La banda de la metralleta Un rastro de sangre entre San Fernando y Montevideo
En septiembre de 1965, una organización criminal dejó una huella de muerte luego de apropiarse de un importante botín en la puerta de una sucursal bancaria de la provincia de Buenos Aires; el robo se hizo célebre por la novela Plata Quemada, de Ricardo Piglia
El martes 28 de septiembre de 1965, pocos minutos después de las 16, el policía Francisco Otero escuchó las detonaciones de una ametralladora y vio cómo decenas de personas comenzaban a correr por la plaza principal de San Fernando. Desde los asientos traseros de la camioneta, mientras intentaba cubrirse, giró levemente el cuello. Miró los bolsos que debía custodiar y que contenían siete millones de pesos, casi cuarenta mil dólares en ese momento, en efectivo. Pero el agente no pudo hacer mucho más. Las municiones atravesaron su cuerpo: dos tiros en la cabeza, uno en el pecho y una ráfaga en la espalda. Murió allí mismo, frente a la municipalidad, a muy pocos metros de la sucursal del Banco Provincia en la que acababa de retirar el dinero –junto a tres empleados municipales– para pagar los sueldos de la comuna.
Testigos confirmarían con el correr de las horas que los asaltantes eran al menos cuatro: dos abrieron fuego desde la plaza Mitre y otros dos dispararon desde la esquina de Madero y Constitución, parapetados en un puesto de venta de diarios. Un empleado huyó corriendo y se refugió en la municipalidad, mientras las balas que lo buscaban estallaban en la gruesa puerta de madera del edificio. Los otros dos empleados, heridos, quedaron tendidos junto al cadáver de Otero. Uno de ellos, el tesorero Martínez Tovar, moriría una semana después por una herida de bala en el tórax, según consignó la nacion en las crónicas del caso.
Los asaltantes tomaron el dinero y se escaparon a toda velocidad en un Chevrolet 400 rumbo a la avenida Libertador, dejando en la escena tres heridos graves por la balacera, además de un agente muerto. Con unos minutos de ventaja, lograron evadir a los agentes de la Comisaría 1a. de San Fernando que los perseguían furiosos por la muerte de su compañero Otero, un hombre de 39 años, que tenía una década años de servicio y era padre de cinco niños.
En el cruce de Libertador y Quintana los ladrones se toparon con un retén y, sin dudar, aceleraron. Al pasar junto a los cinco policías volvieron a disparar con su ametralladora. Entonces, uno de los agentes se trepó en una motocicleta y comenzó a seguirlos de cerca, hasta el barrio de Martínez. Allí, puntualmente frente a la comisaría que estaba ubicada en Libertador 14243, comenzó un tercer y violento tiroteo. Uno de los delincuentes resultó herido y perdió el control del Chevrolet. Las puertas quedaron abiertas y en el piso sucio del vehículo brillaba una ametralladora calibre nueve milímetros abandonada por los criminales.
A pie, los cuatro asaltantes rodearon el automóvil para cubrirse, y desde allí volvieron a abrir fuego contra los policías. Caminando y disparando, llegaron al cruce de Libertador y Aristóbulo del Valle, adonde se apropiaron de un segundo automóvil que había quedado en medio del tiroteo.
Utilizaron como escudos a un hombre y a una mujer que estaban dentro de ese vehículo, y así –por la presencia de dos nuevos rehenes– las detonaciones dieron paso al silencio durante unos pocos segundos. El grupo de ladrones aprovechó estos instantes para acelerar en el nuevo automóvil, y huir hacia el oeste.
En su escape, alcanzaron el cruce de Pacheco y las vías del ferrocarril Mitre, adonde los sorprendió la barrera baja que anunciaba la llegada de una locomotora. Por eso, encañonaron al banderillero y lo obligaron a abrir el paso. Llegaron hasta la avenida Santa Fe y luego se perdieron en la autopista Panamericana.
El momento de la confesión
La ametralladora abandonada en el auto, junto a dos cargadores, los condenó. Cuando apenas había pasado una hora desde el asalto, la policía unió esa pista con el robo de una ametralladora cometido poco tiempo antes e identificó la punta del ovillo: los vendedores de las armas.
De esta forma, cayó también la hipótesis de que el robo podría haber sido cometido por un grupo terrorista y la investigación se inclinó definitivamente a la búsqueda de una gavilla delictiva.
Quienes habían provisto de las ametralladoras al grupo criminal eran dos primos, ladrones de poca monta con aspiraciones criminales e inclusive vinculados con la clase alta de la zona norte. Se llamaban Carlos y Abdir Nocito. Fueron ellos los que, durante el primer interrogatorio con la policía bonaerense, confirmaron no sólo que habían facilitado las armas, sino que también habían aportado la fecha exacta del traslado del dinero, ya que uno de los primos era empleado municipal.
Los primos Nocito señalaron como miembros del grupo criminal a Carlos Alberto Mereles, de 22 años, y Enrique Mario Malito, de 24; dos peligrosos delincuentes que habían quedado al frente de una importante banda, luego de que el líder –llamado Carlos Alberto Argañaraz– cayera en un tiroteo siete meses antes de ese robo al Banco Provincia de San Fernando.
Con esa certeza, los policías de la zona norte sabían ahora que no perseguía a cuatro intrépidos e improvisados, sino que se trataba de miembros de una peligrosa banda. Sólo ese año, ese grupo había matado al menos a tres personas, entre ellas un adolescente de 16 años, durante asaltos contra una agencia de automotores y una cooperativa. El agente Otero y el tesorero Martínez Tovar, fulminados en la plaza de San Fernando, engrosaron esa lista. No serían los único.
Detectives al mando del comisario Enrique Silva comenzaron a seguir el rastro de los sospechosos Carlos Alberto Mereles y Enrique Mario Malito. La persecución los llevó hacia Recoleta, luego al barrio bonaerense de Caseros y, finalmente, a un departamento ubicado en Güemes al 3302, en la esquina con Coronel Díaz, Palermo. Allí fueron detenidos la esposa de Carlos Mereles junto a su hermano, y miembro de la banda, Raúl Francisco Mereles. Además, capturaron a la viuda de Argañaraz. En el departamento A del tercer piso, la policía encontró dos pistolas ametralladoras calibre 9 milímetros y 778.000 pesos, equivalentes según la cotización de aquellos días a casi cinco mil dólares en efectivo.
Tras estos allanamientos, los policías confirmaron varios datos. Uno de ellos indicaba que, a través de su familia, el prófugo Mereles invirtió toda su parte del botín, rápidamente, poco tiempo después del asalto. Al irrumpir en la guarida principal de la banda, a su vez, los detectives supieron que los otros dos autores del asalto fueron Roberto Dorda, de 32 años, y Marcelo Brignone, de 22.
El último disparo
Durante un mes, los detectives caminarían a ciegas, sin saber la ubicación exacta de los asaltantes prófugos, aunque en ese lapso detuvieron en total a 18 colaboradores de la banda, casi todos por encubrimiento.
Hasta que 37 días después del robo, el 5 de noviembre de 1963, los propios criminales se expusieron fatalmente: habían logrado salir del país con éxito rumbo a Uruguay, pero en Montevideo ejecutaron a tiros al policía Alberto Cancela Britos, que los detectó en la calle cambiando las patentes de un automóvil.
Ese homicidio resultó determinante para que algunos informantes de la policía entregasen la ubicación exacta de “los porteños”: Edificio Liberaj, calle Julio Herrera y Obes 1280, primer piso, departamento 9. Luego de que el grupo matara a Cancela Britos, uno de sus miembros –Enrique Mario Malito– decidió separarse y huir por su propia cuenta. A las 22 del 5 de noviembre, el Edificio Liberaj estaba completamente rodeado por las fuerzas de seguridad. A través del portero eléctrico, comenzó la negociación. “¡Nada de rendirse! ¡Vengan a buscarnos, si se animan!”, gritaron los delincuentes, que nuevamente dispararon contra la policía para abrirse paso hacia otro departamento del edificio en busca de un camino de fuga. Así, dieron inicio a un tiroteo que se extendió durante 15 horas, en el que inicialmente murió el comisario Santana Cabris.
Para el mediodía del sábado 6 de noviembre, Dorda y Brignone ya habían muerto. Mereles resistía a los balazos en el primer piso. El edificio había sido desalojado completamente, y la policía uruguaya intentaba de todo para forzar la salida del criminal hacia la calle; granadas, ametralladoras e incluso un incendio provocado intencionalmente.
Sin embargo, el asesino continuaba de pie, atrincherado en un baño destruido por los balazos del enfrentamiento. Se asomó por una ventana. Con la última munición que le quedaba, sin que nadie lo viera, apuntó y desde allí fusiló al agente de policía Héctor Aranguren, un joven de 21 años que –distraído– conversaba con su jefe en la calle para que lo dejara ingresar en el edificio y participar del enfrentamiento. Poco después sería abatido el último miembro de ese clan criminal.
B. S.
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