“Lola Mora, el pecado de ser mujer III”, por Federico Andahazi
La nueva columna de Federico Andahazi
La semana pasada hablamos de la vida de Lola Mora en los talleres de los maestros más reconocidos de Italia. Lola intercalaba el estudio de la técnica de la escultura mientras se codeaba con los personajes notables de la Europa de fines del siglo 19.
La artista ganaba notoriedad en el ambiente del arte, pero el dinero que obtenía vendiendo algunas de sus obras no le alcanzaba para cubrir los enormes gastos de su gran vida romana.
Entonces, Lola decidió recurrir al auxilio del embajador argentino. El Presidente de la República, Julio Argentino Roca decidió extenderle la subvención. Este fue el comienzo de una relación tan misteriosa como contradictoria.
En Italia, Lola Mora le dio a su carrera un impulso meteórico. Los éxitos se sucedían y la prensa se rendía a sus pies. Cuando la artista dio por concluida su formación decidió regresar a la Argentina. El presidente Roca la recibió con honores y se convirtió en el más ferviente admirador y el principal impulsor de su obra. A todo le decía que sí; nada era imposible.
Un día Lola desplegó frente a los ojos de Roca el boceto de su proyecto más ambicioso: una fuente monumental, cuyas figuras relataban fragmentos de la historia nacional, inspirada en una estética que mezclaba motivos autóctonos y europeos, para ser emplazada en Plaza de Mayo.
Fue la primera vez que Roca puso un pero: temática indígena en medio de la campaña del desierto, no, dijo Roca. Entonces, Lola Mora presentó un segundo proyecto en el que reemplazaba el repertorio mitológico americano por la tradición griega: Venus, nereidas, Roca, fascinado, dio el «sí».
En 1903, Lola Mora concluyó la Fuente de las Nereidas, una obra monumental inédita en la escultura argentina. Resultó impactante; pero significó un golpe durísimo para ella: la Iglesia, escandalizada ante la voluptuosa sensualidad de los cuerpos desnudos y de la iconografía pagana, se opuso terminantemente a que emplazaran una Venus desnuda frente a la Catedral de Buenos Aires. Se decidió entonces, emplazarla en un lugar menos transitado: el Paseo de Julio.
Poco se sabía sobre los altibajos del romance entre Lola Mora y Roca. El silencio que guardaban ambos no hacía más que encender la imaginación de la prensa. La vida extravagante de Lola Mora era comentada en diarios y revistas en la sección de Sociales.
Como tantos artistas argentinos, recibió las más despiadadas críticas en su propio país, mientras que los elogios llegaban desde Europa. Pero el escándalo más ruidoso se produjo a comienzos de 1906. Mientras trabajaba en obras ornamentales en el flamante Congreso Nacional, quedó encandilada por un joven empleado del Parlamento que no tardó en convertirse en su discípulo.
Ella era una artista consagrada, una mujer famosa y polémica, consagrada. Él, en cambio, era un oscuro escribiente sin más talentos que la seducción. Lola se enamoró perdidamente de Luis Hernández. Dos años más tarde sorprendió con la primicia: ella, a sus cuarenta y dos años, iba casarse con un alumno de veintiuno. Se casaron en 1909 y, terminada la luna de miel en Génova , Lola retomó su trabajo.
La producción de aquella época ilustra con claridad sus deseos más profundos: se dedicaba obsesivamente a esculpir niños. Luis, aburrido de la ciudad y de la vida conyugal, retornó a su antigua afición: las mujeres.
Entre las amantes de Luis Hernández estaba Maruska Oppenheimer, una aristócrata húngara cuyo marido había contratado a Lola Mora para que la inmortalizara en el mármol.
Un día, la escultora descubrió a su esposo y a su clienta en su propio taller. La excusa de que ella se había quitado la ropa para modelar hubiese sonado verosímil de no haber sido por el inexplicable hecho de que Luis también estaba desnudo.
Durante los nueve años que estuvieron juntos, Lola vivió una pesadilla de celos. La vida de ambos se había convertido en un martirio hasta que decidieron separarse.
Sin embargo, todo aquello que era socialmente tolerable para una mujer joven, bella y con buenos lazos con el poder, dejó de serlo cuando ya era una mujer madura y su mecenas Julio A. Roca, había muerto.
La estrella de Lola Mora se apagaba. Las esculturas que había hecho para el Congreso fueron removidas, a la vez que las tachaban de «esperpentos y mamarrachos».
Como si fuera poco, la Fuente de la Nereidas, sufriría un nuevo destierro: la remota Costanera Sur, en los confines de Buenos Aires. Como en la dolorosa escena bíblica de la Pasión, la propia Lola Mora tuvo que cargar con su cruz dirigiendo personalmente el traslado.
Lola mora se retiró de la escultura y gradualmente también de la realidad. Víctima de un derrame cerebral, quedó al cuidado de sus sobrinas. Algunos días antes de su muerte el 7 de junio de 1936 Lola había desaparecido de la cama en la que agonizaba.
Llevada por la intuición, una de sus sobrinas corrió hacia la Costanera Sur; allí, en el monumento junto al río, pudo ver una mujer sentada en el borde de la fuente, abrazada a una de las figuras.
Cuando su sobrina, desesperada, le reprochó la escapada, Lola Mora, con la mirada extraviada, le dijo: “Estoy cuidando a mis hijas”.
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