domingo, 19 de abril de 2020

IDENTIDAD CULTURAL,


Relato sobre un changuito feliz que no quería dejar de aprender
La difícil vida para la educación rural
Como su familia, sufre estoicamente la vida que le toca llevar. Digna, pero dura, como los quebrachales de antes. Sus doce años están tajados por el sacrificio cotidiano. Y aunque su mundo abunda en pobreza, Tránsito es feliz. Tiene ocho hermanos. Todos, menos él, salen a trabajar en la tierra y a cuidar las cabras.
Solamente, Tránsito, como hermano mayor, va a la escuela. Debe recorrer diez kilómetros. Hábil en el arte de andar a caballo, sortea con elegancia los churquis, sin necesidad de guardamontes. Después de atar su querido flete, más hueso que carne, entra al aula con alegría respetuosa.
Con su familia, sus días pasan en un rancho de adobe y techo de cañas, con algunas chapas mantenidas por grandes piedras. Las dos habitaciones son grandes y allí duermen todos.
La vida transcurre en la galería abierta hacia el monte; allí su madre cocina en una gran cacerola, directamente apoyada sobre el fuego que solo se apaga hacia la madrugada, cuando rayos tenues, salidos del horizonte, comienzan a iluminar el rancho. En seguida, el humo lo rodea y, al pegar el viento contra él, entra como silencioso visitante, impregnando con su olor grisáceo los pocos trapos que ordenadamente se amontonan en cada rincón, sobre el piso de tierra.
A la hora de matear, cuando la tardecita, fresca, reposa sobre el campo, la familia se reúne bajo la sombra de un gran mistol, solitario. A conversar, con más silencios que palabras.
Cuentan los viejos que, hace unas cuantas décadas, se veían árboles como el quebracho blanco y colorado y el algarrobo blanco y negro. Y, también, el palo santo, con su exquisito perfume. Dicen que, también, había elegantes guayacanes. En aquellos tiempos, llovía mucho. Ahora, no.
Y según comentan, luego llegaron cientos de hombres del sur, dispuestos para su tala. La mayor parte de los quebrachos fueron a dar a las vías del ferrocarril. Como durmientes, sufridos y fuertes, que aún hoy sostienen las cintas de hierro por donde, de tanto en tanto, pasa el tren de carga, que une Embarcación con Formosa.
A partir de allí, otros hombres, de a poco, fueron cambiando la cultura del lugar. Así, de adorar la tierra y el agua, la gente comenzó a "dominar" la naturaleza.
Los lugareños, por cientos de años, han vivido según su sabia cultura. La de convivencia con la naturaleza; la de disfrutarla, como el niño goza de su madre. Y aunque no tenían clara conciencia de ello, sabían de sustentabilidad. Desde hace ya varias décadas, los árboles son escasos y pequeños. La falta de pastos resulta del sobre pastoreo y de las menores lluvias. Saben que el manejo no es bueno, pero no pueden optar por otro.
Tránsito, como todas las mañanas debe partir para el madrejón, una laguna natural de agua permanente, formada por la lluvia de verano. El agua se renueva cada verano. Pero el resto del año permanece allí, estacionada; turbia y tibia.
Hoy es un día distinto, porque hay invitados. Entonces debe llevar, en lugar de uno, dos baldes de agua. Camina "pata pila" porque como dice su madre, "las alpargatas no duran; y cuestan mucha platita".
Al volver, la madre comienza a preparar el guiso. Mientras tanto, el agua reposa en el balde, para que los sedimentos vayan cayendo.
Se sabe que el agua está apenas a unos cuarenta metros de profundidad. Sin embargo, no hay molinos de viento como los de la pampa.
Paradójicamente, la ignorancia les ayuda en la supervivencia. Pero al mismo tiempo, perpetúa su indefensión. La ancestral resignación prolonga las condiciones de una vida rasgada por la escasez.
En la escuela, Tránsito está aprendiendo muchas cosas. Pero no a recuperar los antiguos valores sobre la naturaleza, que son la fuente de una mejor vida. Sin embargo, no pierde el orgullo de ser quien es. Y de formar parte del entorno que ama. Esa es su fortuna.

M. A. L.

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