jueves, 20 de septiembre de 2018
ARTE, SENTIMIENTOS Y ALGORITMOS
Hace pocos días, en el ciclo Conversaciones , el compositor Oscar Strasnoy observó que el mundo será invadido por robots, que harán nuestros trabajos (el suyo y el mío) y que la manera de ganarles era salir del principio de la ratio y explotar la irracionalidad. El ejemplo es que el ajedrecista Garry Kasparov le ganó en su momento a la computadora Deep Blue saliéndose de lo previsible, y lo previsible es lo racional. Toda la crítica del mundo moderno (empezando por la más radical de todas, la del filósofo Theodor W. Adorno) se dirige contra la razón. La irracionalidad, insiste Strasnoy, es lo "no medida".
Volví a pensar en esa presunción de Strasnoy cuando leí una noticia en la BBC según la cual Spotify habría acertado con un algoritmo que "cuantifica" la carga de tristeza en la música. Dicen los innominados investigadores de la plataforma, que usan la dudosa (y psicologista) palabra "valencia": "Las pistas con alta valencia suenan más positivas (por ejemplo, alegre, eufórica), mientras que las pistas con baja valencia suenan más negativas (por ejemplo, triste, deprimido, enojado)". No estoy en condiciones de refutar el algoritmo de Spotify (ni ningún otro algoritmo de nadie), pero sí de encontrar un aire de familia. Son como las respuestas automáticas que propone Gmail ("Jajajaj", "¡Genial!"), rasgos de estilo, recurrencias humanas que se vuelven inhumanas a fuerza de su automatización. Naturalmente, el experimento de Spotify se limita a la música pop (la tecnología tiene una alianza de hierro con la revuelta de cartón pop/rock porque son mutuamente funcionales y una se aprovecha de la otra).
La idea de Strasnoy de que la ratio computarizada podría terminar dominando la composición tiene como correlato la racionalización de la recepción. Pero vayamos más atrás, ¿qué es lo "triste" y qué es lo "alegre" en la música? Nada, absolutamente, nada. ¿Cómo? Muy simple, no hay nada en ninguna música que sea triste o alegre. Si esto ocurre, es por una superstición o por convenciones. El mayor crítico musical de la segunda mitad del siglo XIX, Eduard Hanslick, combatió resueltamente esta estética de los sentimientos, y, más cerca en el tiempo, Igor Stravinski dejó en claro que la música no puede expresar nada. Hace falta aquí una aclaración: no es que la música no exprese, sino que aquello que expresa no puede reducirse a un catálogo razonado de adjetivos.
El maestro Daniel Barenboim acertó con la mejor formulación posible: cualquier cosa que digamos de la música dice más de nuestra reacción ante la música que de la música misma. Así es: lo que en otras artes (la pintura, la literatura) es descripción, en la música es ya metáfora. Metáfora o malentendido sentimental. No es que la metáfora no esté permitida. Los críticos musicales no tenemos otro recurso retórico, pero con la condición (y bajo nuestra propia cuenta y riesgo) de que la metáfora no está en la música. La música no miente, pero para que diga algo tenemos que mentir nosotros. Todo esto queda fuera del linde del algoritmo de Spotify.
Además, para colmo, está la memoria: cuándo, cómo y en qué circunstancias escuchamos una sonata de Schubert, un quinteto de Mozart o un ciclo de canciones de Robert Schumann. A propósito de Schumann, hay una canción del ciclo Amor de poetaque refuta para siempre los cálculos de la plataforma digital. Es "Hör' ich das Liedchen klingen" (Escucho la cancioncita), que, como el ciclo entero, parte del Cancionero de Heinrich Heine. ¿Qué pasa en esa canción? El poema lo hace evidente: "Escucho el sonido de la cancioncita / que mi amada cantaba antes. / Me estalla el pecho / de dolor salvaje". La canción que cantaba la amada no era inicialmente triste para el enamorado, pero cambió de signo más tarde. La pieza de Schumann se pliega al desencanto. Por suerte, los cálculos no consiguieron todavía anular la experiencia estética, que insiste en presentarse como disolvente e indócil.
P. G.
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