viernes, 17 de abril de 2020
LUCIANO ROMÁN, OPINIÓN,
Coronavirus: ¿Seremos los aplausos o el escrache?
Luciano Román
Los aplausos de las 21 expresan reconocimiento y gratitud; expresan madurez cívica y espíritu solidario. Están dirigidos -sobre todo- a médicos y enfermeros que se juegan la vida en la lucha contra la pandemia . Son aplausos que abrazan, dan aliento, estimulan. Los escraches a esos mismos profesionales (con cartas intimidatorias, anónimos en los ascensores y otras formas rastreras del escrache) expresan todo lo contrario: agresividad, discriminación, ignorancia. Son un ejercicio de la hostilidad, la cobardía y el egoísmo. Albergan, como si fuera poco, un absurdo contrasentido: agreden a aquel del que esperamos que nos salve y se juegue por nosotros.
No sabemos todavía cómo nos recordaremos a nosotros mismos frente a la pandemia del año 2020. Cuando nos miremos desde el futuro, ¿veremos a una sociedad que supo ser solidaria, razonable y digna frente a la arrasadora amenaza de un virus desconocido? ¿O veremos, en cambio, a una sociedad que, doblegada por el miedo, fue egoísta, intolerante y primitiva hasta el extremo de la crueldad y la sinrazón?
Seguramente, encontraremos ejemplos y actitudes que nutran una u otra de esas reacciones contrapuestas. Cualquier sociedad, en condiciones de relativa normalidad y mucho más en un contexto de dramática emergencia, contiene la miseria y el altruismo, la solidaridad y la mezquindad, la generosidad y el oportunismo. Hay hechos y actitudes que, sin embargo, marcan el tono general, el estándar y el clima de una época. ¿Seremos el país de los aplausos o el de los escraches? ¿Seremos la Argentina solidaria de los nietos y los voluntarios que asisten y cuidan a sus abuelos? ¿O seremos la del Estado ineficiente que los expone a la intemperie y el hacinamiento para cobrar la jubilación? ¿Seremos la Argentina que asume finalmente el cumplimiento de las reglas o seremos el país de la avivada que aumenta un 500 por ciento el alcohol en gel? ¿Seremos la Argentina del diálogo y la cooperación política que vimos en las primeras semanas o la de los "empresarios miserables" y los sospechosos "ejemplares" que acentuó después la grieta? ¿Seremos el Estado previsor o el que compra fideos y arroz con escandalosos sobreprecios? ¿Seremos los que tendemos una mano o los que estigmatizamos como "chetos" a quienes sufren varados, allá lejos? ¿Seremos los que ayudamos a nuestros vecinos o los que nos vamos alegremente a la costa? ¿Seremos los pueblos que cierran sus "fronteras" o los que dan abrigo y estrechan lazos de comunidad? Seremos, seguramente, todo eso. Pero ¿qué seremos más?
Cuando nos miremos desde el futuro, ¿veremos a una sociedad que supo ser solidaria, razonable y digna frente a la arrasadora amenaza de un virus desconocido? ¿O veremos, en cambio, a una sociedad que, doblegada por el miedo, fue egoísta, intolerante y primitiva hasta el extremo de la crueldad y la sinrazón?
No sabemos todavía cuáles son las actitudes que definirán nuestra reacción, como sociedad y como nación, ante este desafío sin precedentes. Pero estamos a tiempo de pensar en eso. Y de inclinar la balanza para el lado de la racionalidad y la responsabilidad, para el lado de la sensibilidad y del humanismo.
El miedo es, por supuesto, un sentimiento humano. Sus aristas y secuelas son siempre un tema complejo para la filosofía, para la ciencia, para la literatura, la psicología y la religión. Desde la modesta perspectiva periodística, solo podemos reflejar algunos interrogantes conocidos. ¿Qué hacemos con el miedo? ¿Dejamos que nos domine y nos conduzca a actitudes inconfesables? ¿O lo enfrentamos con las capacidades humanas de comprender, de tolerar, de razonar? Giacomo Leopardi, un poeta del romanticismo italiano, definió la cuestión en una línea memorable: "No temas ni a la prisión, ni a la pobreza, ni a la muerte. Teme al miedo". La historia de la humanidad está llena de miserias, atrocidades e indignidades engendradas por el miedo. Dominarlo, entonces, es el mayor imperativo ético frente a la angustiante situación que nos toca enfrentar.
Parte de nuestra responsabilidad ciudadana no sólo pasa por reconocer y valorar la tarea de médicos, enfermeros, farmacéuticos, técnicos y sanitaristas, sino también por cultivar y reforzar la confianza en ellos. Ver en cualquiera de esos servidores al portador de una amenaza es un acto de negligencia e ignorancia. Son profesionales que cumplen estrictos protocolos de higiene, seguridad y prevención. Conocen bien sus obligaciones y tienen plena conciencia de sus riesgos y sus responsabilidades. ¿Es razonable que los juzgue y los señale a la ligera cualquier consorcio vecinal cooptado por la psicosis? ¿El miedo puede justificar que alguien intente echarlos de sus casas con un anónimo en el ascensor?
Tan peligroso como el coronavirus es el riesgo de que la amenaza sanitaria desate otros virus para los cuales tampoco existe una vacuna. Debemos estar muy alertas, porque las pandemias, como las guerras, estimulan también los autoritarismos, la intolerancia, la discriminación, los egoísmos y la tentación fascista del escrache. Es fundamental que desde el poder se contribuya a marcar el tono de la reacción social, sin quitarnos -por supuesto- nuestra responsabilidad individual y colectiva. La solidaridad, la comprensión y la razonabilidad deben predicarse con el ejemplo. Por eso, han sido al menos desacertados algunos adjetivos, señalamientos y descalificaciones hechos desde la cima gubernamental. Por eso, nos estremece una afirmación infundada y antisemita lanzada, en tono ramplón, desde un espacio televisivo. La comprensión, la responsabilidad y la mesura son tan importantes como el respeto irrestricto a las medidas dispuestas y el cumplimiento de los recaudos preventivos.
La historia de la humanidad está llena de miserias, atrocidades e indignidades engendradas por el miedo. Dominarlo, entonces, es el mayor imperativo ético frente a la angustiante situación que nos toca enfrentar.
Enfrentamos un inédito desafío que, por supuesto, nos llena de temores, incertidumbre y desasosiego. Creíamos que los avances de la ciencia nos ponían a salvo de calamidades como las que sufrieron nuestros ancestros, pero nos encontramos más frágiles y vulnerables que nunca; encerrados en nuestras casas, sin poder trabajar, sin saber qué pasará mañana ni cómo seguirá la vida. En medio de semejante tempestad, tenemos una oportunidad: ser la mejor versión de nosotros mismos. Cada uno, desde el lugar que le toca, puede escribir la historia que vamos a leer en el futuro. De nosotros depende que nos podamos recordar, en medio de la emergencia, como una sociedad erguida, íntegra, sensata y solidaria; una sociedad que supo mantener la calma sin caer en la histeria del "sálvese quien pueda". De nosotros depende, en definitiva, que podamos sentirnos orgullosos o debamos avergonzarnos de haber sido como fuimos frente a la pandemia. Ojalá los aplausos de las 21 marquen el clima de esta época aciaga.
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