domingo, 8 de septiembre de 2019

LEER PARA CRECER,


El largo camino hasta Yourcenar
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Estoy releyendo Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, en la deliciosa traducción de Julio Cortázar. Recuerdo cuando conocí este libro, de pie, junto a los estantes de la biblioteca de la casa de un compañero del colegio. Me abrumó su perfección y me sentí incapaz de apreciarla. Volví a encontrarme con la obra en la universidad, pero por entonces estaba absorto en las lenguas clásicas y en la lingüística, que me subyugó para siempre. Pasaron todavía otros diez años hasta que por fin compré Memorias de Adriano y me senté en un café a leer.
Entonces sí fue un amor correspondido y perdurable.
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Como ocurre con
André Gide o Gustave Flaubert (y otros), hay en los textos de Yourcenar un rasgo admirable. Incluso en la traducción, si es buena, el texto está vivo. Respira, se mueve, nada está de más en él, nada le falta. Sus escrituras son como esas bestias enormes y fascinantes que hipnotizan por su elegancia o su poderío. O por ambos.
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El sábado me desperté muy temprano y con la casa en el más absoluto silencio estuve varias horas sumergido en el libro, anotando, subrayando. Pero en un momento levanté la vista y entendí que mi completa inmovilidad no ofrecía evidencia alguna de todo lo que me había ocurrido por dentro. Me pregunté cómo llegué a eso.
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Empecé a leer de pequeño, pero ni por asomo podría haber arrancado con Yourcenar. O mi amado Cortázar. O con el inmenso
Saer. Cerré el libro, que es de esos que uno disfruta tanto que lo bebe lentamente, y repasé el derrotero. De algún modo, como decía, creo, Cicerón, resultó cierto: una persona solo necesita una biblioteca y un jardín para ser feliz. Pero mucho antes de eso tenemos que convertirnos en lectores. Ese tránsito jamás es fácil.
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La primera obra que mis padres me ofrecieron fue Tarzán de los monos, de Edgar Rice Burroughs. Tenía la más tenaz voluntad de leer, porque esa era la costumbre que veía en los adultos a mi alrededor. Pero no le encontré ni el más mínimo interés a la historia de un joven noble inglés criado por antropoides. Fue un fracaso doloroso y desalentador.
A Burroughs le siguió Julio Verne, con sus Veinte mil leguas de viaje submarino. Demasiado largo y con una traducción almidonada que tampoco me llevó -nunca mejor usada la frase- a buen puerto.
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Empecé a temer que tal vez la lectura no fuera para mí y pasé varios meses de desasosiego; en la infancia, varios meses es mucho tiempo. En aquella época nos mudamos y eso me permitió encontrar, bien escondida en el altillo, una caja llena de libritos de ciencia ficción de baja estofa, expatriados allí, imagino, para que el pequeño no se infectara con clichés incalificables.
Por supuesto, me encantaron.
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Recuerdo como si fuera hoy el día en que leí mis primeras cien páginas, y supe tener -rasgo típico de todo lector avezado- mi lugar favorito para hacer eso que es difícil que un niño haga: quedarse quieto y, sin embargo, experimentar aventuras y emociones. Es decir, leer.
Conservo, claro, esa colección. Porque contiene una lección. Aunque eran hojarasca pura, al terminar de leer los libritos, ya me había enganchado. Necesitaba más.
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Entonces fui a la biblioteca seria. Me recibieron
Asimov, Bradbury, Sturgeon. Luego me atreví con las novelas de apellidos más célebres. Llegó la secundaria, y allí tenían una fastuosa biblioteca. Aprendí otras lenguas.
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 Y cada libro era un peldaño y, por lo tanto, un desafío. Muchos años después, este sábado, sentado en mi rincón favorito, entendí, una vez más, que fue el ejemplo de mis padres y unos libritos para nada gourmet los que me condujeron al que concibo como uno de los placeres más perfectos. 
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Abrir un libro será siempre para mí un momento de profunda emoción y entusiasmo. Pero nadie nace lector. Es un oficio arduo que aprendemos del entorno familiar y en el que a veces interviene un poco de suerte.

A. T.

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