El virus de nuestra soberbia
El 12 de marzo, Michael Saag, médico, viajó en tren de Boston a Nueva York para encontrarse con su hijo, Harry, también médico. Iban a viajar juntos en auto hasta su casa en Alabama. Ese día, Saag escribió un artículo para el Birmingham News en el que advertía que el coronavirus estaba llegando a su región y no estaban preparados. La nota se publicó al otro día. Tras el viaje, apenas bajaron del auto, Harry acusó fiebre. Padre e hijo sabían lo que eso significaba. Al día siguiente, Saag mostró síntomas inequívocos: fatiga, tos, dolor de cabeza y pérdida del olfato. Por supuesto, los tests dieron positivo. Harry se curó en menos de una semana, pero su padre, de 64 años, empezó a empeorar. Perdió el apetito y le dolían mucho los músculos. Los síntomas crecían por las tardes y desaparecían por las mañanas. Tras dos semanas de lucha agotadora, Saag, especialista en enfermedades infecciosas y director del Centro de Investigaciones sobre VIH de la Universidad de Alabama, venció al virus. Y, ya recuperado, escribió para The Washington Post un artículo sobre lo que aprendió mientras estuvo enfermo.
"A pesar de todo mi conocimiento científico, no estaba preparado para esta batalla personal. El horror de atravesar los síntomas tiene menos que ver con cómo me sentía que con el miedo a lo desconocido", apuntó. La enfermedad le enseñó también que, hasta que llegue la vacuna contra el Covid-19, lo que debemos hacer es mantener la distancia social, quedarnos en casa y salir solo lo indispensable, el único modo de ralentizar la transmisión del virus y limitar su capacidad de daño. "Pero incluso para un médico como yo la experiencia ha sido una lección de humildad acerca de los límites de la medicina -reconoció-. La Madre Naturaleza gobierna. Podemos modificar o atenuar los síntomas, pero su poder es mucho más grande que el nuestro".
Entre las muchas historias sobre el virus que circulan en estos días, me quedo con esta, la de un hombre, científico, que pasa por una vivencia extrema y abre los ojos a una evidencia que la sociedad del siglo XXI se empeña en negar con costos gravísimos. La experiencia es intransferible, pero en estos días el mundo entero está viviendo en estado de zozobra, a merced del poder de este virus que ha infectado a la humanidad por nuestra falta de respeto a los animales y a su hábitat. En medio de la incertidumbre, con la vida en suspenso, acaso no haga falta pasar por la pesadilla de tener el virus en el propio cuerpo para deponer la soberbia idiota y entender que no somos los dueños del planeta, sino apenas una parte del todo, miembros de un organismo vivo al que insistimos en tratar como un mecanismo que podemos ajustar a nuestro antojo.
Si no superamos la soberbia y el miedo, que vienen en combo, la tendremos difícil. Tanto en esta pandemia como en las que vendrán después. Yuval Noah Harari ha dicho que el coronavirus intensificará la lucha de la ciencia por alcanzar la fantasía de la inmortalidad. ¿No podría ser al revés? ¿No podríamos aprovechar las lecciones del virus, como hizo Saag, para asumir nuestra condición vulnerable y finita?
El miedo a la muerte y la soberbia tecnocrática mueven a muchos gurúes de Silicon Valley, que invierten fortunas en reducir el misterio de la existencia a una fórmula para alcanzar la vida eterna. Entre el miedo y la soberbia actúan también aquellos líderes megalómanos que, acostumbrados a llevarse las cosas por delante, creyeron que su voluntad sería más poderosa que un virus invisible al que subestimaron con infantilismo, tal como subestiman a la naturaleza de la que provino. La necedad y la ignorancia de esos líderes marcan el pulso de un mundo desarticulado, que no encuentra el modo de coordinar esfuerzos para enfrentar un mal que amenaza a todos.
En este aspecto, aquí el Gobierno sigue dando un paso para adelante y otro para atrás. Un gran acierto es haber decretado la cuarentena enseguida. Los expertos coinciden en que los contagios se habrían multiplicado de no haber reaccionado a tiempo. La gente, en su enorme mayoría, cumple, y eso evita que los números se disparen. Esta semana pareció que esta determinación se relajaba, pero esas señales equívocas fueron luego disipadas. Como dice Saag, no moverse de casa es hoy el único antídoto.
Más allá de esto, parece que el Gobierno tiene a los miserables adentro. El escándalo de los sobreprecios en la compra de alimentos para los pobres, destapado por Diego Cabot, demuestra que hay algunos que no aprenden nunca. "Nosotros no vamos a apañar a ningún corrupto en este gobierno", dijo Alberto Fernández en el programa de Joaquín Morales Solá. El Presidente, que busca conformar a todos, pisa terreno minado cada vez que abre la boca. Esta, por obvia, hay que dejarla pasar. Por el momento, y mientras Boudou abandona la cárcel en la estela que dejaron D'Elía, Baratta y De Vido, hay cosas más urgentes de las que ocuparse. Aunque esto no deje de ser un escándalo inadmisible.
H. M. G.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.