Lo que aprendí en estos días
La situación me pareció ridícula, pero no pude dejar de mirarla. La otra noche, no sé bien cuál, quién sabe, qué importa, mi novio me habló de un programa de supervivencia de Discovery Channel y justo lo encontró al aire y lo miramos. Lo vi. Una mujer de unos 60 años, el pelo de ese blanco que parece gris, el cuerpo al aire, la piel en pliegos y los ojos verdes. Como la miel. Un hombre de unos 70, el cuerpo desnudo de un atleta de 30, un morral cruzado para tapar lo que deseara y los ojos marrones. Como un árbol. Ambos sin más que una olla y una especie de hacha pequeña. Los dos en medio de la sabana africana. Listos para vivir tres semanas así. En el mundo que es mundo sin mundo. Sin gente, sin permisos, sin calles.
El programa avanzaba mientras mi novio lo disfrutaba y yo me preguntaba por qué alguien querría hacer algo como eso y eso es dormir sobre plantas, comer lo que se encuentra y tomar agua con las manos. Lo respondían después, al terminar. Él dijo que era para llevar su mente al extremo y ver cómo reaccionaba. Ella, para aprender y conocerse. Y entonces la situación me pareció insolente, pero no pude evitarla.
Yo me sentí desnuda. Desde hace tres semanas cumplo una cuarentena en el departamento de sesenta metros en el que vivo desde hace diez años (primero con mi amiga, después mucho sola, desde hace bastante con mi novio) y estoy rodeada y repleta, y sin embargo, por segundos, yo fui ella, toda sin nada, el cabello revuelto por la libertad y las uñas empapadas en tierra. Secas.
Yo fui esa mujer sin ropa, porque cuando no hay cosas no queda otra que enfrentarse a uno y cuando lo único que hay es que lo que hay siempre, una y una y otra vez, la escena se parece.
Yo también aprendí en estos días. A lavarme el cabello con champú sólido y acondicionador sólido para ser un poco más vegana, a armar una videollamada de a cuatro por WhatsApp para hablar con mi hermano y mi madre y mi padre al mismo tiempo, a cocinar croquetas de polenta, de zapallitos, de zanahoria. Aprendí a tener reuniones de trabajo por medio de una aplicación que no conocía, a hacer pan de masa madre.
Aprendí también que si tengo paciencia me pinto las uñas tan bien o casi como me las pintan las empleadas del local al que fui solo dos veces. A jugar al truco con el celular. A jugar al Wonderboy con el celular. A calentar el agua para el mate sin pava eléctrica. A matar polillas de las chiquitas con las manos y con justicia. A usar una función del Kindle que nunca antes. A ordenar por colores. Aprendí que mi agenda es mucho más útil de lo que pensaba. Cómo cancelar un débito automático de la tarjeta. Que me gustaría saber tejer y coser. De jardinería. De fotografía. Que mis amigas que son madres tienen una gran paciencia.
Que puedo dormir más de lo que necesito. Que me gusta dormir aunque no me gusta aceptarlo. Que Ezequiel, la forma en que me despierta por la mañana, la rabia en la cocina, la risa, el tatuaje que le desborda la remera y ese lunar oscuro, lindo, es mejor compañía que yo para el encierro.
Hubo más. Hubo mucho que no aprendí, que sigo sin querer y algunas cosas que corroboré. Hubo una en particular que ya sabía, pero que asumí y que es simple.
Hubo más. Hubo mucho que no aprendí, que sigo sin querer y algunas cosas que corroboré. Hubo una en particular que ya sabía, pero que asumí y que es simple.
A mí me gusta el ruido. Seguro de sí. Limpio. Lacio. Por eso me fui del barrio. Por eso me vine a la ciudad. Uno de estos días, no recuerdo bien cuál, quién sabe, qué importa, salí a la calle para comprar lo que precisábamos y había tan pocos autos, tan poca gente, que me sentí de 17 de nuevo, en esas tardes en que caminar por la calle aún significaba algo que ya no significa. Es muy bella esta ciudad. Y yo funciono ahí adentro. Sola en casa me siento aturdida. El silencio no me sirve. Engreído.
A mí me calma el tráfico, fumar el único cigarrillo del día por la noche y escuchar ese colectivo que pasa. Un llanto me hace bien, los pasos, el crujido del aire, el cemento, el grito, la puteada, esa mala palabra nacida en el centro de una bronca sin razón. Yo pienso mejor con ruido. Duermo mejor con ruido. Como mejor con ruido. Quiero mejor con ruido. A mí el sol me sirve cuando se escucha.
A mí me calma el tráfico, fumar el único cigarrillo del día por la noche y escuchar ese colectivo que pasa. Un llanto me hace bien, los pasos, el crujido del aire, el cemento, el grito, la puteada, esa mala palabra nacida en el centro de una bronca sin razón. Yo pienso mejor con ruido. Duermo mejor con ruido. Como mejor con ruido. Quiero mejor con ruido. A mí el sol me sirve cuando se escucha.
Me gustan mis vecinos cuando no me dejan dormir. Disfruto la noche si llueve. Con tormenta. Con el agua que empuja las ventanas y me hace creer que puedo tocarla, como si en vez de gotas estuviera hecha de hojas. Azules. Si pudiera también intentaría tocar un trueno. Yo vivo en una calle hermosa y sin embargo hoy vacía se ve horrible. Buenos Aires me encanta llena. Cuando suena. Que suene.
D. C.
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