martes, 18 de septiembre de 2018

HISTORIAS PARA RECORDAR,

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Las papas Anna son, quizá, mi receta preferida con este tubérculo andino que esparció su delicadeza y gloria por el planeta.
Como tantas otras veces, bajé la larga escalera de dos tramos hasta la planta baja. El fuego estaba prendido y, mientras pensaba en las últimas películas que había visto, me até la corbata negra delante del viejo y gigante espejo, mis dedos se movían grácilmente, lo podían hacer con los ojos cerrados, recordando a Burt Lancaster en Grupo de familia, de Visconti. Al terminar de atarla, pegué un suave tirón hacia abajo para apretar el nudo y quedó como siempre: un triángulo imperfecto truncado, un poco caído de costado, como boina de paisano.
La camisa tenía el cuello y los puños raídos, menguados, ajados de roce y años, pero bajo mis ojos aquellas marcas contenían una belleza innata, sustancial. Eran, acaso, símbolo y homenaje a mi respeto por el rigor del tiempo sobre el algodón egipcio y por los hermosos y colmados años pasados.
La ropa parecía añejarse conmigo, pero ella con una dignidad prístina que me superaba en aforo y estima, ya que al envejecer sin mi erosión moral albergaba un aura diáfana, más pura que mi pureza en los mejores días.
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En el reflejo del espejo podía ver los leones de bronce, los botellones soplados de Turquía y un vidrio opalescente de Lalique. Sonaba Stan Getz en una extensa colección de composiciones que, para mí, aunaban levedad y erudición, la más perfecta oposición de ímpetu con tonos de razón, contenido y cariño.
Desde la mañana la casa estaba llena de calas, y al recorrerla pensé que idealmente podía quedarme solo con ellas, no necesitaba invitados; escribiendo por horas, tomando un Negroni y fumando un puro. Soy un poco hosco, adusto y esquivo cuando las conversaciones vaporosas, insustanciales, me acechan; quedo preso de tedio y levedad.
Fui instruido por los días y las noches, mi maestro el deseo, mi celador la libertad, mi voz la lluvia, mis pasos la paciencia, mis manos la docilidad del agrado inmiscuidas con lascivia de adoración en los amaneceres de cada día.
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Pero era de noche y las pesadas cortinas de terciopelo que me habían cobijado durante décadas contenían una esplendidez fausta, tenían una presencia gallarda que, en conjunto con su métrica de repeticiones de ventana en ventana, daban una perspectiva de fuga que me abrazaba con aliento de dominio. Me acerqué a una de ellas, metiendo mi cabeza entre el terciopelo para mirar afuera. Llovía, Buenos Aires estaba fría y las gotas de agua corrían por el vidrio acariciándolo como si fueran amantes.
La Boca de noche es un páramo; no bien oscurece, se convierte en tierra de nadie: por miedo, la gente camina por el medio de las calles buscando refugio en el silencio inagotable y yermo del barrio, pero allí adentro, entre el reflejo magnífico de cuadros, fuego y cortinas, yo parecía estar protegido de bandidos y demonios.
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Pasé por la cocina para pintar por última vez con manteca clarificada las papas Anna, que ya estaban muy doradas por fuera y cremosas por dentro. Ellas tomaron su nombre de una famosa cortesana de París, Anna Deslions, del segundo imperio. La receta, creada en su honor por el chef Adolphe Dugléré, del Café Anglaise, es voluptuosa y se funde en la boca al comerla con el contraste de lo crocante de los bordes y su corazón, que mantiene cremosidad untuosa dada por su larga cocción.
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Mis invitados fueron llegando y cada vez que abría la barra de hierro que protege la puerta principal, además de las tres llaves que salvaguardan mi salón, me sentía como en la Edad Media, regido por el abrupto desamparo boquense en la fría noche del Riachuelo: Casa de Quinquela, Proa, Caminito y la magnífica Bombonera del corazón

F. M.

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