La historia secreta de un libro silenciado y maldito
Jorge Fernández Díaz dio inicio a Pensándolo bien leyendo un fragmento de El hombre que se inventó a sí mismo, un libro propio que indaga en la trastienda de los oscuros vínculos entre periodismo y política.
“Varios periodistas, que son amigos, leyeron esas fotocopias y me dijeron que era la historia de un trepador, una biografía infame que me destrozaba –dijo con dureza–. Mis abogados me recomendaron que no le hiciera juicio, pero si usted no elimina estos párrafos igual voy a llevarlo a tribunales.”
Un asistente me mostró la página marcada con resaltador. Bajé la vista y vi que se trataba de una anécdota menor, un detalle social que incluso lo mostraba como un hombre generoso con sus empleados. Yo estaba tan sorprendido que solo atiné a decir: “No se preocupe, eso no tiene ninguna importancia”.
–Si no tiene ninguna importancia, córtelo o va a tener un problema muy grande conmigo -replicó, casi en un grito.
Era un día soleado, pero el río revelaba un fondo de bruma, como si se estuviera amasando una tormenta negra. Estábamos sentados en el comedor de su casa de Martínez, y el clima interno se había enrarecido por treinta días de nervioso silencio.
Tal como le había prometido, no bien puse el punto final de esta crónica le envié una copia del original. El tremendo esfuerzo que llevó escribirla me enfermó de paperas, y estuve fuera de combate unos días; luego me tomé unas semanas en Mar del Plata para reponer fuerzas.
Luis Majul, que me había presentado a Bernardo Neustadt y oficiaba por entonces como astuto editor externo de Sudamericana, me llamó en medio de las vacaciones y me avisó: “Bernardo está hecho una furia, quiere vernos mañana, ¿podés viajar?” Me pasó a buscar por Aeroparque y me llevó hasta la boca del león.
Allí estaba conmigo, tratando de poner paños fríos en una reunión difícil con el segundo hombre más poderoso de la Argentina; el primero era todavía su amigo Carlos Menem.
A mí me parecía razonable que Neustadt, colega al fin, tuviera acceso previo a su biografía no autorizada, a condición de que no pudiera enmendar partes sustanciales, pero estaba dispuesto a sus refutaciones, e incluso a que escribiera un largo descargo punto por punto en el final del libro.
–No me interesa hacer ningún descargo –nos respondió–. Solo insisto en esa anécdota, que es totalmente falsa.
La anécdota en cuestión era verdadera y por eso le dolía tanto, aunque se trataba de una nadería de color. encogimos de hombros y dejamos que hiciera su catarsis habitual.
Estaba cansado de la ingratitud, la envidia y el odio de los compañeros de oficio, y ya no esperaba otra cosa que traición. Nos despedimos fríamente, y en el coche evaluamos la situación y cruzamos informaciones: a través de distintos infidentes, sabíamos que Bernardo no había leído El hombre que se inventó a sí mismo, porque era incapaz de terminar cualquier libro y mucho menos uno que le producía tantas laceraciones.
También, que lo había fotocopiado varias veces y repartido entre una serie de periodistas gráficos a quienes estaba guiando para que ingresaran en el mundo de la televisión: todos ellos querían quedar bien con el mandamás de Tiempo Nuevo y, en consecuencia, le acercaron juicios lapidarios sobre mi trabajo. Uno dijo incluso en su programa radial que la biografía era “una basura”.
Los abogados, sin embargo, revisaron línea a línea y chequearon las fuentes, y le advirtieron a su cliente que no había sustancia para una querella. No mensurábamos todavía los recursos que Bernardo guardaba y lo que se proponía.
En los dos meses siguientes llamó a dueños de medios, a articulistas de relevancia, a columnistas radiales y televisivos, a directores de revistas y a jefes de redacción de diarios, y les pidió que no comentaran ni mencionaran el libro y que, por supuesto, no me hicieran ninguna entrevista.
Su campaña de silenciamiento encontraba en general muy buena predisposición: Bernardo era una celebridad y la prensa lo adoraba.
¿Qué negocio hacían esos periodistas y editores al darle espacio a su ignoto biógrafo crítico y desairar así a una estrella, que además mantenía una influencia letal en el mundo del poder?
El resultado fue una prácticamente unánime indiferencia, que tuvo sin embargo nobles excepciones. La más sorprendente y valiosa de todas fue la que protagonizó Daniel Hadad, quien no solo elogió la crónica en su programa matutino y me puso en el aire para que contara los descubrimientos de mi investigación, sino que intentó incluso que el mismísimo Neustadt dialogara conmigo en el pase de las ocho de la mañana, pero éste cortó ofuscado.
Luego Hadad se unió a Majul y Alfredo Leuco para presentar El hombre que se inventó a sí mismo en la Feria del Libro, dentro de una sala semivacía.
Estuve sentado media hora en el stand de la editorial esperando en vano que llegaran lectores para la firma de ejemplares. Y comprendí entonces que no se trataba únicamente de la mordaza que Bernardo había tejido con tanto éxito, sino de algo más profundo: la inmensa mayoría lo detestaba y no quería saber nada de él, ni a favor ni en contra, y le disgustaba sobre todo portar un libro que llevara su cara.
Este punto enseña mucho acerca de la tensión y las divergencias que existen entre rating, fama y prestigio, y también nos habla de cómo el rey de la comunicación política, el gurú del neoliberalismo, no era reconocido en ese momento ni siquiera como un ser malvado: el desprecio suele ser mucho más cruel que el odio. Por otra parte, a mí no me había interesado nunca escribir para destruirlo, y eso decepciona siempre a quienes creen que la vida es una lucha sin grises ni matices entre negro y blanco, entre ángeles y demonios.
El propio Mariano Grondona, interrogado en el filo de la medianoche por Mario Pergolini, se había sentido decepcionado con mi obra, puesto que esperaba información más caudalosa sobre el dinero que su excompañero había cobrado para impulsar tal o cual idea.
El lobby mediático, como se ha dicho, no es fácil de demostrar. Ni si quiera tan “fácil” como una coima, puesto que muchas veces viene revestido como una publicidad facturada.
Curiosamente, las principales y más dañinas campañas de Neustadt (la que acabó, por ejemplo, con el ferrocarril en la Argentina), eran ocurrencias ideológicas y a lo sumo buscaban agradar al establishment, que seguía premiando con pauta ese camino.
Es evidente que Neustadt se hizo rico con esa promiscua aunque naturalizada relación de décadas, pero lo hizo mientras garantizaba una audiencia masiva. cuando su público menguó, muchísimos anunciantes también le dieron la espalda.
Con todo, lo más relevante para mí, como escritor, era simplemente contar la vida compleja de un hombre poderoso, una especie de ciudadano Kane de la era de la telepolítica, que había reinventado su pasado, que escondía un drama existencial y cuya trayectoria se entrelazaba con los grandes acontecimientos del siglo XX.
Veinticinco años después, a mis editores esta obra maldita y silenciada les parece una novela sin ficción, por su montaje literario y su vocación narrativa, y también una crónica de la trastienda del poder.
Más un libro de historia política, que una mera investigación periodística sobre el periodismo. Al releerlo comprendí su posible vigencia, los ecos que trae al presente para iluminarlo, y a la vez cómo ya es imposible corregir esas páginas, puesto que aquellos hechos siguen inalterables, pero mi mirada sobre la vida, la política y la profesión es hoy distinta a cuando tenía treinta y tres años.
Elegí no modificar ese punto de vista, porque no quería traicionar al narrador y porque también es un testimonio de época. Tantas cosas cambiaron desde entonces.
Y resulta un poco impresionante comprobar que muchos colegas que criticaban en aquel momento a Bernardo Neustadt leyeron mi libro como un manual del éxito, y le copiaron lo bueno y lo malo que había inventado: las newsletters, las charlas para anunciantes, las productoras todo terreno, los monólogos a cámara, la simplificación de las ideas complejas, la espectacularización de la opinión, los trucos televisivos y radiales, y en algunos casos, también la táctica demagógica de apoyar en el apogeo y castigar en el ocaso, la vocería constante de los hombres de negocios y hasta la forma rastrera de sus chivos.
A pesar de tanta imitación, y tantas apetencias egoístas y consecuencias tóxicas que el padre del periodismo moderno demostró a lo largo de su carrera, lo cierto es que no muchos de sus “herederos” han tenido la misma pasión por la Argentina que Bernardo demostraba.
Por más equivocadas y nefastas que nos resulten algunas de sus consignas y posturas, no todo fue cálculo ni negocio.
Esa es la otra verdad insoportable que late en su derrotero: a ese periodista que fue paradigma del oportunismo lo quemaba por dentro la necesidad de que su país saliera de la decadencia, y eso lo alejaba paradójicamente del cinismo, enfermedad muy actual de nuestro medio.
Me olvidé de El hombre que se inventó a sí mismo, lo saqué de circulación, traté de evitar siempre el tema y me dediqué a escribir novelas y relatos, y a meterme en distintas aventuras del oficio.
De vez en cuando, leía de reojo cómo su éxito se evaporaba y cómo intentaba corregir mi biografía con libros oficiales que no resistían el mínimo análisis.
En las agonías del gobierno de la Alianza, yo dirigía la revista Noticias y una tarde un motoquero me trajo un sobre: era una carta breve y manuscrita por Bernardo Neustadt; elogiaba mi valentía y me invitaba a un almuerzo a solas. Nos encontramos en Puerto Madero, en un otoño melancólico y primaveral; comimos salmón a la plancha en un restaurante desierto con vistas al río.
Bernardo había envejecido muchísimo en todos estos años, y tenía un andar frágil. Ya era un anciano. Su obsesión rondaba a sus “herederos” y a sus antagonistas de siempre: no se explicaba cómo les permitían ahora pecados mucho mayores de lo que él había cometido nunca.
Se sentía un niño de pecho frente a extorsionadores y lobbistas que habían decidido ser ricos a toda costa, colegas que eran capaces de cualquier indignidad por medio punto o por una pauta.
El público lo había ido abandonado a Neustadt, lo arrinconaba en medios y programas de baja potencia, y él sentía que sus esfuerzos y campañas de otros tiempos habían caído en saco roto.
–Me equivoqué con usted –dijo de pronto–. Me pareció que su libro solo destacaba mis errores y la voz de mis enemigos.
–No soy quién para juzgarlo –le respondí–. Pero en todo caso me parecía un juicio justo.
–A lo mejor tiene razón. Le pido disculpas.
Se las acepté. Y hablamos de política y luego caminamos por la vereda de sol tibio hasta su oficina, que era pequeña y que estaba desmontando para concentrar toda la actividad en su casa de Martínez. Se iba.
Y la sensación del retiro era invencible. Nos saludamos con un apretón de manos, y al regresar a la redacción pensé que los historiadores tampoco habían estado demasiado atentos ni habían registrado debidamente la influencia decisiva de aquel anciano en la modelación de la opinión pública y del sentido común, ni su viejo rol de despiadado jefe de la oposición a Alfonsín, ni su denodado empeño en dotar de ideología el significante vacío de Menem.
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