Últimas palabras, de William Burroughs
El grito final de un gran indomable del siglo XX
J. M. B.
En un artículo publicado hace pocos años, el notable ensayista norteamericano James Wood hablaba –en relación con la estructura de la novela, a la tensión entre los momentos y el conjunto– de ese privilegio atroz que nos otorga la muerte de alguien y que significa observar una vida en su totalidad. A la luz de Últimas palabras, estos diarios que William Burroughs (1914-1997) escribió durante sus últimos nueve meses en esta tierra, hay que decir que en su caso se trata de un privilegio violento, efervescente, repleto de iluminaciones y, sí, a la vez absolutamente agotador.
Asesino accidental, experimentador extremo de casi cualquier sustancia que le pusieran delante, Burroughs abandonó muy pronto la suntuosidad del egresado de Harvard de familia acomodada para convertirse en el más revulsivo e inclasificable de ese heterogéneo grupo al que se etiquetó como beatnik –mote que la mayoría detestaba– y al que por edad, en sintonía con su compadre Paul Bowles, ni siquiera terminaba de pertenecer. Pese a las muchas maneras en que coqueteó con los abismos, incluida su pasión por las armas de fuego, Burroughs sobrevivió a casi todos los beatniks, y desde fines de 1996 hasta agosto de 1997 –en la muy sobria casa situada en Lawrence, Kansas, en la que vivió sus últimos dieciséis años– tomó notas en estos cuadernos en los que parece querer dar una definitiva batalla contra el mundo. La última entrada, del miércoles 30 de julio, es decir tres días antes de su muerte, dice: “El analgésico más genuino que existe: el AMOR”. Pero nunca hay que dejarse engañar por la tentación efectista de los finales.
El amor de Burroughs está reservado para sus gatos, para sus amigos y acaso para la literatura, pero la mayor parte de estos diarios toma la forma de una diatriba, en particular contra los gobiernos y sus políticas criminales e hipócritas, poniendo constantemente en su mira a la dupla Reagan-Bush y su supuesta cruzada antidrogas.
La escritura es fragmentaria, sincopada, poética. Luis Chitarroni, traductor del libro, especula en el prólogo con “esa forma continua del verso” que es o debería ser la prosa y que tanto él como Jack Kerouac –el otro beatnik totémico– hicieron reverdecer; y asimismo con la posibilidad de que estas Últimas palabras sean, en realidad, el “argumento definitivo” burroughsiano, del que todo lo demás deriva o donde todo confluye.
Estas páginas de Burroughs pueden ser leídas, entonces, como el epicentro o el prisma desde el que observar una vida entera. O como el grito final del que quizás haya sido el último indomable del siglo XX.
Últimas palabras
Por William Burroughs
Granica
Trad.: Luis Chitarroni
272 págs./$ 1750
En un artículo publicado hace pocos años, el notable ensayista norteamericano James Wood hablaba –en relación con la estructura de la novela, a la tensión entre los momentos y el conjunto– de ese privilegio atroz que nos otorga la muerte de alguien y que significa observar una vida en su totalidad. A la luz de Últimas palabras, estos diarios que William Burroughs (1914-1997) escribió durante sus últimos nueve meses en esta tierra, hay que decir que en su caso se trata de un privilegio violento, efervescente, repleto de iluminaciones y, sí, a la vez absolutamente agotador.
Asesino accidental, experimentador extremo de casi cualquier sustancia que le pusieran delante, Burroughs abandonó muy pronto la suntuosidad del egresado de Harvard de familia acomodada para convertirse en el más revulsivo e inclasificable de ese heterogéneo grupo al que se etiquetó como beatnik –mote que la mayoría detestaba– y al que por edad, en sintonía con su compadre Paul Bowles, ni siquiera terminaba de pertenecer. Pese a las muchas maneras en que coqueteó con los abismos, incluida su pasión por las armas de fuego, Burroughs sobrevivió a casi todos los beatniks, y desde fines de 1996 hasta agosto de 1997 –en la muy sobria casa situada en Lawrence, Kansas, en la que vivió sus últimos dieciséis años– tomó notas en estos cuadernos en los que parece querer dar una definitiva batalla contra el mundo. La última entrada, del miércoles 30 de julio, es decir tres días antes de su muerte, dice: “El analgésico más genuino que existe: el AMOR”. Pero nunca hay que dejarse engañar por la tentación efectista de los finales.
El amor de Burroughs está reservado para sus gatos, para sus amigos y acaso para la literatura, pero la mayor parte de estos diarios toma la forma de una diatriba, en particular contra los gobiernos y sus políticas criminales e hipócritas, poniendo constantemente en su mira a la dupla Reagan-Bush y su supuesta cruzada antidrogas.
La escritura es fragmentaria, sincopada, poética. Luis Chitarroni, traductor del libro, especula en el prólogo con “esa forma continua del verso” que es o debería ser la prosa y que tanto él como Jack Kerouac –el otro beatnik totémico– hicieron reverdecer; y asimismo con la posibilidad de que estas Últimas palabras sean, en realidad, el “argumento definitivo” burroughsiano, del que todo lo demás deriva o donde todo confluye.
Estas páginas de Burroughs pueden ser leídas, entonces, como el epicentro o el prisma desde el que observar una vida entera. O como el grito final del que quizás haya sido el último indomable del siglo XX.
Últimas palabras
Por William Burroughs
Granica
Trad.: Luis Chitarroni
272 págs./$ 1750
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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