Los aduladores y la antesala del fracaso
Este fenómeno habitual no es exclusivamente local, ni siquiera es solo nacional, sino absolutamente universal. No debería llamar, entonces, la atención que por estas latitudes sea tan difícil escapar a esa regla general.
Cada uno de los poderosos de turno, en su propio ámbito, en su reducto jurisdiccional, lo vive a su manera. Los entornos suelen ganar la pulseada y se llevan puesto al circunstancial mandamás haciéndolo tropezar mil veces.
En otras ocasiones la personalidad potente de quien conduce un gobierno de cualquier nivel alcanza para minimizar ese impacto negativo de los círculos de influencia permitiendo entonces un equilibrio mas que razonable.
Existe cierta tendencia a justificar livianamente todos los desaciertos, amparados en que el líder es esencialmente bien intencionado y que cuando se equivoca lo hace, invariablemente, bajo el perverso influjo de su séquito.
La benévola leyenda que los votantes que le dieron la victoria esgrimen, sostiene que ese extraño anillo de influyentes personajes está compuesto por una mezcla de malvados crónicos, eternos ineptos y resentidos seriales.
Todo eso es demasiado verosímil, aunque casi siempre se parece mas a una caricatura que a la realidad. Habría que revisar a fondo aquello de intentar separar las aguas salvaguardando tanto al que, en definitiva, selecciona a sus colaboradores y muy especialmente a quienes decide escuchar.
No se trata de algo inusual, ya que los seres humanos oponen resistencia natural a las criticas. A nadie le fascina recibir cuestionamientos, y a los políticos en general, mucho menos, porque las implicancias suelen tener un correlato electoral muy trascendente y eso obviamente los atemoriza.
Es así qué algunos dirigentes brillantes, de una enorme formación intelectual y también profesional, terminan sucumbiendo cuando este mecanismo empieza a rodar retirando a cualquiera que piense diferente.
Las discordancias pueden ser totalmente insignificantes, inclusive ni siquiera podrían referirse al trasfondo de un tópico analizado, sino poniendo en duda algunas formas de llevar adelante una acción determinada.
A veces, quien lidera, siente que esos juicios de valor que llegan a sus oídos suenan de un modo extremadamente negativo y entonces los repele con dureza, alejando a cualquiera que no esté alineado con el discurso oficial.
La historia da cuenta de una multiplicidad de casos de famosos políticos que iniciaron un derrotero de decadencia progresiva en la medida que fueron apartando a quienes proponían variantes e interesantes senderos.
La dinámica de rutina, esa que aparece con demasiada frecuencia en los clásicos manuales y en la literatura política, afirma que quien tiene las riendas del poder, se ve muy seducido por los aplaudidores de siempre.
Ellos saben muy bien lo que hacen. Juegan deliberadamente a rendirle honores al “jefe” y hacerlo sentir muy bien, casi como un monarca, apostando a que ese esquema redundará día a día, en una cercanía mayor.
Conocen el oficio a la perfección. No son improvisados y muchos de ellos son expertos en la materia. En otras instancias, en el pasado reciente, han realizado idéntica tarea y lo han hecho con similar éxito personal.
Tienen un objetivo claro que consiste en sacar la máxima tajada factible de esta coyuntura. Solo buscan esos privilegios especiales que nacen cuando su esmerada actitud servicial les permite ser parte de la “nobleza”.
Por lo bajo despotrican con mucha crueldad contra su superior y, a veces, hasta pueden cometer el torpe y patético pecado de ufanarse de manejarlo a su arbitrio como si se tratara solo de un títere.
Todo esto solo puede suceder si el líder no alcanza a comprender que quienes lo critican le aportan otras perspectivas y que en esa heterogeneidad de opiniones existe una riqueza de alternativas que debe aprovecharlas para evaluar matices y utilizar siempre la óptima.
Lamentablemente este perfil de gobernantes se ofende con excesiva facilidad y expulsa a quienes considera peligrosos iniciando un proceso muy riesgoso de achicamiento de su circulo político intimo que lo empuja, inexorablemente, a un predecible aislamiento de dudosa eficacia.
No hay que ser ingenuos, estas tensiones aparecen siempre, pero algunos poderosos lo saben administrar mejor que otros. Finalmente, algunos caen rendidos y entonces triunfan los pérfidos profesionales de la manipulación.
Cuando solo quedan alrededor un puñado de aduladores esa señal de alarma debería ser registrada. Si todos aprueban las decisiones y nadie las cuestiona significa que se ha iniciado el camino del desmoronamiento.
Solo se puede aprender cuando se escucha atentamente a esos individuos que están en condiciones de sugerir visiones distintas a las ya conocidas. Un menú amplio siempre maximiza oportunidades y brinda mejores soluciones.
Un estadista con mayúsculas tiene la autoestima alta. Cree en si mismo y no piensa que los que están a su lado traman una conspiración para limar su fuerza, ni tampoco que quien no razona igual es un adversario.
Encerrarse en un microclima jamás ayuda. Al contrario, solo deforma la realidad al punto de creer que la versión propia es la única verdad y que el resto es una gran mentira que los enemigos han diseñado al efecto.
Mantener la mente abierta no solo es un imperativo sino la clave del progreso y la mayor garantía para no perder contacto con el mundo real y tener, entonces, siempre los pies sobre la tierra, profundizando los aciertos y asumiendo con humildad la inevitable ocurrencia de los errores.
Alberto Medina Méndez
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