin remordimiento. El “poder de policía” que se atribuye ese pseudoprogresismo, solo se ejerce, y sin piedad, cuando encuentra un enemigo cómodo tanto dentro como fuera de la política. Así se entiende, por ejemplo, que “las referentas” del supuesto feminismo oficialista hayan hecho silencio ante el último escándalo post mortem que involucra a Maradona con una menor de edad. La foto con Fidel Castro parece haber reforzado la absolución, aunque revele –en realidad– los extremos del abuso. Si el victimario es “de los nuestros”, las convicciones pueden esperar.
Esta contradicción vacía de consistencia ética al llamado progresismo. Exhibe su endeblez y su oportunismo. Y lo aleja más de las mayorías ciudadanas, que rechazan esa suerte de iluminismo autoritario de grupos que pretenden imponer su autopercibida superioridad moral, aplicando incluso un código de censura.
Las primeras víctimas de las imposturas ideológicas son las causas nobles a las que dicen representar. El genuino feminismo se ve traicionado. Los objetivos de la igualdad, la inclusión y la equidad quedan cada vez más lejos. Hasta las mejores banderas, como la de los derechos humanos o la del ambientalismo, se manchan cuando se cae en fanatismos y visiones hemipléjicas. La libertad y la democracia también quedan afectadas por una ideología que cree que hay dictaduras buenas y dictaduras malas, según estén o no “de su lado”.
Cuanto más se acentúa la jerga progre en las esferas del poder, menos se interpreta y se comprende la demanda ciudadana. Es una pose que, además de hueca, es arrogante. Se la asume como si expresara a una vanguardia, cuando solo expresa un esnobismo endogámico que habita una confortable burbuja de uniformidad pseudoideológica.
Cuando el progresismo pierde la sensibilidad, la humildad y las convicciones, se convierte en una suerte de impostura. En la Argentina de este tiempo, se ha transformado, además, en una coartada para enquistarse en el poder.
El kirchnerismo se ha encerrado en un discurso cada vez más minoritario, aunque ahora intenta retroceder, mal y tarde, en medio de una debacle electoral. Le ha exigido que se “deconstruya” a una sociedad que, en realidad, se esfuerza por construirse a sí misma. Ha confundido la parte con el todo (que es, en definitiva, una idea totalitaria) y se ha alejado cada vez más de una perspectiva amplia y plural, que interprete la heterogeneidad sociocultural de la Argentina.
Las posturas radicalizadas nunca expresaron a las mayorías. El fanatismo, teñido inevitablemente de soberbia, no se identifica con el ciudadano común. Medir esas distancias puede ayudar a entender la desconexión entre el poder y buena parte de la sociedad. Esos discursos sesgados y ultraminoritarios suelen anidar, además, en nichos universitarios y en microzonas acomodadas de grandes centros urbanos o islotes ideologizados de la “Patagonia cool”. ¿Es frecuente escuchar que se hable lenguaje inclusivo en las calles de Coronel Dorrego, Tartagal, Río Cuarto o Huinca Renancó?
Tal vez la política debería prestar más atención a algunas noticias de los diarios del interior. Se enteraría, por ejemplo, de que en Bahía Blanca llamaron a un plebiscito para cambiar el nombre del Parque Campaña del Desierto. Quisieron “deconstruirlo” a la luz de los nuevos parámetros ideológicos. La mayoría aceptó rebautizarlo, pero ¿qué nombre se impuso en la votación ciudadana? El de Julio Argentino Roca. Se enterarían también de que activistas veganos viajaron de Buenos Aires a Carhué para “intervenir” el matadero de Epecuén (una obra del arquitecto Salamone) con una gigantesca pintada vandálica que decía: “Qué asco la carne”. Fueron jóvenes del pueblo los que ayudaron a taparla y reparar el daño sobre el edificio histórico. Tal vez sean hechos inconexos, casi miniaturas aisladas, pero reflejan que algunas causas del progresismo urbano no expresan la cultura del interior; mucho menos a “los jóvenes” como si fueran una categoría homogénea. Hay un ideologismo “de nicho” que está cada vez más alejado de las realidades de la calle y de las zonas rurales, mucho más de las barriadas humildes y del interior profundo. Es un ideologismo que tampoco interpreta a las generaciones mayores.
Más allá de acentos y sesgos ideológicos, ¿no debería el Gobierno esforzarse por interpretar y reconocer esas realidades heterogéneas?
El manejo de la pandemia reflejó esta desconexión. Se convirtió la cuarentena en una “causa militante”, no en una herramienta de prevención que debía utilizarse con mesura y equilibrio. “Quedate en casa” fue un eslogan que expresó esa incomprensión. ¿Y los que no podían? ¿Y los que no tenían casa porque viven en asentamientos precarios? ¿Y los que en casa vivían un infierno de abusos y violencia? Se “militó” el cierre de escuelas sin contemplar la exclusión y la desigualdad que eso engendraba. Se negociaron las vacunas con criterios de afinidad ideológica y no con parámetros de salud pública. Cuando las ideas se cambian por los eslóganes, se cae en alternativas siempre peligrosas.
Creer que ese pseudoprogresismo urbano expresa a una nueva época y a una nueva generación es caer en el simplismo esnob y superficial. Creer que la sociedad no advierte la inconsistencia ética de la doble vara ni reconoce el autoritarismo de la imposición “biempensante” es subestimar a la sociedad, que además percibe las incoherencias de los que declaman una cosa y practican la contraria. En la hora de la desgracia electoral suelen caerse las máscaras y los telones. Esto es lo que hemos visto en las últimas semanas. Ni siquiera creían en aquello que intentaban “vender”. ¿Dónde están las ideas nuevas? ¿El progresismo es regalar bicicletas y heladeras?
La batalla cultural merece debates de un mayor espesor. ¿Existe el progresismo sin pluralismo? ¿Se puede ser progresista desde la arrogancia y las torres de marfil? ¿Cuánto se reduce el paisaje cuando se mira con anteojeras ideológicas? ¿En qué se convierte la ideología cuando se basa en la conveniencia y no en los principios? Son preguntas que exigen honestidad intelectual, un valor que el poder parece haber extraviado en la Argentina.
Esta contradicción vacía de consistencia ética al llamado progresismo. Exhibe su endeblez y su oportunismo. Y lo aleja más de las mayorías ciudadanas, que rechazan esa suerte de iluminismo autoritario de grupos que pretenden imponer su autopercibida superioridad moral, aplicando incluso un código de censura.
Las primeras víctimas de las imposturas ideológicas son las causas nobles a las que dicen representar. El genuino feminismo se ve traicionado. Los objetivos de la igualdad, la inclusión y la equidad quedan cada vez más lejos. Hasta las mejores banderas, como la de los derechos humanos o la del ambientalismo, se manchan cuando se cae en fanatismos y visiones hemipléjicas. La libertad y la democracia también quedan afectadas por una ideología que cree que hay dictaduras buenas y dictaduras malas, según estén o no “de su lado”.
Cuanto más se acentúa la jerga progre en las esferas del poder, menos se interpreta y se comprende la demanda ciudadana. Es una pose que, además de hueca, es arrogante. Se la asume como si expresara a una vanguardia, cuando solo expresa un esnobismo endogámico que habita una confortable burbuja de uniformidad pseudoideológica.
Cuando el progresismo pierde la sensibilidad, la humildad y las convicciones, se convierte en una suerte de impostura. En la Argentina de este tiempo, se ha transformado, además, en una coartada para enquistarse en el poder.
El kirchnerismo se ha encerrado en un discurso cada vez más minoritario, aunque ahora intenta retroceder, mal y tarde, en medio de una debacle electoral. Le ha exigido que se “deconstruya” a una sociedad que, en realidad, se esfuerza por construirse a sí misma. Ha confundido la parte con el todo (que es, en definitiva, una idea totalitaria) y se ha alejado cada vez más de una perspectiva amplia y plural, que interprete la heterogeneidad sociocultural de la Argentina.
Las posturas radicalizadas nunca expresaron a las mayorías. El fanatismo, teñido inevitablemente de soberbia, no se identifica con el ciudadano común. Medir esas distancias puede ayudar a entender la desconexión entre el poder y buena parte de la sociedad. Esos discursos sesgados y ultraminoritarios suelen anidar, además, en nichos universitarios y en microzonas acomodadas de grandes centros urbanos o islotes ideologizados de la “Patagonia cool”. ¿Es frecuente escuchar que se hable lenguaje inclusivo en las calles de Coronel Dorrego, Tartagal, Río Cuarto o Huinca Renancó?
Tal vez la política debería prestar más atención a algunas noticias de los diarios del interior. Se enteraría, por ejemplo, de que en Bahía Blanca llamaron a un plebiscito para cambiar el nombre del Parque Campaña del Desierto. Quisieron “deconstruirlo” a la luz de los nuevos parámetros ideológicos. La mayoría aceptó rebautizarlo, pero ¿qué nombre se impuso en la votación ciudadana? El de Julio Argentino Roca. Se enterarían también de que activistas veganos viajaron de Buenos Aires a Carhué para “intervenir” el matadero de Epecuén (una obra del arquitecto Salamone) con una gigantesca pintada vandálica que decía: “Qué asco la carne”. Fueron jóvenes del pueblo los que ayudaron a taparla y reparar el daño sobre el edificio histórico. Tal vez sean hechos inconexos, casi miniaturas aisladas, pero reflejan que algunas causas del progresismo urbano no expresan la cultura del interior; mucho menos a “los jóvenes” como si fueran una categoría homogénea. Hay un ideologismo “de nicho” que está cada vez más alejado de las realidades de la calle y de las zonas rurales, mucho más de las barriadas humildes y del interior profundo. Es un ideologismo que tampoco interpreta a las generaciones mayores.
Más allá de acentos y sesgos ideológicos, ¿no debería el Gobierno esforzarse por interpretar y reconocer esas realidades heterogéneas?
El manejo de la pandemia reflejó esta desconexión. Se convirtió la cuarentena en una “causa militante”, no en una herramienta de prevención que debía utilizarse con mesura y equilibrio. “Quedate en casa” fue un eslogan que expresó esa incomprensión. ¿Y los que no podían? ¿Y los que no tenían casa porque viven en asentamientos precarios? ¿Y los que en casa vivían un infierno de abusos y violencia? Se “militó” el cierre de escuelas sin contemplar la exclusión y la desigualdad que eso engendraba. Se negociaron las vacunas con criterios de afinidad ideológica y no con parámetros de salud pública. Cuando las ideas se cambian por los eslóganes, se cae en alternativas siempre peligrosas.
Creer que ese pseudoprogresismo urbano expresa a una nueva época y a una nueva generación es caer en el simplismo esnob y superficial. Creer que la sociedad no advierte la inconsistencia ética de la doble vara ni reconoce el autoritarismo de la imposición “biempensante” es subestimar a la sociedad, que además percibe las incoherencias de los que declaman una cosa y practican la contraria. En la hora de la desgracia electoral suelen caerse las máscaras y los telones. Esto es lo que hemos visto en las últimas semanas. Ni siquiera creían en aquello que intentaban “vender”. ¿Dónde están las ideas nuevas? ¿El progresismo es regalar bicicletas y heladeras?
La batalla cultural merece debates de un mayor espesor. ¿Existe el progresismo sin pluralismo? ¿Se puede ser progresista desde la arrogancia y las torres de marfil? ¿Cuánto se reduce el paisaje cuando se mira con anteojeras ideológicas? ¿En qué se convierte la ideología cuando se basa en la conveniencia y no en los principios? Son preguntas que exigen honestidad intelectual, un valor que el poder parece haber extraviado en la Argentina.
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