lunes, 21 de octubre de 2019

CRÓNICAS DEL CRIMEN,


Crónicas del crimen. Francisco Laureana: el sátiro que acechaba a mujeres, las violaba y las ejecutaba
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Durante la tarde del 26 de febrero de 1975, Francisco Laureana guardó dos pistolas en un bolso y cerró la puerta de su taller de carpintería. En silencio saludó a su esposa, María Romero, y a sus tres hijos, que vivían con él en una pequeña casa prefabricada en Tortuguitas. Subió al Fiat 600 que solía conducir con notable imprudencia y enfiló hacia San Isidro, sin saber que allí, horas más tarde y en los fondos de un lujoso chalet situado en Esnaola al 600, caería acribillado bajo una sonora salva de las pistolas y ametralladoras de la policía.
Tenía 22 años y hacía cinco meses sembraba el terror en los barrios más exclusivos de la zona norte del conurbano: se le adjudicaron al menos 10 homicidios, según se consignó  el 28 de febrero de 1975. Violaba a sus víctimas, mujeres y niñas, y las asfixiaba con sus propias manos o las ejecutaba a sangre fría. Un asesino en serie.
"Desde el punto de vista investigativo, un asesino en serie es quien mata a tres personas o más en diferentes escenarios. El espacio de tiempo entre un homicidio y otro suele ser de más de una semana. Está motivado por una necesidad psicológica, a diferencia de, por ejemplo, un sicario. A partir de los tres homicidios se van cimentando ciertos rituales criminales que permiten hablar de patrones de conducta, de un estilo de vida", explicó  la perfiladora criminal Laura Quiñones Urquiza.
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Cuando era solo un adolescente, en su Corrientes natal, su hermano mayor le enseñó cómo trabajar la madera, cómo tallarla con sutileza para crear piezas decorativas, figuras realistas y también pequeños muebles que después vendía en ferias y puestos callejeros del conurbano.
Cada una o dos semanas, siempre después del mediodía y vestido con ropa deportiva y zapatillas, recorría calles y avenidas de Boulogne, Martínez y las Lomas de San Isidro. Iba sin rumbo fijo. Estacionaba el "Fitito" y seguía a pie, en busca de mansiones con piletas y grandes parques. Había llegado para radicarse en Buenos Aires tres meses antes de comenzar su raid criminal.
El día en que lo mataron fue descubierto, a las 15, dentro del patio de una propiedad sobre la avenida Tomkinson mientras observaba, a través de una hilera de ligustrinas, cómo un grupo de niños nadaba en la piscina de la casa. Pero la dueña de la vivienda lo descubrió. Asustada, alertó a un jardinero, que se acercó y lo increpó. "Estoy buscado a un albañil", respondió Laureana, y comenzó a alejarse rápidamente rumbo a la calle Juan Francisco Fernández. El jardinero y la mujer llamaron a la comisaría 1ª de San Isidro.
Laureana, en plena toilette en la morgue, antes de la autopsia
Por aquel entonces, y luego de los reiterados ataques sexuales en la zona, detectives de diferentes dependencias habían repartido cientos de panfletos con un identikit del violador; un dibujo realizado a partir de las descripciones aportadas por los pocos testigos que habían logrado verlo fugazmente cuando escapó de otros hechos. En la zona norte buscaba al sátiro un grupo especial integrado por agentes de comisarías de San Isidro y San Martín, y detectives de Boulogne y Martínez.
Sorprendentemente, y pese a que había sido descubierto husmeando en la casa de la calle Tomkinson minutos antes, Laureana no podía controlar su compulsión homicida. Aún merodeaba sigilosamente, rastreando víctimas en el mismo barrio, cuando el subcomisario Eugenio Furlam, el sargento Domingo Ledesma y los cabos Alberto Gargean y Celestino Isarrague le dieron la voz de alto en la calle Don Bosco.
Él simuló sorpresa. Parecía que iba a mostrar su cédula para ser identificado. Pero extrajo como un rayo una pistola calibre 7,65 de su bolso, abrió fuego y escapó. Los policías lo persiguieron seis cuadras mientras le disparaban. Uno de los proyectiles se hundió en el hombro de Laureana, que de todas formas continuó su carrera. "Era ágil y saltaba los cercos como un gato", diría luego a la prensa el sargento Ledesma. Los agentes pidieron refuerzos, pero en Esnaola entre 3 de Febrero y Don Bosco el sospechoso se esfumó.
Alertados por las detonaciones, y seguramente asustados por el clima de violencia política imperante en ese último año previo al golpe de Estado del 76, algunos vecinos salieron a la calle armados, preguntaron a los policías qué pasaba y se sumaron a la cacería.
Comenzó así un rastrillaje que se extendió por los patios de las grandes casas. Pero el prófugo no aparecía. En la búsqueda la policía revisaron la mansión de una familia alemana, los Frenkel. Nada.
Acto final
Sin embargo, cuando los agentes salieron Carlos Sandoval, un peón que trabajaba allí, advirtió que su perra Rina se movía nerviosa en torno a un sucio galpón del fondo de la propiedad. El obrero abrió la puerta y el can se acercó hasta un bulto que, en la oscuridad, parecía de mantas viejas.
Entonces, Sandoval llamó rápidamente a los policías, que para ese momento ya se contaban por decenas. Todos rodearon el galpón y le gritaron al fugitivo que se entregara. Pero Laureana, según recordarían luego los testigos, vociferó como un desquiciado y abrió fuego. Fue su último acto.
Francisco Laureana, el sátiro asesino
Los agentes, más y mejor armados, dispararon ráfagas contra los endebles muros de aquella pequeña casilla adonde se guardaban insumos de jardinería.
Cuando el eco de los disparos cesó, entraron. La sangre era tanta que cubría por completo el cuerpo de Laureana, que tenía los bolsillos llenos de municiones. "Si no hubiese sido por mi perrita el sátiro me hubiera matado", diría Sandoval a la prensa. Los policías encontraron el Fiat 600 del carpintero asesino a pocas cuadras el lugar; adentro del pequeño audio había otra arma de fuego.
Laureana salía a violar y matar sin sus documentos; por eso, investigadores de la Policía Federal tuvieron que identificarlo mediante sus huellas dactilares. Una vez que supieron quién era el delincuente abatido allanaron dos viviendas de su familia, una de ellas ubicada en Calle 20 y Avellaneda, de la localidad de Virreyes, partido de San Fernando.
Ahí vivían Lucía, hermana del depravado, y también su madre. Luego dijeron a los periodistas que se acercaron hasta ese lugar: "Francisco no era ni un sátiro ni un asesino. Sí era un excelente hermano y un buen padre. Vivía para sus hijos. Además, también era un gran artista. Con los tallados ganaba lo suficiente como para tener una casa y un auto".
Asesino sin nombre
Hasta la tarde en que un grupo de policías mató a Laureana aún no se sabía exactamente a cuántas personas había atacado este hombre al que la prensa bautizó como "El sátiro de la 7,65". Ese apodo se lo ganó luego de haberle disparado a un vecino que lo había encontrado merodeando cerca de una vivienda; esa vez consiguió huir.
Con el cadáver del sospechosos todavía fresco, la policía bonaerense reunió a víctimas recientes de ataques sexuales perpetrados en la zona; fueron esas mujeres las que confirmaron que el artesano de la madera correntino era el depredador sexual que atemorizaba a las familias de la zona.
Al aportar un informe oficial, el subcomisario Furlam explicó: "Podríamos dar los nombres y hechos en los que participó Laureana, pero se nos hace difícil porque, como se trata de delitos sexuales, las víctimas no quieren ser identificadas públicamente".
El identikit con el cual lo buscaba la policía
Con el correr de los días, quizás el más aberrante de los crímenes del sátiro salió a la luz: poco tiempo antes de morir, Laureana violó y mató en Boulogne a Noemí y Nora, de 5 y 7 años. La madre de las niñas había salido un puñado de minutos de la casa y al volver las encontró muertas.
Luego se sabría que el violador no actuaba sin premeditación, sino que, por el contrario, estudiaba viviendas, familias y así seleccionaba a sus potenciales víctimas.
En el caso de las hermanas, a la más chica la asfixió con sus manos. A la mayor la llevó primero hasta un dormitorio y en la cama matrimonial la ahogó con una almohada; como la niña, presumiblemente, opuso resistencia, Laureana le disparó en la cabeza.
El plomo entró por la frente y salió por el parietal izquierdo de la menor. Cuando la madre encontró los dos cuerpos sin vida, salió a la calle en medio de una crisis de nervios y comenzó a gritar. Alguien llamó a la policía. Pero al igual que en otros nueve ataques sexuales seguidos de asesinatos, Laureana logró huir tras el crimen.
Durante la reconstrucción del crimen de las hermanitas solo una vecina declaró que había podido ver al agresor. Dijo que había escuchado las detonaciones y se asomó a una ventana para ver si veía algo extraño: en la casa donde vivían las pequeñas vio a un hombre que cerraba una verja; pensó que se trataba de un pariente o de algún amigo de la familia.
Esa vez, el violador notó que aquella señora lo observaba; así que él la miró fijo y con absoluta frialdad le dijo "adiós", mientras agitaba su mano, como despidiéndose. Caminaba tranquilo, sin saber, seguramente, que su final se avecinaba, implacable.
El crimen, en tres momentos
En la cacería
Vigilaba casas y elegía víctimas: Daba vueltas por la zona norte del Gran Buenos Aires en un Fiat 600; llevaba un bolso y, adentro, herramientas y dos pistolas; se escondía para ver los movimientos de las casonas
Enemigo de identidad NN: Durante cinco meses aterrorizó a la franja norte del conurbano; una vez, para huir de un hombre que lo vio merodeando, hizo un tiro intimidatorio con una pistola de ese calibre
Acto final
Huida, tiroteo y muerte: Después del homicidio de dos niñas se disponía a atacar de nuevo, pero lo vieron y escapó; se escondió en un galpón, pero lo ubicó una perra; no se iba a entregar y la policía lo abatió
B. S.

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