jueves, 20 de septiembre de 2018
Y TAN CIERTO....
El papel fundamental del periodismo en la lucha contra la corrupción
Pablo Mendelevich
¿Cuánto se sabría del sistema de sobornos que saqueó la Argentina sin las investigaciones periodísticas? Probablemente muy poco
Si se quisiera determinar la importancia que tuvo el periodismo de investigación para que salga a la luz el ciclópeo sistema de corrupción sobre el que está avanzando la Justicia bastaría una pregunta: ¿cuánto se sabría hoy sin las investigaciones periodísticas? No fue la Justicia de oficio -mucho menos fueron los organismos de administración ni los de control del Estado- quien corrió el velo de las coimas multimillonarias recolectadas en bolsos. La Justicia se despertó enérgica por la presión de la sociedad escandalizada cuando los hechos fueron revelados por la prensa que, con disciplina y sigilo, se dedicó a investigar.
Sometidos a mil incidentes tribunalicios, chicanas abogadiles, dilaciones, recusaciones y a la exasperante intermitencia en la que jueces y fiscales federales se estremecen y se duermen según el viento político, muchos expedientes de la corrupción engordaron en los estantes de los tribunales como los pollos que acaban robustos en el matadero. Es curioso que esa onerosa maquinaria que es la Justicia (en el Poder Judicial de la Nación trabajan cerca de 50.000 personas) solo haya salido de la modorra al ser zamarreada por los hallazgos de un puñado de investigadores independientes, periodistas más dotados de profesionalismo, idoneidad, determinación, olfato y sentido común que de permisos especiales para traspasar paredes, incautar pruebas, detener personas o hacer comparecer a testigos y a sospechosos.
Con el detalle cinematográfico de la plata que se pesaba como si realmente los ladrones -como reza el dicho popular- se la hubieran llevado con pala, el trabajo que hizo en televisión Jorge Lanata engendró el primer arrepentido por corrupción: Leonardo Fariña. Debut que a su vez permitió estrenar, contra las tradiciones argentinas, pabellones carcelarios enteros para presos ilustres por causas de corrupción.
La impecable investigación de Diego Cabot vino entonces a corroborar las peores pesadillas en torno de los Kirchner y su década ganada. Del protagonismo, en definitiva, que tuvieron el dinero en efectivo y la obscena marroquinería acopiada sobre las alfombras oficiales más solemnes. Es cierto que no destelló en el casting de esta serie de realismo ficcionado un juez impecable. Tocó un Claudio Bonadio algo menos épico que Sergio Moro, el precursor regional del método de la delación premiada. Ya mucho se dijo sobre los parecidos y las diferencias del "cuadernosgate" con el Lava Jato. Pero véase que el propio nombre del "cuadernosgate", tan repetido por estos días, no homenajea al precedente judicial brasileño, remite al Watergate, cumbre del género de la investigación periodística.
El caso Watergate desencadenó la única caída de un presidente de los Estados Unidos, el de aquel momento, mientras que nuestro servicio regular de recolección de coimas en remise atañe a los dos presidentes anteriores (a la sazón marido y mujer) y a varios de los más grandes empresarios del país (a los que el credo kirchnerista solía describir como poder auténtico). Una gran diferencia, en todo caso, no es de orden periodístico, sino institucional. Allá, tras la perseverancia de The Washington Post, el Senado armó un comité investigador que hizo comparecer a medio mundo y entre otras cosas descubrió y reclamó con relativo éxito, Corte Suprema mediante, las famosas cintas de la Casa Blanca. Nuestro Senado también ingresó en la trama, pero se dedicó a guarecer a la principal sospechosa.
Bob Woodward y Carl Bernstein enseñaron que cuando se encara una investigación periodística el objetivo es la verdad. Se trata de ventilar conductas ilegales de trascendencia sin cálculos mundanos. El periodismo profesional no tiene objetivos políticos, busca la verdad periodística, más fluida y menos esquiva que la alambicada verdad judicial. Es evidente que para muchas personas comunes aquella verdad resulta más confiable, como lo confirma la entrega de los cuadernos de Oscar Centeno a un periodista en vez de a un fiscal o un juez.
Actitud tan ética como eficaz, Cabot no se puso a competir con la Justicia, compartió con ella la prueba basal del delito antes de publicar nada y así también salvó el caso. Luego apareció servicial, volcánica, la figura del arrepentido del rubro corrupción, categoría grandes empresarios y funcionarios K, sobre la base de la delación encuadernada a cargo de quien devendría el remisero más famoso de todos los tiempos. El "cuadernosgate" hoy promete expandirse hacia los bancos, la energía, los laboratorios, mientras el kirchnerismo se concentra en el estudio de la cuidada caligrafía del denunciante original: le produce desconfianza. Es más o menos como cuando en 1972 la Casa Blanca pretendía que todo el Watergate era una fantasía del Post, porque no sonaba razonable que a Nixon, teniendo la reelección asegurada, se le hubiera ocurrido hacerle espionaje al Partido Demócrata.
En 2001 Carlos Menem fue preso como consecuencia de la causa del contrabando de armas a Croacia y Ecuador, que se basó en la investigación periodística de Daniel Santoro publicada en Clarín. Traspié que no le impidió a Menem resultar el candidato más votado en las siguientes elecciones presidenciales. Pese a su musculatura saludable, es discutible que todas las investigaciones periodísticas de los años noventa, cuando el género alcanzó su mayor desarrollo e incluso saltó de la prensa gráfica a la televisión, hayan servido para mejorar la democracia. Las de la corrupción menemista (desde el Swiftgate y el Yomagate hasta Yabrán) no tuvieron, se ve, un efecto reparatorio. Con el siguiente gobierno peronista, aunque parecía difícil, las cosas empeoraron.
En tiempos de De la Rúa otra gran investigación periodística, la de las coimas del Senado (originada en información de Joaquín Morales Solá acabó desmentida por la Justicia, porque oficialmente no se le creyó al arrepentido Mario Pontaquarto.
Importantes investigaciones periodísticas de los noventa, como el best seller Robo para la corona, de Horacio Verbitsky, basadas en la escuela de Rodolfo Walsh, que en general busca la verdad periodística pero con un interés político superior por corroborar las certezas del propio encuadre ideológico, no tuvieron continuidad. O bien se aplicaron solo sobre rivales partidarios. El kirchnerismo fagocitó aquella corriente ideologizada (de la que nació el llamado periodismo militante). Una vez alineados sus mejores exponentes, ya no encontraron nada irregular dentro de la república matrimonial que mereciera investigarse.
Más aún, entre los enemigos descriptos en forma rutinaria por el matrimonio estaban los periodistas de investigación, aludidos con burlas desde las cadenas nacionales; eran una parte especialmente despreciable de los llamados medios hegemónicos. La profanación del género llegó de la mano del kirchnerismo cuando mediante noticias falsas se intentó presentar el caso Maldonado como una desaparición dispuesta por Macri.
Y, también hay que decirlo, otra investigación periodística, esta vez genuina, si bien publicada en un sitio de propaganda kirchnerista, reveló las irregularidades en el financiamiento de las campañas bonaerenses del oficialismo. A ese trabajo también le cabe la pregunta retórica: cuánto se sabría hoy del tema de no haber existido la investigación periodística.
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