Por lo visto hasta aquí, el año pinta difícil
En su fase final, el gobierno de Alberto Fernández se complica solo
Por Pablo Mendelevich
Un último año de mandato previo a la salida del poder podría ser algo más o menos común en una democracia normal. Pero la argentina, que se ufana de ser una democracia normal, en realidad no lo es.
Tenemos muy poca experiencia en gobiernos que transitan el último año de mandato, se van el día que deben irse y los sucede alguien de otro color político. Presumiblemente eso es lo que estamos transitando este 2023, si se le da crédito a la hipótesis de que en octubre ganará la oposición.
Por supuesto, tampoco existe certeza plena de que dentro de diez meses y dos semanas, casualmente el día que la democracia cumpla 40 años, Alberto Fernández completará, puntual, su mandato. Pero no se advierten indicios concretos de que la estabilidad esté en riesgo y haya que hablar del ex presidente Fernández antes de lo apropiado. Lo cual, en todo caso, no sería ninguna rareza: por pérdida del control de la economía, golpe de Estado, enfermedad o fallecimiento, prácticamente la mitad de los presidentes constitucionales (18 sobre 37) se vieron impedidos de completar sus mandatos.
La de Fernández es una fortaleza probada en el rodamiento de su propia ineficacia gracias al fracaso oficial de los tres primeros años en múltiples frentes y al deporte extremo de cohabitar con una vicepresidenta que lo acicatea, le cambia ministros, le maneja las cajas del Estado y le hace bullying, mientras él busca complacerla con ofrendas mucho más onerosas para el país que un anillo de diamantes: por ejemplo, el juicio a la Corte o la denuncia contra el propio país en Naciones Unidas por violar los derechos humanos.
El presidente tiene distintas opiniones sobre cada cosa, lo singular es que las tiene en un mismo día. Su gobierno, que se encuentra loteado en cada ministerio, en cada organismo del Estado, sigue reglas que van a contramano del sentido común en lo referido al manejo del poder. Nadie pierde el cargo por decir que lo que hacen en otro compartimiento es una bazofia. Tampoco por sabotearlo. Para perder un cargo el requisito es disgustar a la vicepresidenta.
Si con este blend de errores no forzados, management del laissez faire, falta de rumbo, contradicciones a la carta y oposición intrauterina Fernández no tambaleó, lo más probable es que ya ninguna piedra lo haga tropezar en el pedregoso camino al 10 de diciembre. Son poco más de 300 días.
Igual que De la Rua, Fernández perdió las elecciones intermedias, pero a él eso no le hizo una mella ni lejanamente parecida. Podría pensarse que el Presidente tuvo éxito con su disparatada idea de hacer un acto para celebrar la derrota (17 de noviembre de 2021: “Nunca olviden que el triunfo no es vencer sino nunca darse por vencidos”), pero no fue la negación oficial del resultado lo que desparramó la amnesia, sino una producción seriada de novedades estrambóticas con capacidad para superar a las del día anterior.
Las últimas horas son un buen ejemplo. Al desaguisado del juicio político el Gobierno le añadió la resurrección del proyecto que pretende multiplicar por tres el número de miembros de la Corte junto con la amenaza de imponerlo por decreto. Después sumó la defensa visceral del “más que invitado” dictador Nicolás Maduro (aunque éste luego se bajó del convite) y como a Fernández le pareció que todo eso era poco se le ocurrió sazonar con el diagnóstico de que la inflación es un fenómeno autoconstruido. Sólo faltó que dijera “¡argentinos, paren de una vez con la inflación, así no se puede gobernar, y recibamos a Maduro con un fuerte aplauso, que de él es más lo que nos gusta que lo que no nos gusta!”. Bueno, esto último lo dijo con palabras parecidas la vocera presidencial Gabriela Cerruti.
La realidad es que si delante de estos despropósitos la oposición pudo reaccionar con premura y negarse a tratar los proyectos de ley que el ministro Sergio Massa reclama, esto se debe al resultado de las elecciones que Fernández finge desconocer y que hicieron menguar el peso del oficialismo en ambas cámaras.
Experiencias de un último año de un gobierno sin continuidad (sea por reelección o afinidad partidaria del sucesor) sólo hay tres en la era moderna: la de Menem en 1999 (sucedido por De la Rua), la de Cristina Kirchner en 2015 (sucedida por Macri) y la de Macri en 2019 (sucedido por Alberto Fernández). Menem, Cristina Kirchner y Macri completaron en hora sus períodos (Menem y Cristina Kirchner, segundos mandatos) y les siguieron las alternancias. Antes de 1999 eso sólo había pasado en 1916, cuando Victorino de la Plaza le pasó el bastón de mando a Hipólito Yrigoyen.
¿Cuál es la importancia de este dato? Que si la experiencia de 2015 había sido mala, con una transición agria que desaguó en el boicot de Cristina Kirchner a la trasmisión del mando, la de este año se perfila todavía peor. Tal vez Fernández no falte al acto de entrega del poder como su mentora, pero a medida que el Gobierno se adentra en 2023 más lejos lleva la polarización y más insiste en describir a la oposición como un enemigo que ya destruyó al país.
El año pinta difícil. El Congreso y el Consejo de la Magistratura están fuera de servicio. La Justicia, sometida a los rebencazos, presiones y amenazas. Hay guerras para un lado y para otro entre propios y con los ajenos. “Mucho orden político” hace falta para recomponer la situación económica, le dijo el ministro Sergio Massa al Financial Times, el mismo día en que derrapó en la Celac y trató a Uruguay de “hermano menor”. En el Gobierno sólo falta que se sienten a discutir qué quiere decir orden.
Tenemos muy poca experiencia en gobiernos que transitan el último año de mandato, se van el día que deben irse y los sucede alguien de otro color político. Presumiblemente eso es lo que estamos transitando este 2023, si se le da crédito a la hipótesis de que en octubre ganará la oposición.
Por supuesto, tampoco existe certeza plena de que dentro de diez meses y dos semanas, casualmente el día que la democracia cumpla 40 años, Alberto Fernández completará, puntual, su mandato. Pero no se advierten indicios concretos de que la estabilidad esté en riesgo y haya que hablar del ex presidente Fernández antes de lo apropiado. Lo cual, en todo caso, no sería ninguna rareza: por pérdida del control de la economía, golpe de Estado, enfermedad o fallecimiento, prácticamente la mitad de los presidentes constitucionales (18 sobre 37) se vieron impedidos de completar sus mandatos.
La de Fernández es una fortaleza probada en el rodamiento de su propia ineficacia gracias al fracaso oficial de los tres primeros años en múltiples frentes y al deporte extremo de cohabitar con una vicepresidenta que lo acicatea, le cambia ministros, le maneja las cajas del Estado y le hace bullying, mientras él busca complacerla con ofrendas mucho más onerosas para el país que un anillo de diamantes: por ejemplo, el juicio a la Corte o la denuncia contra el propio país en Naciones Unidas por violar los derechos humanos.
El presidente tiene distintas opiniones sobre cada cosa, lo singular es que las tiene en un mismo día. Su gobierno, que se encuentra loteado en cada ministerio, en cada organismo del Estado, sigue reglas que van a contramano del sentido común en lo referido al manejo del poder. Nadie pierde el cargo por decir que lo que hacen en otro compartimiento es una bazofia. Tampoco por sabotearlo. Para perder un cargo el requisito es disgustar a la vicepresidenta.
Si con este blend de errores no forzados, management del laissez faire, falta de rumbo, contradicciones a la carta y oposición intrauterina Fernández no tambaleó, lo más probable es que ya ninguna piedra lo haga tropezar en el pedregoso camino al 10 de diciembre. Son poco más de 300 días.
Igual que De la Rua, Fernández perdió las elecciones intermedias, pero a él eso no le hizo una mella ni lejanamente parecida. Podría pensarse que el Presidente tuvo éxito con su disparatada idea de hacer un acto para celebrar la derrota (17 de noviembre de 2021: “Nunca olviden que el triunfo no es vencer sino nunca darse por vencidos”), pero no fue la negación oficial del resultado lo que desparramó la amnesia, sino una producción seriada de novedades estrambóticas con capacidad para superar a las del día anterior.
Las últimas horas son un buen ejemplo. Al desaguisado del juicio político el Gobierno le añadió la resurrección del proyecto que pretende multiplicar por tres el número de miembros de la Corte junto con la amenaza de imponerlo por decreto. Después sumó la defensa visceral del “más que invitado” dictador Nicolás Maduro (aunque éste luego se bajó del convite) y como a Fernández le pareció que todo eso era poco se le ocurrió sazonar con el diagnóstico de que la inflación es un fenómeno autoconstruido. Sólo faltó que dijera “¡argentinos, paren de una vez con la inflación, así no se puede gobernar, y recibamos a Maduro con un fuerte aplauso, que de él es más lo que nos gusta que lo que no nos gusta!”. Bueno, esto último lo dijo con palabras parecidas la vocera presidencial Gabriela Cerruti.
La realidad es que si delante de estos despropósitos la oposición pudo reaccionar con premura y negarse a tratar los proyectos de ley que el ministro Sergio Massa reclama, esto se debe al resultado de las elecciones que Fernández finge desconocer y que hicieron menguar el peso del oficialismo en ambas cámaras.
Experiencias de un último año de un gobierno sin continuidad (sea por reelección o afinidad partidaria del sucesor) sólo hay tres en la era moderna: la de Menem en 1999 (sucedido por De la Rua), la de Cristina Kirchner en 2015 (sucedida por Macri) y la de Macri en 2019 (sucedido por Alberto Fernández). Menem, Cristina Kirchner y Macri completaron en hora sus períodos (Menem y Cristina Kirchner, segundos mandatos) y les siguieron las alternancias. Antes de 1999 eso sólo había pasado en 1916, cuando Victorino de la Plaza le pasó el bastón de mando a Hipólito Yrigoyen.
¿Cuál es la importancia de este dato? Que si la experiencia de 2015 había sido mala, con una transición agria que desaguó en el boicot de Cristina Kirchner a la trasmisión del mando, la de este año se perfila todavía peor. Tal vez Fernández no falte al acto de entrega del poder como su mentora, pero a medida que el Gobierno se adentra en 2023 más lejos lleva la polarización y más insiste en describir a la oposición como un enemigo que ya destruyó al país.
El año pinta difícil. El Congreso y el Consejo de la Magistratura están fuera de servicio. La Justicia, sometida a los rebencazos, presiones y amenazas. Hay guerras para un lado y para otro entre propios y con los ajenos. “Mucho orden político” hace falta para recomponer la situación económica, le dijo el ministro Sergio Massa al Financial Times, el mismo día en que derrapó en la Celac y trató a Uruguay de “hermano menor”. En el Gobierno sólo falta que se sienten a discutir qué quiere decir orden.
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