La noche anterior una lluvia de verano con granizo limpió el pesado aire estival; al día siguiente una gran brisa fresca abrazaba la ciudad. Con Ámbar caminamos extensamente por el Quai, franqueamos los pórticos del Louvre hasta el palacio que fue construido inicialmente por el cardenal Richelieu.
El fósforo hizo un chispazo impetuoso de alegría fulminante; la llama suavemente encendió mi cigarro. Estiré mis piernas y las apoyé sobre el borde de la fuente. Estábamos sentados en el parque interno del Palais Royal, a la sombra de los árboles de tilo que forman extensas avenidas, que se dan a la fuga frente a la fuente. Sentí desahogo. El chispazo de un fósforo es, para mí, un recordatorio de la alegría, un símbolo de libertad. Quizás el más bello rasgo humano sea poder elegir, discernir. Sabiendo que de muy diferentes maneras muchos no gozan de aquel hermoso y digno gesto que es la libertad, un privilegio dado no solo por la democracia sino también por la educación, el sustento y la seguridad.
Ella es el hospedaje del alma que vive flameante entre cortinados de hilo transparentes ofrecidos a las brisas en una casa sin puertas, ventanas o paredes. Una ilusión áurea que debemos abrazar y dejar partir siempre. No nos pertenece, apenas nos visita una y otra vez. Ella nos otorga nuevos y libres caminos que indefectiblemente con lento andar nos llevan a un nuevo encierro, ya que la rutina y metodología de sumar pasos para construir, nos deja luego de años enclaustrados. La libertad inevitablemente nos deja presos de deber.
Rediseñar mi vida a partir de un impulso nuevo ha sido lo más recurrente en la sucesión de días y años desde mi temprana niñez, una voluntad innata a cambiar.
El sometimiento de las rutinas impuestas por los compromisos civiles socava el vuelo hacia lo posible, la frágil soga que nos mantiene atados a aquellos pactos, con el correr del tiempo, se convierten en cadenas que suspiro a suspiro van tomando nuestra libertad.
He sido tenaz, casi obcecado con mis sueños, a los que espero cada mañana cuando me despierto debajo de una enorme glorieta de optimismo y un raudal de paciencia, a sabiendas de que cada pequeño gesto que los afirma, cuida de mi inercia para poder llegar a ellos, como cuando subo resollando una montaña con mi mochila, paso a paso, haciéndole el amor a cada sendero con la ilusión de un destino nuevo.
París conjuga extensamente aquel símbolo de libertad con su trazado de flores imaginarias que parecen nutrirse en sus siglos de creatividad entre palabras, pinceles, espadas, monumentos, calles y sus eclécticos puentes sobre el Sena que expresan la misma diversidad cultural que los forjó. Esta ciudad bautizó mi perseverancia enseñándome que la espera otorga esperanza a vencedor y vencido.
A nuestro regreso caminamos en el atardecer hasta el Marché des enfants rouge, en Le Marais, un recatado, pequeño, simple palacio de sabores casi
intelectuales.
Al llegar a casa todas las ventanas estaban abiertas -la última luz sobre el Louvre lo pintaba de un misterio azulado-.
Allí, dentro de mi canasta de cuero, fui cargando unos puñados de pequeñas papas Ratte, un pan de manteca de Bretaña, cabezas de ajos firmes, un atado de cebollín, dos escalonias muy rojas y dos kilos de enormes mejillones azules con un manojo de perejil.
Al llegar a casa todas las ventanas estaban abiertas -la última luz sobre el Louvre lo pintaba de un misterio azulado-.
Recordé sus escalones gastados mientras preparaba para los mejillones un caldillo con vino blanco y abundante ajo y perejil. Las papas las herví con cascara, las aplasté con el dedo gordo y las puse en una sartén con manteca, escalonias picadas y el cebollín. Los mejillones se cocinaron rápidamente y los disfrutamos en el silencio fresco de esta ciudad que me hizo nacer una y otra vez con generosidad y rigor.
F. M.
F. M.
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