De Frankenstein a los lunares de Kusama, las cuarentenas más creativas
En el arte y la literatura, muchos casos muestran cómo encierros forzosos dieron origen a obras maestras
Yayoi Kusama necesita aislarse para crear
¿Qué puede resultar de una temporada de confinamiento por razones climáticas cuando un grupo de escritores convive de manera forzada bajo el mismo techo? De ese escenario surgió, hace más de 200 años, uno de los personajes literarios más repulsivos y célebres de la historia: el monstruo creado con partes de cadáveres que cobra vida y se angustia cuando advierte el terror y el rechazo que causa en la sociedad. Frankenstein, que llegó a devorarse hasta el apellido del médico que lo crea en la ficción de Mary Shelley, nació en los mismos días de encierro que el vampiro que da lugar al mito de Drácula.
Si bien la situación que atraviesa el mundo hoy es diferente y la cuarentena obligatoria para prevenir la propagación del coronavirus afecta a la mayoría de la población global, hubo otros encierros forzosos a lo largo de la historia que dieron lugar a obras maestras.
Claro que no todos los confinamientos “creativos” se debieron a causas externas como el mal clima o pandemias. Algunas piezas literarias célebres, como Memoria de la casa de los muertos, de Dostoievski, y
De profundis, de Oscar Wilde, fueron escritas desde la prisión: Dostoievski, en Siberia, acusado de cometer crímenes contra el Estado en tiempos del Zar Nicolás I; Wilde, en la celda C.3-3 de Reading, en Inglaterra, por “conducta indecente y sodomía”. A los años de encierro, dedicó luego el poema La balada de la cárcel de Reading, escrito en su exilio en Francia. Otras obras que marcaron hitos en la historia, como El diario de Ana Frank, surgieron en condiciones extremas. Escondidos de los nazis en una buhardilla de un almacén de Ámsterdam, Ana y su familia, más otra familia judía y un amigo, vivieron más de dos años en un ambiente que llamaban “la casa de atrás”. Ese fue el primer título del material personal que escribió Ana, a los 13 años, entre el 12 de junio de 1942 y el 1° de agosto de 1944. Recién en 1947, Otto Frank, su padre y único sobreviviente del grupo, publicó el diario, uno de los libros más vendidos del mundo.
Por la misma época, Samuel Beckett debe ocultarse en una casa en Roussillon, en el sur de Francia, porque lo persigue la Gestapo. Miembro de la Resistencia, el autor irlandés se encierra a trabajar en la novela Watt (1953) la última que escribió en inglés ya que luego adoptaría el francés como lengua narrativa. Bajo aislamiento obligado el autor pudo tomarse el tiempo para describir ochenta maneras de acomodar cuatro muebles en un cuarto y veinte miradas de cada integrante de un comité de cinco personas para asegurarse que cada uno ha mirado (y descifrado) a los otros.
La razón principal del confinamiento voluntario al que se sometió Franz Kafka en Berlín fue la tuberculosis que le causó la muerte a los 40 años, en junio de 1924. Siete meses antes, se encerró a escribir. “La madriguera”, también editado como “La obra” o “La construcción”, su último cuento y quedó inconcluso. En el contexto de una Alemania agobiada por la hiperinflación y con las molestias constantes de una tos persistente, Kafka describe una sensación de angustia que se manifiesta en la búsqueda de refugio y en la acumulación. Cualquier parecido con la realidad de estos días no es más que una premonición kafkiana.
En el caso de Mary y Percy Shelley, Lord Byron y John Polidori, entre otros intelectuales que quedaron aislados en junio de 1816, la “peste” que les impidió salir de la mansión de Villa Diodati, ubicada frente al lago de Ginebra, fue un frío descomunal y una tormenta de cenizas y azufre causada por la erupción de un volcán en Indonesia. Esa calamidad climática se conoce como “El año del verano que nunca llegó”, título de la novela del autor colombiano William Ospina publicada por Penguin Random House en 2015 que reconstruye desde la ficción cómo fue aquella larga noche que duró varios días.
En cambio, el aislamiento que se impuso Henry David Thoreau durante dos años, dos meses y dos días en 1845 fue voluntario: se instaló en una pequeña casa que había construido en el bosque para escribir Walden, ensayo narrativo sobre la experiencia de la vida solitaria y autosuficiente, publicado en 1854, que es uno de los textos de no ficción más famosos de un estadounidense.
Otros confinamientos creativos se deben a razones personales o del mundo irracional, como la historia del Marqués de Sade, que pasó veintisiete años encerrado en prisiones y asilos para locos peligrosos.
En el terreno del arte hay varias reclusiones creativas. Al contrario de Marta Minujín, que hoy se lamenta no poder salir de su casa para trasladarse a su taller a causa de las restricciones impuestas por el gobierno nacional, la artista japonesa Yayoi Kusama, de 91 años, lleva cuatro décadas de internación voluntaria en una clínica psiquiátrica. Como muchos colegas, Kusama, la reina de los lunares pop, necesita aislarse para crear. Tiene un taller a pocas cuadras del psiquiátrico, en Tokio, del que va y viene para luego regresar a dormir a la clínica que considera su hogar. A través del arte, Kusama exorciza sus miedos y expresa sus obsesiones, como se pudo ver en Buenos Aires en 2013 en la muestra Obsesión infinita, una de las más visitadas del Malba.
El caso del artista chino disidente Ai Weiwei es diferente: en 2011 pasó
81 días en la cárcel y luego estuvo cinco años bajo estricta vigilancia del gobierno. No pudo salir del país durante ese período y fue espiado con cámaras y micrófonos, seguido por la calle y fotografiado para controlar sus movimientos. “Fui la persona más controlada de China”, dijo en 2017 cuando mostró en Fundación Proa buena parte de la producción de aquellos años de reclusión.
Por la misma época, Samuel Beckett debe ocultarse en una casa en Roussillon, en el sur de Francia, porque lo persigue la Gestapo. Miembro de la Resistencia, el autor irlandés se encierra a trabajar en la novela Watt (1953) la última que escribió en inglés ya que luego adoptaría el francés como lengua narrativa. Bajo aislamiento obligado el autor pudo tomarse el tiempo para describir ochenta maneras de acomodar cuatro muebles en un cuarto y veinte miradas de cada integrante de un comité de cinco personas para asegurarse que cada uno ha mirado (y descifrado) a los otros.
La razón principal del confinamiento voluntario al que se sometió Franz Kafka en Berlín fue la tuberculosis que le causó la muerte a los 40 años, en junio de 1924. Siete meses antes, se encerró a escribir. “La madriguera”, también editado como “La obra” o “La construcción”, su último cuento y quedó inconcluso. En el contexto de una Alemania agobiada por la hiperinflación y con las molestias constantes de una tos persistente, Kafka describe una sensación de angustia que se manifiesta en la búsqueda de refugio y en la acumulación. Cualquier parecido con la realidad de estos días no es más que una premonición kafkiana.
En el caso de Mary y Percy Shelley, Lord Byron y John Polidori, entre otros intelectuales que quedaron aislados en junio de 1816, la “peste” que les impidió salir de la mansión de Villa Diodati, ubicada frente al lago de Ginebra, fue un frío descomunal y una tormenta de cenizas y azufre causada por la erupción de un volcán en Indonesia. Esa calamidad climática se conoce como “El año del verano que nunca llegó”, título de la novela del autor colombiano William Ospina publicada por Penguin Random House en 2015 que reconstruye desde la ficción cómo fue aquella larga noche que duró varios días.
En cambio, el aislamiento que se impuso Henry David Thoreau durante dos años, dos meses y dos días en 1845 fue voluntario: se instaló en una pequeña casa que había construido en el bosque para escribir Walden, ensayo narrativo sobre la experiencia de la vida solitaria y autosuficiente, publicado en 1854, que es uno de los textos de no ficción más famosos de un estadounidense.
Otros confinamientos creativos se deben a razones personales o del mundo irracional, como la historia del Marqués de Sade, que pasó veintisiete años encerrado en prisiones y asilos para locos peligrosos.
En el terreno del arte hay varias reclusiones creativas. Al contrario de Marta Minujín, que hoy se lamenta no poder salir de su casa para trasladarse a su taller a causa de las restricciones impuestas por el gobierno nacional, la artista japonesa Yayoi Kusama, de 91 años, lleva cuatro décadas de internación voluntaria en una clínica psiquiátrica. Como muchos colegas, Kusama, la reina de los lunares pop, necesita aislarse para crear. Tiene un taller a pocas cuadras del psiquiátrico, en Tokio, del que va y viene para luego regresar a dormir a la clínica que considera su hogar. A través del arte, Kusama exorciza sus miedos y expresa sus obsesiones, como se pudo ver en Buenos Aires en 2013 en la muestra Obsesión infinita, una de las más visitadas del Malba.
El caso del artista chino disidente Ai Weiwei es diferente: en 2011 pasó
81 días en la cárcel y luego estuvo cinco años bajo estricta vigilancia del gobierno. No pudo salir del país durante ese período y fue espiado con cámaras y micrófonos, seguido por la calle y fotografiado para controlar sus movimientos. “Fui la persona más controlada de China”, dijo en 2017 cuando mostró en Fundación Proa buena parte de la producción de aquellos años de reclusión.
Si pensamos en una prisión de la que solo es posible escapar con la mente, es la que impone el cuerpo. Ya sea por una parálisis o cualquiera de esas crueles enfermedades que van quitando la posibilidad del movimiento, estar preso dentro del cuerpo es una pesadilla que puede atemorizar más que una pandemia global. Vaya si lo supo Frida Kahlo, la mujer que quedó atrapada en un cuerpo quebrado a los 19 años, a causa de un accidente de autobús. Pintó muchos de sus cuadros más famosos desde la cama, frente a un espejo.
N. B.
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