martes, 25 de septiembre de 2018

EDUARDO FIDANZA,


Crisis y destino de nuestra democracia
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Eduardo Fidanza
Acaso el sentimiento de muchos argentinos ante el ajuste económico y la corrupción estructural pueda expresarse con una línea de Los poemas de oficina, de Mario Benedetti: "Quién me iba a decir que el destino era esto", a la que el poeta agregó después: "Aquí no hay cielo, / Aquí no hay horizonte". Estas palabras evocan la frustración ante el incumplimiento de expectativas vitales. Son un testimonio de la pérdida de esperanzas que provoca desilusión y escepticismo. En términos de la ciencia política implican un daño severo a dos pilares del régimen de gobierno: la legitimidad de las autoridades y su capacidad de representación. Si se abandona el maniqueísmo, podrá apreciarse la tragedia: los cuadernos y la recesión superan las facciones, son una herida inferida a la democracia y su promesa de justicia y bienestar. El destino era este: corrupción y estancamiento, no aquel que imaginó Alfonsín. La conclusión es demoledora y pone en cuestión el sistema: con la democracia no se come ni se educa, con la democracia se roba.
Aceptar que la deshonestidad política y la insuficiencia económica son fenómenos sistémicos e históricos que desnaturalizan la democracia es una invitación para mirar un poco más allá de la voracidad primitiva y autoritaria de los Kirchner. Se constatará entonces que ellos no inventaron la corrupción y el déficit fiscal, o las coimas y la inflación. El matrimonio que gobernó doce años solo perfeccionó y extendió el delito público y la gestión económica irresponsable. Los convirtieron en una hipérbole, no los concibieron. Desde el principio de la década del noventa, palabras como soborno, coima, blindaje o default adquirieron relevancia en la crónica periodística del poder, abarcando gobiernos de distinta orientación. Casos resonantes de conductas impropias salpicaron a las administraciones de Menem y la Alianza, continuaron con los Kirchner y siguen vigentes aún hoy, echando sombras sobre la rectitud de Cambiemos. Lo mismo ocurre con la mala praxis económica. Más allá de las intenciones, ella equipara a Sturzenegger con Kicillof y a ambos con Cavallo, el creador de una moneda sacralizada de final trágico.
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¿Qué le ha ocurrido a nuestra democracia para llegar a una situación que contradice sus ideales originales? ¿Cuál es el destino que le aguarda después de esta crisis? Dicho con las palabras del politólogo Hugo Quiroga en su libro La democracia que no fue: "¿Cómo redefinir la democracia si aceptamos la premisa de la degradación imperante?". Se ofrecerán aquí apenas tres pistas que pueden ayudar a entender la naturaleza del problema. La primera cuestión es la relación irresuelta entre democracia y Estado de Derecho. Notorios casos muestran cómo en la actualidad el vector democrático del sistema, sustentado en las mayorías electorales y legislativas, puede llevarse por delante el Estado de Derecho, debilitando la división de poderes y el respeto a las minorías. Ese es el fundamento de la razón populista y la democracia delegativa, que ensombrecen la política mundial.
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 Según esta lógica importa más plebiscitar al líder que respetar las instituciones. Néstor Kirchner lo sabía cuando gritaba en privado: "¡La democracia es para la gilada!".
El segundo punto remite a la colonización del Estado por intereses particulares. Sobre esta patología escribió Luis Alberto Romero un certero diagnóstico histórico: "La experiencia argentina muestra un Estado que tempranamente quedó a la zaga de los intereses corporativos, que lo capturaron y lo convirtieron en el espacio de su puja por la distribución. A la larga, resultó un Estado desarticulado en su núcleo esencial -de control y normatividad- y convertido en botín de distintos grupos prebendarios. Con la democracia no se hizo nada para modificar este proceso que, por el contrario, se profundizó". El llamado "club de la obra pública" es un paradigma de esa degeneración. Atravesó todos los gobiernos y todas las ideologías. Ninguna elite está libre de él, por eso cuesta tanto tirarle la primera piedra y desmontarlo.
Por último, debe señalarse la inexistencia de acuerdo intelectual para doblegar la inflación, el padecimiento que carcome a la Argentina. El debate entre estructuralistas y monetaristas se perpetúa dando lugar a políticas contradictorias que habilitan el fatídico ciclo de ilusión y desencanto. Pero no hay que confundirse, la ausencia de consenso sobre la inflación antes que un capricho de economistas es el síntoma de una impotencia esencial: la falta de voluntad e incentivos para alcanzar convenios duraderos entre los actores políticos y económicos.
Quizá la crisis y el destino de la democracia argentina se cifren en la resolución de estos problemas y de otros concomitantes. Encararlos de una vez constituye una gran oportunidad para las elites, que necesitan adecentarse y recuperar el prestigio ante una sociedad decepcionada. Si no lo hacen condenarán al país a una democracia sin cielo y sin horizonte, que puede ser la condición de una nueva aventura autoritaria.

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