domingo, 18 de noviembre de 2018
LA PÁGINA DE ALBERTO MEDINA MÉNDEZ,
Palpitando el año electoral.
A muy pocos meses de iniciarse una maratón de comicios en municipios y provincias, que culminará con la elección presidencial, buena parte del país vibra al ritmo de la política, ya no por un genuino interés cívico sino porque es vital superar esta incómoda coyuntura.
Desde hace décadas que la tradición política doméstica afirma que en los años pares los dirigentes se dedican, fundamentalmente, a gestionar y en los impares se ocupan, esencialmente, de dar las batallas electorales.
Claro que es una simplificación, tal vez algo exagerada, pero sustentada en aquello de que es incorrecto concentrase en candidaturas cuando la sociedad está reclamando acciones específicas y soluciones visibles.
El proclamado federalismo, aun vigente en ciertas normas, permite que los distritos puedan establecer independientemente sus pautas, por lo que casi todas las provincias están habilitadas a fijar sus propios turnos electorales.
Algunas inclusive no solo tienen la potestad de desdoblar sus eventuales fechas respecto de la elección nacional, sino que están obligadas, constitucionalmente, a hacerlo así, para evitar confundir a los votantes.
En un país maduro, en general, en el mundo desarrollado, una elección es un hito casi administrativo, un hecho meramente institucional, aunque trascendente, pero jamás determinante para el porvenir de los ciudadanos.
Las naciones sanas, aquellas cuyas democracias ayudan a encarar problemas de un modo civilizado con el fin de lograr una vida en comunidad armoniosa, viven los comicios con naturalidad y sin tantas tensiones.
En ciertos lugares, la inmensa mayoría de quienes allí residen, ni siquiera toman nota de esa circunstancia, ya que la participación republicana tiene múltiples etapas y no solo consiste en ir a depositar el sufragio en las urnas.
Uno de los tantos síntomas de subdesarrollo que describen con crueldad y precisión lo que pasa en estas latitudes, es justamente esta sensación de estar totalmente pendientes de lo que pueda suceder en las elecciones.
Esto tiene que ver, principalmente, con ese desmesurado péndulo que algunos analistas utilizan para ilustrar el funcionamiento del débil entramado político que rige en este país desde hace muchos años.
Las oscilaciones que tanto horrorizan a los observadores no son necesariamente ideológicas, ni de principios o estrategias, sino en todo caso de formas, de un estilo para hacer las cosas, ya que finalmente parece que todos han decidido mantener indemnes los pilares de este ineficaz sistema.
Existen ciertos rasgos fundacionales en la clase política local. El que triunfa en una elección imagina que debe empezar todo de nuevo, que lo anterior debe ser enterrado y que la nación da a luz con su llegada al poder.
Esa peculiar dinámica muestra que los ganadores siempre se ven a si mismos como iluminados y suponen que su fabulosa impronta establecerá un antes y un después en la historia. Una enorme vanidad y una soberbia sin limites, sobrevuela en sus entornos que comparten idéntica visión.
Esta vez la realidad pone condimentos especiales y casi dramáticos. Un año par signado por una crisis económica, y hasta política, de gran escala incrementa las preocupaciones y sesga todo el debate que se viene.
Recesión, inflación, endeudamiento y alta presión tributaria ya son parte del paisaje, ese que se complementa con corrupción, desilusión y un manto de escepticismo crónico difícil de ser dominado en el cortísimo plazo.
En ese escenario, marcado por una larga nómina de asuntos complejos por resolver y de desafíos inmediatos a abordar, los argentinos ingresan pronto a un año eminentemente electoral, donde todo girará alrededor de esos comicios que serán un nuevo comienzo para las expectativas de casi todos.
La gente precisa salir de este intrincado laberinto de la forma mas ordenada y con el menor impacto negativo posible. Todos saben que esa no será una tarea sencilla, pero tampoco existen variantes inteligentes para evitarlo.
Los atajos institucionales no han sido el camino óptimo. Los experimentos de ese tipo, en el pasado reciente, no fueron exitosos y entonces va siendo tiempo de armarse de paciencia y soportar con calma las turbulencias.
Se define demasiado en el año electoral que se aproxima. A diferencia de lo que muchos sostienen, no solo habrá chance de seleccionar a los hombres y mujeres que ocuparán ciertas funciones, sino también de definir rumbos.
Las sociedades a veces aprenden las lecciones para luego progresar, mientras en otras tantas ocasiones solo repiten sus cíclicos errores hasta el cansancio sin poder salir nunca de su patética encrucijada.
Los mas insensatos prefieren creer que solo es una especie de maleficio, como si las decisiones propias no tuvieran consecuencias. Es una manera piadosa de no asumir que rol se ha tenido en todo lo ocurrido hasta aquí.
El dilema que se presenta ahora ya no es entre un candidato y su oponente. Tampoco es entre buenos y malos, como si se tratara de una caricatura infantil. Seria burdo y hasta imprudente dejarse llevar por ese planteo.
Poco importa todo lo transcurrido si no se ha logrado aprender como para no persistir en los desaciertos. Llorar sobre la leche derramada no parece lo mas sensato. Por eso es imperioso mirar hacia el futuro y tomar determinaciones que contribuyan a superar definitivamente el pasado.
Lo que se debe discutir en estas instancias cruciales es el camino por recorrer de aquí en mas. Eso implica lograr en conjunto todos los consensos básicos en temas centrales y empezar a transitar con generosa paciencia y robusta convicción, ese trabajoso sendero hacia un porvenir mejor.
Alberto Medina Méndez
amedinamendez@gmail.com
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Twitter: @amedinamendez
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