La penetración de la tecnología en nuestra forma de comportarnos y en las relaciones que se entablan con los otros es apabullante, porque las personas hoy prefieren expresarse por mensajes en sus variadas formas que a hablar.
El poder de la tecnología es tal que potencia la tendencia a la soledad que se halla presente en todos los seres humanos, que nos aísla y permite que la construcción de muros hacia los otros, supuestamente para protegernos del sufrimiento de estar con los otros. Las personas que están más penetradas por esta tendencia han perdido gran parte de su capacidad para comunicarse oralmente con otros seres humanos.
Conversar, permite en teoría, que las personas se encuentren en condiciones de poder verbalizar sus sentimientos, al tiempo que se desarrolla confianza y se incrementa la autoestima, pero su práctica puede también incrementar la capacidad de empatía hacia los otros y otras, algo que la tecnología no puede, ni podrá hacer al menos durante mucho tiempo; porque su comunicación es aséptica y no permite hacer nada de lo antes planteado.
La tecnología nos modifica y nos cambia interiormente, con ello las relaciones humanas se tornan menos comprometidas y carentes de sentimientos.
De modo que la tecnología nos evita el problema de tener que poner algo de nosotros para sintonizar con el otro, la avalancha de datos que nos impone la comunicación digital enturbia el silencio, al reclamarnos atención y tiempo.
La cultura tecnológica se funda en el atropello de la palabra, por la acción de la imagen, una condición que nos acorrala por la velocidad del consumo deteriorando la palabra.
La política no es ajena a esta tendencia, sino que está inmersa en ella, la palabra no es la construcción de un espacio para la conversación y el debate, sino que ha mutado hacia una verdad de Fe, de la cual un sector de la policía se siente que este porta estandarte de esa condición, un aspecto que se desarrolla sin condiciones, ni atenuantes. Siempre en desmedro de los otros.
De modo que la tecnología nos evita el problema de tener que poner algo de nosotros para sintonizar con el otro, la avalancha de datos que nos impone la comunicación digital enturbia el silencio, al reclamarnos atención y tiempo.
La cultura tecnológica se funda en el atropello de la palabra, por la acción de la imagen, una condición que nos acorrala por la velocidad del consumo deteriorando la palabra.
La política no es ajena a esta tendencia, sino que está inmersa en ella, la palabra no es la construcción de un espacio para la conversación y el debate, sino que ha mutado hacia una verdad de Fe, de la cual un sector de la policía se siente que este porta estandarte de esa condición, un aspecto que se desarrolla sin condiciones, ni atenuantes. Siempre en desmedro de los otros.
La tecnología nos hace olvidar lo que sabemos de la vida, nos impone una nueva forma de relativismo cultural, que evita que podamos comprender que en el otro también puede existir algo de verdad. Es posible que un tiempo futuro entendamos que conversar no es una práctica delirante, que no somos homogéneos, que somos singulares, que la palabra es un núcleo central de nuestra existencia en familia y en sociedad.
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