jueves, 27 de abril de 2023

CULTURA CÍVICA Y PERMANECER EN LA DECADENCIA


El antídoto para el populismo
Félix V. Lonigro Profesor Derecho Constitucional (UBA); su último libro es Claves para la educación cívica de los argentinos

Cuando, el 12 de octubre de 1868, Sarmiento asumió la presidencia de la Nación, la Argentina tenía serios problemas por resolver: era indispensable impulsar el aumento poblacional (según el primer censo que él mismo mandó a hacer, en la Argentina había 1.877.490 habitantes, lo que representaba menos de uno por kilómetro cuadrado) y, además, había que fomentar la educación, porque en esa cantidad de habitantes había un setenta por ciento de analfabetismo. En función de estos datos, el primer objetivo de la presidencia del sanjuanino fue educar.
Pasaron desde entonces más de ciento cincuenta años y ambos problemas persisten. Desde lo poblacional, con alrededor de cuarenta y seis millones de habitantes, el país tiene una bajísima densidad, y una pésima distribución territorial. En efecto, los datos indican que hay aproximadamente quince habitantes por kilómetro cuadrado, que el cuarenta por ciento de la población se concentra en la provincia de Buenos Aires, y que la mitad de las provincias argentinas tienen menos de un millón de habitantes.
En materia educativa las cosas no parecieran andar mejor, ya que según datos del observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina, uno de cada cuatro jóvenes de entre 18 y 25 años no trabaja ni estudia. Pero si de lo que se trata es de evaluar el estado de la educación cívica en el país, los porcentajes de desconocimiento aumentan considerablemente en cualquier segmento poblacional.
La cultura es la capacidad que cada individuo tiene de formular juicios fundados de valor sobre determinadas cuestiones. Para eso, obviamente, se necesita estudio, investigación y conocimiento previo. A su vez, la palabra “cívica” deriva de civis (ciudad: lo que pertenece a ella). Si bien son muchas las cuestiones que pueden “pertenecer” a una ciudad, o a un país en general, se reserva la expresión “cultura cívica” para hacer referencia a la capacidad de conocer y formular juicios fundados de valor sobre la organización política de un país, el funcionamiento de sus instituciones, su régimen político y sobre el pasado y la historia de todas estas cuestiones.
Los pueblos cívicamente cultos conocen sus derechos, sus libertades y el origen de las mismas, y saben que, así como la rosas tienen sus espinas, los derechos tienen obligaciones como contrapartida; poseen un profundo sentido del control hacia quienes ejercen el poder político, no solo porque conocen los límites y las obligaciones que la Constitución les impone, sino porque, además, entienden que, si en el marco de la democracia debieron transferirles ese poder, no es porque les encanta que se restrinjan y limiten sus derechos, sino porque admiten que eso es indispensable y que no puede haber sociedades sin autoridad.
Los pueblos cívicamente instruidos no se enamoran de sus gobernantes, no se fanatizan con ellos, no los aplauden con facilidad. Los miran de reojo y, fundamentalmente, no se asustan ante las palabras “orden” y “autoridad”, porque las consideran propias de cualquier sistema estatal civilizado.
Los pueblos que poseen educación cívica entienden que la democracia no consiste solo en votar, sino también en convivir armoniosamente en sociedad, respetando las normas, los derechos y las libertades de terceros; porque a su vez comprenden que quienes deben conducir los destinos del país surgen y se forman en esa misma sociedad, y que por lo tanto, en democracia, los pueblos tienen a los gobernantes que se merecen y que se les parecen.
Es evidente que el populismo no prospera en una comunidad cívicamente culta, porque es un estilo de gobierno que, para su desarrollo, necesita pobres, ignorantes y fanáticos; y no hay mejor antídoto contra esos flagelos que la educación cívica.
En la época del presidente sanjuanino (1868-1874), había en la Argentina un setenta por ciento de analfabetismo; hoy, merced al régimen populista que nos asuela, hay un porcentaje parecido de incultura cívica. Se necesita pues, imperiosamente en esta materia, que aparezca un nuevo Sarmiento.

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Un lujo que no nos podemos permitir otra vez
Bernardo Saravia Frías
Una inflación anual del 104% es mucho más que un dato estadístico. Es un pedido desesperado contra políticas tóxicas. Habla de la falta de una élite preparada para la responsabilidad de gobernar. También indica que la democracia desprovista de eficacia se desvirtúa hacia una mascarada de arbitrariedad y corrupción.
Pero no solo interpela. Después de veinte años de un régimen esquizoide, plantea un límite, de esos que exigen giros copernicanos. Es el fin de un equilibrio de dependencias que logró sometimientos perversos y vergonzantes, a partir de beneficios secundarios, que fueron participaciones forzadas en empresas sin contraprestación, subsidios y sobreprecios. Muchos cedieron mucha moral para llegar adonde estamos, justificándose con patéticas conveniencias individuales.
Eso llegó a su fin. Se abre una bifurcación de posibles en la democracia argentina: entre la dialéctica y el nihilismo. Un camino propone cuestionando lo que hay, pero fundamentalmente desde el sistema. El otro es más drástico: el leitmotiv que atraviesa su plataforma es un “borrón y cuenta nueva institucional”. Es el camino que afirma su existencia desde la nada, una vía de escape engañosa a la disyuntiva entre populismo y democracia liberal.
Hasta acá, el plano de la retórica. El análisis se complejiza si se da un paso hacia el cómo, el que efectiviza las ideas. Los dos caminos coinciden en el concepto central de reforma. Ambos acuerdan en que lo que está está mal. La diferencia radica en el objeto. Tomemos el desafío de la inflación como ejemplo. Uno propugna la eliminación de la moneda y de la entidad de control monetaria. Fuera peso y banco central; la nada institucional como respuesta. El otro plantea el proceso de manual para su baja, a través de la reducción del déficit y el aumento de la productividad.
En este punto de divergencias, toca encuadrar la diferencia y preguntarse qué es lo que hay que reformar. Porque, como bien distinguía ortega y Gasset, están los defectos de la sociedad y están los del Estado. Y el orden de los factores en esta ecuación sí altera el producto. Corregir los defectos del Estado no necesariamente sana los de la sociedad; sí lo contrario.
Es necesario partir de una premisa elemental: no hay evolución posible desde una insinceridad constitutiva. Puede ser acertado negar todo, pero la negación sin nada más no abre un camino auténtico y menos posible. Es propio de la tilinguería, no de la política seria, entregarse a actitudes no definitivas que se pueden abandonar cualquier día como si fueran un disfraz. Una indecencia intelectual, eso de tener fe en la magia del abismo.
Las grandes transformaciones políticas modernas han brotado siempre con la esperanza puesta en determinadas instituciones, desde la seguridad jurídica y el Estado de Derecho como fundamento para las políticas que propiciaban. Lo opuesto es puro decisionismo, una fórmula de desesperación, con antecedentes tristes en el fascismo y sus versiones populistas telúricas. Empezar de cero para ir a ningún lado. Un lujo que no nos podemos permitir otra vez: permanecer en el vector de la decadencia y la mentira.

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