Jorge Fernandez Díaz
La sospecha, un trepidante cuento policial del escritor
Pablo De Santis.
Usted espera en silencio frente al escritorio de su jefe mientras él termina de firmar unos papeles. Cuando su jefe descubre su presencia le señala unos recortes de diarios que ha extendido sobre el escritorio, entre sándwiches abandonados y vasos descartables con restos de café.
La noticia es de la semana pasada: el gerente de una empresa papelera abrió una caja que parecía contener un regalo y el envío estalló.
Perdió la vista de un ojo y dos dedos de la mano derecha. La otra noticia es de un año antes (los recortes están un poco amarillentos): esa vez la caja de cartón enviada por correo explotó en la oficina de una curtiembre, durante la noche, sin dejar heridos.
A los dos ataques siguieron mensajes exaltados enviados a los periódicos y escritos a máquina. Los paranoicos rechazan las computadoras porque temen que espíen sus archivos y el interior de sus mentes.
Hubo antes incidentes menores, explica su jefe. Los ataques son esporádicos, pero hay un incremento en el poder de los explosivos: la próxima vez puede que vuele una casa, una oficina, una empresa entera. Usted menciona grupos preocupados por pozos de petróleo, ballenas y pingüinos, pero su jefe lo interrumpe.
Han trazado un perfil del sospechoso: es un hombre solo, un obsesivo, seguramente aficionado al ajedrez y a las palabras cruzadas. A través de complicados cálculos y diagramas que unen oficinas de correo, vida social, antecedentes educativos y problemas con la ley han aparecido los nombres de cinco sospechosos, todos masculinos.
Su jefe le informa de que a usted le toca vigilar a uno que vive en las afueras de Bariloche. Usted parte de inmediato hacia el sur en su auto, un Peugeot que ha heredado de su padre. Duerme en un hotelito de Choele Choel y bien temprano sigue camino.
Quiere resolver el asunto y volver rápido, no le gusta estar lejos de casa. Tampoco le gusta el frío del sur. Alquila una habitación muy cerca de la casa del sospechoso, en una posada dos estrellas.
Por fortuna es otoño: temporada baja. Los viáticos que le han dado son escasos, como siempre. La posada tiene, a la noche, una ligera vida social, que incluye una mesa de pool, un blanco para dardos y un par de borrachos amistosos.
El sospechoso va casi todas las noches, aunque toma poco alcohol, apenas dos cervezas, algo que en la posada se considera abstinencia. Usted sabe que cuando uno es espontáneo, sincero, en fin, cuando uno es uno mismo, por decirlo de algún modo, es mucho más difícil establecer contacto con los demás, porque uno puede cansarse, o aburrirse, o tener la mente en blanco.
Pero aquel que finge no tiene esos problemas, deja a su yo entre paréntesis, y se muestra siempre dispuesto a conversar. Así lo hace usted, confesando algo de su vida (una esposa que lo engañó, algo falso porque nunca se casó; un período de adicción a las anfetaminas), para incitar al otro a la confidencia.
Después de la primera cerveza el sospechoso se larga a hablar, diciendo las cosas que usted, por supuesto, ya sabe: vive solo, en una cabaña que está a metros del lago; organiza excursiones de pesca y un par de meses al año trabaja como guía de alta montaña.
Es un hombre educado, amable y reservado. Tiene, como usted, cuarenta años. Descubre —eso no estaba en los informes— que el sospechoso y la dueña de la posada se conocen desde la infancia, e intuye que han tenido algún breve romance en la adolescencia o la juventud.
Ese primer encuentro con el sospechoso, según mis informes, es un éxito, y a la semana usted y él ya parecen amigos. La dueña de la posada donde se ha instalado es una mujer de cuarenta y dos años. Tiene un hijo de veinte que vive en Ushuaia. Su marido, que le llevaba unos cuantos años, murió de un ataque al corazón.
Según veo en las fotos que acompañan al informe, es una mujer muy atractiva. Una noche usted decide invitarla a dar un paseo y terminan en su cama.
A ella le extraña que se instale en la posada por tiempo indeterminado; y usted inventa una vaga herencia, una especie de año sabático que ha decidido tomarse, y la escritura de una novela sobre andinismo.
Gente que persiste en su empeño de alcanzar la cumbre por algún camino nunca antes hollado. La idea, le explica a la mujer, es que el ascenso a la montaña sea una metáfora de la vida en general. Para justificar ese pretexto empieza a leer cuanto libro encuentra sobre las montañas.
Si no he entendido mal, a estas alturas —ya han transcurrido diez días— usted ha echado sobre el sospechoso un veredicto de inocencia. El culpable debe ser uno de los otros cuatro, que sus compañeros espían en regiones lejanas.
Cuando usted partió rumbo al sur, deseaba encontrar al culpable, ganar méritos en la fuerza, recibir una medalla en algún acto solemne, con la música de fondo de la banda policial. Ahora, pocos días después, todo eso le importa poco.
Cuando envía un informe a su jefe, usted esconde su confianza en la inocencia del sospechoso, dice que necesita más tiempo, que hay que seguir investigando. Se siente un poco culpable de pasear por los bosques y por la orilla del lago y tomar un par de cervezas cada noche sin hacer el trabajo por el que le pagan el sueldo.
Así que aprovecha que el sospechoso ha ido de excursión con una parejita de norteamericanos recién casados para entrar en la cabaña. Usted sabe abrir cerraduras, pero eso no hace falta, porque el sospechoso deja siempre la llave detrás de una maceta. Un tablero de ajedrez, libros de pesca y montañismo, una escopeta oxidada.
Toallas en el suelo, camisas colgadas en las sillas: el desorden de un hombre que vive solo. En lo alto del armario bien podría esconderse una máquina de escribir: usted sabe que el loco que manda las bombas escribe sus mensajes alucinados en una Olivetti Lettera que tiene las mayúsculas fuera de servicio.
Sería bueno buscar la máquina y comprobar si funcionan las mayúsculas. A simple vista no se ve, y el estante alto del ropero está abarrotado de cosas (una cafetera eléctrica, unos discos de pasta con las sinfonías de Beethoven, una raqueta de tenis con el encordado roto); esa clase de cosas que, por un ridículo respeto al pasado, la gente no se anima a tirar. Si se pone a buscar será muy complicado volver a dejar todo como estaba, así que rechaza la idea.
Le aterra que el sospechoso descubra que usted es policía, que lo ha estado espiando y revisando sus cosas. A la dueña de la posada le agrada tener un hombre junto a ella.
El precio de la habitación se reduce bruscamente y, a cambio, usted hace pequeños arreglos, para que cada uno de los cuartos esté perfecto cuando empiece la temporada alta, dentro de dos meses.
Siempre hay una canilla que gotea, un control remoto que no funciona, o una teja caída por efecto de la acumulación de nieve. Usted tiene su cuarto, pero —lamento ser indiscreto— duerme casi todas las noches con la mujer.
Los días pasan y usted comienza a sentir la incómoda felicidad del amor. Teme que lo llamen o le escriban para avisarle de que debe volver a Buenos Aires. Pero nadie se pone en contacto; todos parecen haberlo olvidado.
De todas maneras pasa informes sobre la vida del sospechoso: la cantidad de plata que guarda en el banco, la descripción de su cabaña (tengo frente a mí las fotografías que envió), una lista de sus clientes, sus tenues lazos con la comunidad.
Un día el sospechoso (que no tiene teléfono fijo ni celular ni usa el correo electrónico porque tampoco tiene computadora) le deja un mensaje en la posada: un cliente canceló la excursión y se encuentra con la tarde libre.
Cuando usted se acerca a la cabaña descubre que el sospechoso está junto a la ventana, sentado, entregado solo a la espera.
Estos paseos en lancha pronto se repiten, y cada vez que recorren la costa para luego adentrarse en el lago usted señala a lo lejos alguna montaña, o algún golfo o alguna isla y pregunta los nombres, y él responde, pero mecánicamente, sin darle importancia, como si los nombres no importaran, como si fueran papelitos pegados sobre las cosas.
Pero cuando se quedan solos en medio del lago, con el motor apagado, el sospechoso abandona su reserva o su timidez y habla largamente, con su voz pausada: habla de un planeta que agoniza, de las compañías que contaminan los ríos y los lagos, de la urgencia de exterminar a los ogros que arruinan los jardines del mundo.
Usted prefiere cambiar de tema, porque le parece que hay en el otro un vestigio de sospecha, y siente que si descubre que usted no es quien dice ser, eso significará para él no solo una amistad traicionada, sino una revelación sobre la naturaleza impura del mundo.
Entonces decide distraerlo de sus obsesiones y le pregunta por sus ascensos a los picos más difíciles, por los hombres que han perdido la vida en las cumbres heladas. Quiere saber qué se siente al estar al borde del precipicio, al borde de la muerte.
El sospechoso le responde, con un dejo de sorpresa, como si fuera algo obvio para todos, que siempre estamos al borde del abismo, siempre a punto de caer cuesta abajo. Al fin llega la catástrofe: su jefe le informa de que han atrapado al culpable.
Es un profesor de matemáticas jubilado que vive en un chalet en Mar del Plata. Cuando murió su mujer, cinco años atrás, la soledad lo enloqueció.
La noche anterior policías de la provincia irrumpieron en la casa del profesor. Encontraron recortes periodísticos sobre los atentados, instrucciones para armar bombas caseras, y una especie de tratado delirante sobre el cambio climático escrito en un cuaderno escolar.
Como había adelantado su jefe, el profesor es aficionado a las palabras cruzadas y al ajedrez. La televisión lo muestra con aspecto de ermitaño: la barba blanca, los anteojos torcidos, la ropa con agujeros, la sonrisa de un demente.
La máquina de escribir del hombre es una Olivetti Lettera, como la usada en los mensajes que siguieron a las explosiones. Las mayúsculas funcionan sin problemas, pero la falta de mayúsculas puede haber sido una costumbre o un síntoma de locura en vez de un problema mecánico.
Por supuesto, ahora reclaman su presencia en Buenos Aires, que guarde sus cosas y vuelva cuanto antes. Otros casos lo esperan. A usted le resulta insoportable la idea de volver a su trabajo, a la conversación trivial con los otros oficiales, a encerrarse en oficinas llenas de humo.
Decide su plan: volverá a Buenos Aires, renunciará, y regresará al sur. Le anuncia a la dueña de la posada que se irá unos días para resolver cuestiones familiares. Ella parece un poco decepcionada de que no la invite a acompañarlo. Usted advierte su desconfianza y resuelve dejar parte de su equipaje, como señal de que piensa volver.
La noticia de su partida se difunde entre los habitués nocturnos de la posada, y a la mañana siguiente, apenas se despierta, encuentra bajo su puerta un mensaje escrito a máquina: el exsospechoso (llamémoslo ahora así, ya que al parecer han atrapado al culpable) le pide que antes de partir pase por su cabaña.
Está en cama y necesita un favor: que lleve hasta el correo una encomienda. Puede ser una oficina de correo de Neuquén, que le queda de paso en su viaje hacia Buenos Aires. Usted trata de no prestar atención al mensaje, pero no puede dejar de observar que el exsospechoso, un hombre tan educado, no ha escrito una sola mayúscula.
Está dispuesto a partir sin verlo. Simulará que no ha encontrado el mensaje, que con el apuro del viaje y los problemas que lo esperan en Buenos Aires… Y sin embargo, algo de su oficio lo tiene atrapado, una especie de recóndito instinto, la antigua resignación a la verdad.
En vez de seguir hacia la ruta, toma el camino de ripio que conduce al lago. Usted avanza muy lentamente —15 o 20 kilómetros por hora— porque la verdad es que no quiere llegar, no quiere hacer preguntas, no quiere ninguna confirmación. Solo faltan unos cien metros cuando la cabaña estalla.
La explosión sacude el coche y usted clava los frenos. La nube de polvo rodea el auto, y demorados escombros, atrapados en el ramaje de los coihues, siguen cayendo durante algunos segundos. Días más tarde nuevos recortes de diarios cubren el escritorio de su jefe, entre sándwiches abandonados y vasos descartables con restos de café.
El sospechoso, dicen las noticias, cruzó por accidente dos cables que no debían cruzarse. Pero usted sabe que el sospechoso no cometió ningún error. Usted no dirá a nadie la verdad; ni a su jefe ni a la mujer de la posada.
No dirá que el sospechoso lo estaba esperando, sentado junto a la ventana, la máquina de escribir frente a él, y que apenas vio el Peugeot en el fondo de la calle unió los cables que no debían unirse. Una señal de que la sospecha que había tenido sobre usted, y que en vano había tratado de borrar, había alcanzado su confirmación.
El texto pertenece a un libro de cuentos del escritor y académico argentino Pablo De Santis.
Usted espera en silencio frente al escritorio de su jefe mientras él termina de firmar unos papeles. Cuando su jefe descubre su presencia le señala unos recortes de diarios que ha extendido sobre el escritorio, entre sándwiches abandonados y vasos descartables con restos de café.
La noticia es de la semana pasada: el gerente de una empresa papelera abrió una caja que parecía contener un regalo y el envío estalló.
Perdió la vista de un ojo y dos dedos de la mano derecha. La otra noticia es de un año antes (los recortes están un poco amarillentos): esa vez la caja de cartón enviada por correo explotó en la oficina de una curtiembre, durante la noche, sin dejar heridos.
A los dos ataques siguieron mensajes exaltados enviados a los periódicos y escritos a máquina. Los paranoicos rechazan las computadoras porque temen que espíen sus archivos y el interior de sus mentes.
Hubo antes incidentes menores, explica su jefe. Los ataques son esporádicos, pero hay un incremento en el poder de los explosivos: la próxima vez puede que vuele una casa, una oficina, una empresa entera. Usted menciona grupos preocupados por pozos de petróleo, ballenas y pingüinos, pero su jefe lo interrumpe.
Han trazado un perfil del sospechoso: es un hombre solo, un obsesivo, seguramente aficionado al ajedrez y a las palabras cruzadas. A través de complicados cálculos y diagramas que unen oficinas de correo, vida social, antecedentes educativos y problemas con la ley han aparecido los nombres de cinco sospechosos, todos masculinos.
Su jefe le informa de que a usted le toca vigilar a uno que vive en las afueras de Bariloche. Usted parte de inmediato hacia el sur en su auto, un Peugeot que ha heredado de su padre. Duerme en un hotelito de Choele Choel y bien temprano sigue camino.
Quiere resolver el asunto y volver rápido, no le gusta estar lejos de casa. Tampoco le gusta el frío del sur. Alquila una habitación muy cerca de la casa del sospechoso, en una posada dos estrellas.
Por fortuna es otoño: temporada baja. Los viáticos que le han dado son escasos, como siempre. La posada tiene, a la noche, una ligera vida social, que incluye una mesa de pool, un blanco para dardos y un par de borrachos amistosos.
El sospechoso va casi todas las noches, aunque toma poco alcohol, apenas dos cervezas, algo que en la posada se considera abstinencia. Usted sabe que cuando uno es espontáneo, sincero, en fin, cuando uno es uno mismo, por decirlo de algún modo, es mucho más difícil establecer contacto con los demás, porque uno puede cansarse, o aburrirse, o tener la mente en blanco.
Pero aquel que finge no tiene esos problemas, deja a su yo entre paréntesis, y se muestra siempre dispuesto a conversar. Así lo hace usted, confesando algo de su vida (una esposa que lo engañó, algo falso porque nunca se casó; un período de adicción a las anfetaminas), para incitar al otro a la confidencia.
Después de la primera cerveza el sospechoso se larga a hablar, diciendo las cosas que usted, por supuesto, ya sabe: vive solo, en una cabaña que está a metros del lago; organiza excursiones de pesca y un par de meses al año trabaja como guía de alta montaña.
Es un hombre educado, amable y reservado. Tiene, como usted, cuarenta años. Descubre —eso no estaba en los informes— que el sospechoso y la dueña de la posada se conocen desde la infancia, e intuye que han tenido algún breve romance en la adolescencia o la juventud.
Ese primer encuentro con el sospechoso, según mis informes, es un éxito, y a la semana usted y él ya parecen amigos. La dueña de la posada donde se ha instalado es una mujer de cuarenta y dos años. Tiene un hijo de veinte que vive en Ushuaia. Su marido, que le llevaba unos cuantos años, murió de un ataque al corazón.
Según veo en las fotos que acompañan al informe, es una mujer muy atractiva. Una noche usted decide invitarla a dar un paseo y terminan en su cama.
A ella le extraña que se instale en la posada por tiempo indeterminado; y usted inventa una vaga herencia, una especie de año sabático que ha decidido tomarse, y la escritura de una novela sobre andinismo.
Gente que persiste en su empeño de alcanzar la cumbre por algún camino nunca antes hollado. La idea, le explica a la mujer, es que el ascenso a la montaña sea una metáfora de la vida en general. Para justificar ese pretexto empieza a leer cuanto libro encuentra sobre las montañas.
Si no he entendido mal, a estas alturas —ya han transcurrido diez días— usted ha echado sobre el sospechoso un veredicto de inocencia. El culpable debe ser uno de los otros cuatro, que sus compañeros espían en regiones lejanas.
Cuando usted partió rumbo al sur, deseaba encontrar al culpable, ganar méritos en la fuerza, recibir una medalla en algún acto solemne, con la música de fondo de la banda policial. Ahora, pocos días después, todo eso le importa poco.
Cuando envía un informe a su jefe, usted esconde su confianza en la inocencia del sospechoso, dice que necesita más tiempo, que hay que seguir investigando. Se siente un poco culpable de pasear por los bosques y por la orilla del lago y tomar un par de cervezas cada noche sin hacer el trabajo por el que le pagan el sueldo.
Así que aprovecha que el sospechoso ha ido de excursión con una parejita de norteamericanos recién casados para entrar en la cabaña. Usted sabe abrir cerraduras, pero eso no hace falta, porque el sospechoso deja siempre la llave detrás de una maceta. Un tablero de ajedrez, libros de pesca y montañismo, una escopeta oxidada.
Toallas en el suelo, camisas colgadas en las sillas: el desorden de un hombre que vive solo. En lo alto del armario bien podría esconderse una máquina de escribir: usted sabe que el loco que manda las bombas escribe sus mensajes alucinados en una Olivetti Lettera que tiene las mayúsculas fuera de servicio.
Sería bueno buscar la máquina y comprobar si funcionan las mayúsculas. A simple vista no se ve, y el estante alto del ropero está abarrotado de cosas (una cafetera eléctrica, unos discos de pasta con las sinfonías de Beethoven, una raqueta de tenis con el encordado roto); esa clase de cosas que, por un ridículo respeto al pasado, la gente no se anima a tirar. Si se pone a buscar será muy complicado volver a dejar todo como estaba, así que rechaza la idea.
Le aterra que el sospechoso descubra que usted es policía, que lo ha estado espiando y revisando sus cosas. A la dueña de la posada le agrada tener un hombre junto a ella.
El precio de la habitación se reduce bruscamente y, a cambio, usted hace pequeños arreglos, para que cada uno de los cuartos esté perfecto cuando empiece la temporada alta, dentro de dos meses.
Siempre hay una canilla que gotea, un control remoto que no funciona, o una teja caída por efecto de la acumulación de nieve. Usted tiene su cuarto, pero —lamento ser indiscreto— duerme casi todas las noches con la mujer.
Los días pasan y usted comienza a sentir la incómoda felicidad del amor. Teme que lo llamen o le escriban para avisarle de que debe volver a Buenos Aires. Pero nadie se pone en contacto; todos parecen haberlo olvidado.
De todas maneras pasa informes sobre la vida del sospechoso: la cantidad de plata que guarda en el banco, la descripción de su cabaña (tengo frente a mí las fotografías que envió), una lista de sus clientes, sus tenues lazos con la comunidad.
Un día el sospechoso (que no tiene teléfono fijo ni celular ni usa el correo electrónico porque tampoco tiene computadora) le deja un mensaje en la posada: un cliente canceló la excursión y se encuentra con la tarde libre.
Cuando usted se acerca a la cabaña descubre que el sospechoso está junto a la ventana, sentado, entregado solo a la espera.
Estos paseos en lancha pronto se repiten, y cada vez que recorren la costa para luego adentrarse en el lago usted señala a lo lejos alguna montaña, o algún golfo o alguna isla y pregunta los nombres, y él responde, pero mecánicamente, sin darle importancia, como si los nombres no importaran, como si fueran papelitos pegados sobre las cosas.
Pero cuando se quedan solos en medio del lago, con el motor apagado, el sospechoso abandona su reserva o su timidez y habla largamente, con su voz pausada: habla de un planeta que agoniza, de las compañías que contaminan los ríos y los lagos, de la urgencia de exterminar a los ogros que arruinan los jardines del mundo.
Usted prefiere cambiar de tema, porque le parece que hay en el otro un vestigio de sospecha, y siente que si descubre que usted no es quien dice ser, eso significará para él no solo una amistad traicionada, sino una revelación sobre la naturaleza impura del mundo.
Entonces decide distraerlo de sus obsesiones y le pregunta por sus ascensos a los picos más difíciles, por los hombres que han perdido la vida en las cumbres heladas. Quiere saber qué se siente al estar al borde del precipicio, al borde de la muerte.
El sospechoso le responde, con un dejo de sorpresa, como si fuera algo obvio para todos, que siempre estamos al borde del abismo, siempre a punto de caer cuesta abajo. Al fin llega la catástrofe: su jefe le informa de que han atrapado al culpable.
Es un profesor de matemáticas jubilado que vive en un chalet en Mar del Plata. Cuando murió su mujer, cinco años atrás, la soledad lo enloqueció.
La noche anterior policías de la provincia irrumpieron en la casa del profesor. Encontraron recortes periodísticos sobre los atentados, instrucciones para armar bombas caseras, y una especie de tratado delirante sobre el cambio climático escrito en un cuaderno escolar.
Como había adelantado su jefe, el profesor es aficionado a las palabras cruzadas y al ajedrez. La televisión lo muestra con aspecto de ermitaño: la barba blanca, los anteojos torcidos, la ropa con agujeros, la sonrisa de un demente.
La máquina de escribir del hombre es una Olivetti Lettera, como la usada en los mensajes que siguieron a las explosiones. Las mayúsculas funcionan sin problemas, pero la falta de mayúsculas puede haber sido una costumbre o un síntoma de locura en vez de un problema mecánico.
Por supuesto, ahora reclaman su presencia en Buenos Aires, que guarde sus cosas y vuelva cuanto antes. Otros casos lo esperan. A usted le resulta insoportable la idea de volver a su trabajo, a la conversación trivial con los otros oficiales, a encerrarse en oficinas llenas de humo.
Decide su plan: volverá a Buenos Aires, renunciará, y regresará al sur. Le anuncia a la dueña de la posada que se irá unos días para resolver cuestiones familiares. Ella parece un poco decepcionada de que no la invite a acompañarlo. Usted advierte su desconfianza y resuelve dejar parte de su equipaje, como señal de que piensa volver.
La noticia de su partida se difunde entre los habitués nocturnos de la posada, y a la mañana siguiente, apenas se despierta, encuentra bajo su puerta un mensaje escrito a máquina: el exsospechoso (llamémoslo ahora así, ya que al parecer han atrapado al culpable) le pide que antes de partir pase por su cabaña.
Está en cama y necesita un favor: que lleve hasta el correo una encomienda. Puede ser una oficina de correo de Neuquén, que le queda de paso en su viaje hacia Buenos Aires. Usted trata de no prestar atención al mensaje, pero no puede dejar de observar que el exsospechoso, un hombre tan educado, no ha escrito una sola mayúscula.
Está dispuesto a partir sin verlo. Simulará que no ha encontrado el mensaje, que con el apuro del viaje y los problemas que lo esperan en Buenos Aires… Y sin embargo, algo de su oficio lo tiene atrapado, una especie de recóndito instinto, la antigua resignación a la verdad.
En vez de seguir hacia la ruta, toma el camino de ripio que conduce al lago. Usted avanza muy lentamente —15 o 20 kilómetros por hora— porque la verdad es que no quiere llegar, no quiere hacer preguntas, no quiere ninguna confirmación. Solo faltan unos cien metros cuando la cabaña estalla.
La explosión sacude el coche y usted clava los frenos. La nube de polvo rodea el auto, y demorados escombros, atrapados en el ramaje de los coihues, siguen cayendo durante algunos segundos. Días más tarde nuevos recortes de diarios cubren el escritorio de su jefe, entre sándwiches abandonados y vasos descartables con restos de café.
El sospechoso, dicen las noticias, cruzó por accidente dos cables que no debían cruzarse. Pero usted sabe que el sospechoso no cometió ningún error. Usted no dirá a nadie la verdad; ni a su jefe ni a la mujer de la posada.
No dirá que el sospechoso lo estaba esperando, sentado junto a la ventana, la máquina de escribir frente a él, y que apenas vio el Peugeot en el fondo de la calle unió los cables que no debían unirse. Una señal de que la sospecha que había tenido sobre usted, y que en vano había tratado de borrar, había alcanzado su confirmación.
El texto pertenece a un libro de cuentos del escritor y académico argentino Pablo De Santis.
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