martes, 18 de diciembre de 2018

ABUSO...NUNCA MÁS


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Sexo, mentiras y abuso de poder en la trastienda del cine argentino

Jorge Fernández Díaz comenzó leyendo un estremecedor relato de 
Albertina Piterbarg en el que narra un intento de abuso sexual que sufrió en la década de los 80 a manos de un reconocido productor al que omite nombrar.
Fue a mediados de la década del 90. Yo tenía 28 años y trabajaba como asistente de vestuario en la filmación de una película argentina. Estábamos rodando en un pueblo de cuyo nombre no quiero acordarme, a orillas de un río al cual tampoco quiero nombrar. Vivíamos todos juntos –equipo técnico y actores – en un hotel de mala muerte, viejo y desvencijado, en el centro del pueblo.
Yo compartía habitación con una de mis compañeras de trabajo. Una noche, a eso de las tres de la mañana y mientras dormíamos, irrumpieron en nuestra habitación dos hombres. Yo estaba tan dormida y confundida que en medio de la oscuridad no me di cuenta de lo que estaba pasando. Uno de ellos me agarró por la fuerza, me arrancó de entre las sábanas y me arrastró con brutalidad hasta un cuarto contiguo. Cerró la puerta con llave, me empujó sobre la cama y se tiró arriba mío.
Comenzó el forcejeo. Yo intenté defenderme mientras él intentaba violarme. Tenía mucha fuerza y me costaba moverme. No me olvido más de su olor. Olía mal, a alcohol, a transpiración, a cigarrillo.
Me decía “Callate, pelotuda” y “Dale, qué te hacés, si no pasa nada”, pero yo gritaba “Dejame, dejame” y me defendía como podía mientras él intentaba sacarme el pijama y taparme la boca al mismo tiempo. Este forcejeo torpe y violento duró lo que me pareció una eternidad pero que deben haber sido tan sólo unos minutos.
Y entonces en medio del silencio pueblerino, un perro comenzó a ladrar. Estábamos haciendo mucho ruido. Mi atacante se dio por vencido: alguien podía escucharnos. Me insultó, me soltó los brazos, se levantó, abrió la puerta y antes de salir me clavó los ojos con odio.
En medio de la penumbra confirmé lo que ya sabía: que ese tipo violento que me había arrancado de la cama para violarme en mitad de la noche era uno los señores que ocupaba un muy alto cargo en la producción de la película, uno de los “jefes”.
Yo me quedé sola y temblando en aquella habitación helada que la producción usaba de oficina y de depósito. Me dolían los brazos, el cuello y sentía seca la boca, y lastimada. Cuando por fin me levanté y regresé a mi cuarto, mi compañera no estaba. La vi durante el desayuno. Ella comía tranquilamente, como si nada hubiera sucedido pero evitaba mirarme. Nunca hablamos del tema, nunca me animé a preguntarle qué le había pasado aquella noche.
Esa misma mañana, llena de moretones, dolorida y avergonzada, en medio del rodaje, lo vi. Me devolvió la mirada y me hizo señas de querer hablar conmigo aparte. En mi ingenuidad e inocencia creí que se iba a disculpar. Pero no. Todo lo contrario. Me amenazó con “cagarme la vida” si yo llegaba a abrir la boca y contar algo de lo que había pasado.
No era mucho mayor que yo (tendría apenas unos 10 años más) pero la diferencia entre nosotros no era la edad sino la asimetría en la ecuación de poder. El era uno de los que mandaban a todo el equipo, uno de los que daban trabajo. Uno de esos que decidía a quien llamar (o no) para un próximo proyecto. Yo no era nadie.
Hasta ese momento apenas habíamos intercambiado dos o tres palabras. Nunca habíamos sido amigos, ni novios, ni amantes. Tampoco enemigos. Yo pertenecía simplemente al estamento más bajo de su equipo. Pero aquella mañana su tono de voz era de odio profundo y resentimiento.
Siguieron unas tres o cuatro semanas de pesadilla en las cuales él aprovechó toda ocasión para humillarme, denigrarme, y reírse de mí. Y como era el jefe, otros se sumaron alegremente a su maltrato. Un día se sentó al lado mío en un auto, mientras íbamos de una locación a otra, y aprovechó, haciéndose el chistoso, para manosearme delante de los compañeros que viajaban con nosotros.
Después de este episodio me animé a hablar con una compañera de la filmación que tenía muchos años de cine. Su respuesta me dejó sin palabras: se puso furiosa… conmigo. ¿Cómo había osado yo rechazar al jefe? ¿Pero quien carajo me creía que era? ¿Me había mirado al espejo? Obvio que él iba a maltratarme, y que no me iba a “llamar” nunca más.
Obvio que yo había actuado de manera estúpida e infantil. Otra compañera reaccionó igual. ¡Un tipo tan buen mozo y yo, que era poco menos que un espantapájaros, le había dicho que no! Después de esta charla me sentí derrotada, llena aun de más vergüenza y confusión. Como millones de víctimas de abuso sexual y abuso de poder antes que yo, me comencé a culpar a mí misma.
Quizás lo tendría que haber dejado hacer, al final no era tan grave, sólo sexo, y como estaba borracho por ahí hubiese acabado rápido. Sí, yo había exagerado, era una pelotuda y ahora, por no dejarme coger por ese desagradable, me iba a quedar sin trabajo y convertirme una paria de la industria.
Claro que nunca lo denuncié. Los colegas, amigos y conocidos a los que en aquel momento les conté lo que había pasado, todos más o menos me aconsejaron olvidarme del tema. Total, decían, “no había pasado nada”. Y además, ¿quién me iba a creer? Me iban a acusar de mentirosa, de haber querido tener algo con él. Me iba a crear mala fama y nadie más me iba a llamar para una “peli”.
Para entender el contexto hay que transportarse en el tiempo 25 años atrás. Yo había comenzado a trabajar en cine a fines de la década de los 80, durante la primavera de la democracia. Eran tiempos felices, radiantes, donde todo era posible. Tiempos de entusiasmo cultural y posibilidades infinitas
Tiempos en los que se filmaron películas memorables como Camila (1984), de María Luisa Bemberg; Tango, el exilio de Gardel (1985) de Pino Solanas; La Historia Oficial (1985) de Luis Puenzo; Hombre mirando al sudeste (1986), de Eliseo Subiela; Mirta de Liniers a Estambul (1987) de Jorge Coscia y Guillermo Saura y La deuda interna (1988), de Miguel Pereira, entre muchas otras.
Un momento de gloria de la industria en el cual se llegaron a rodar hasta 30 largometrajes por año. Pero si en la superficie la industria era puro empuje y alegría, en las profundidades la cadena alimentaria funcionaba de manera jerárquica y brutal.
El cine era una jungla misógina y homofóbica donde reinaban los machos alfa, un mundo masculino donde las decisiones, el dinero y las influencias eran dominio casi exclusivo de un puñado de señores. Y las mujeres apenas teníamos algo que aportar y muchas (muchísimas veces) era simplemente sexo.
El nudo gordiano era la forma en la que los trabajadores del cine y los actores éramos contratados. Te “tenían que llamar”, es decir, convocarte para trabajar en un equipo de filmación tal o cual. Y todo (o casi todo) dependía de quién eran los productores, el jefe de producción y/o el director. Ellos elegían a los protagonistas y a las “cabezas de equipo”. Ellos también aprobaban la lista final.
Luego de la cúspide todopoderosa, un poco más debajo de la pirámide, estaban el director de fotografía, el director de arte, los otros jefes de área y los actores de reparto. Los asistentes de dirección y de producción eran los últimos en tener alguna importancia y bien abajo, en la base, estábamos todo el resto: eléctricos, utileros, modistas, asistentes de vestuario, choferes, personal de seguridad, dobles de riesgo, los del catering, los extras y los “meritorios”, estudiantes de cine que trabajaban gratis.
Como asistente de vestuario, me ocupaba junto con la modista de filmación de que la continuidad se respetara, que los cambios de cada día estuvieran listos, que la ropa estuviese limpia y que la vestuarista tuviese todo lo necesario para hacer su trabajo. También ayudaba a los actores a cambiarse, atendía sus pedidos, escuchaba sus reclamos y buscaba soluciones en caso de problemas, crisis nerviosas y/o rabietas.
Y mientras hacía todas estas tareas carentes de brillo y de glamour, gracias a la invisibilidad que me otorgaba mi rol, fui testigo y víctima de muchas situaciones tristes y bajas, algunas bizarras, otras increíbles, algunas violentas, otras insoportables. Todas ellas tenían en común el sello del abuso de poder.
Había honrosas excepciones. En ese reino a lo Tarantino, había mujeres decididas, que se defendían y se hacían respetar peleando por un lugar en la industria. María Luisa Bemberg, Lita Stantic, Marta Parga, Carmen Guarini, Leonor Puga Sabaté, Diana Alvarez, Beatriz Di Bendetto, mujeres incansables, admirables, talentosas, con las que tuve el honor de trabajar.
Y no estaban solas. Había también hombres excepcionales que se distinguían del resto por su ética y su profesionalismo, por hacer su trabajo con compromiso y humildad sin abusar de su poder. A todas ellas y a todos ellos les debo quien soy hoy, el camino que logré realizar, aunque, como dije, se trataran de excepciones.
El intento de violación fue un antes y un después en mi vida. Al año siguiente falleció mi mamá de un cáncer fulminante y yo entré en una depresión profunda. Poco a poco fui dejando de trabajar en el cine y me dediqué al periodismo.
Me especialicé en temas de política y comunicación electoral y hoy en día trabajo para las Naciones Unidas. Pero nunca me olvidé del abusador que una noche fría en un pueblo perdido dos décadas atrás me arrancó de la cama a las 3 de la mañana para violarme. Nunca.
Hace unos años me dije que debía denunciarlo, que tenía que hacer algo. El se había convertido en un señor respetado y “progre”, miembro de la élite cultural argentina. Uno de esos que anda por ahí dando clases magistrales o charlas TED. Era también un depredador que seguía suelto, quizás violando, humillando y maltratando a otras chicas con impunidad y sin ninguna culpa.
Consulté con un abogado, pero ya era tarde: los delitos de secuestro e intento de violación habían prescripto. De actuar contra él la que corría más riesgos era yo. Podía acusarme de difamarlo, pedirle a dos o tres amigotes que testifiquen en contra mío, que digan que yo había estado siempre obsesionada con él y que era una loca. O algo así.
Y a pesar de ello, de que él está libre y de que ya no puedo decir su nombre, soy una optimista. Estoy convencida que el mundo de hoy es mucho mejor que el de los años 80 y 90. Que el tiempo no pasó en vano.
Que las personas que hoy están en su veintena viven en un universo diferente al que yo conocí, un universo donde no estás obligada a dejarte violar por tu jefe para seguir trabajando. Un universo donde denunciar a un abusador ya no es un acto impensable.
Donde las víctimas no son “pobres pelotudas” ni están completamente solas. Tienen una voz propia, son escuchadas. Un mundo donde yo puedo finalmente animarme a contar lo que me pasó y a compartir mi versión de la historia.
Una situación tan aleatoria, inesperada e inmerecida como la que viví me cambió la forma de mirar el mundo y la de interpretar la realidad. Me motivó a intentar ayudar a otras personas, a entender sus derechos, a buscar ayuda a tiempo, a no esconderse.
Aprendí que uno no denuncia cuando quiere sino cuando puede y que el acto mismo de denunciar es el resultado de un largo proceso de sanación que muchas veces tarda años, muchos años. Y también aprendí que no basta con hablar, que no alcanza con crear hashtags y denunciar en el Facebook.
Hacen falta instrumentos jurídicos actualizados y contundentes que acompañen los cambios de época, que respeten los tiempos de las víctimas y no el de los victimarios. Hay un deber por parte del Estado de aceptar que el código penal tiene que cambiar. Que hay mucho por hacer.
Que para frenar a los depredadores poderosos y no a los ladrones de gallinas las reglas del juego tienen que cambiar. Por eso escribo hoy, para pedir por ese cambio. No para mí, porque lo mío no tiene vuelta atrás, pero para todas aquellas y aquellos a los que lamentablemente les toque atravesar situaciones similares o peores. Y ojalá que haya alguien que me esté escuchando
Albertina Piterbarg trabajó en cine para poder pagarse sus estudios. Licenciada en Letras de la UBA, hizo la maestría en periodismo en la Universidad de San Andrés y se especializó en democracia y elecciones.
Hace más de diez años que trabaja para las Naciones Unidas en diferentes misiones de cascos azules y programas de desarrollo en países como Timor Oriental, Libia, Túnez, Costa de Marfil y Nueva Caledonia. Porteña irredenta, adoradora de jacarandás, no encuentra ciudad más bella en el mundo que Buenos Aires e idioma que mejor suene que el argentino.
Se siente muy afortunada de tener la oportunidad de ayudar en distintos lugares del planeta, pero le cuesta estar lejos de su familia y de sus amigos. Le gusta el olor del café por las mañanas, reírse y dormir hasta tarde. Es fanática de las noticias, la historia y de los libros, sus autores favoritos son Jane Austen y Marcel Proust y, por el momento, vive con su marido y sus dos hijas en París.

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