Un gobierno con personalidad múltiple

Héctor M. Guyot
En los 80, desde su palco de orador, Raúl Alfonsín solía detener sus discursos con la vista perdida en un punto indeterminado de la multitud: "Un médico por allá, por favor", pedía con el brazo extendido cuando algún seguidor, por el calor o la falta de aire, daba muestras de desvanecimiento. Acaso como una señal de la mala salud de la política, esta semana muchos han invocado la presencia de médicos. Más precisamente, de psicólogos. Aquí hay divanes en cantidad, pero, a juzgar por las noticias, no alcanzan. En el país del desvarío, todos somos potenciales pacientes. Y habría que atender también a los enviados del FMI, que todavía han de seguir aturdidos por lo que les ha tocado ver en estas tierras.

Con ironía, Mario Negri pidió un psicólogo para el diputado oficialista Aldo Leiva, quien, durante el debate sobre el impuesto a las grandes fortunas, había calificado a los opositores de "herederos del odio, de los que bombardearon la Plaza de Mayo, los cómplices de la dictadura militar". Hay cosas que ni Freud podría arreglar. Luego, quien pidió un psicólogo fue el Presidente. Se lo recomendó a Javier Díaz, ante una pregunta sobre la inseguridad y la "sensación de miedo" en las calles que le hizo el periodista. Alberto Fernández, que reserva su agresividad para trances como este, le respondió que esas sensaciones eran materia de diván, no suya.
Ocurre que lo suyo es también materia de psicólogos. Donde sobra carne de diván es en el propio Gobierno. Allí manda -o debería- alguien que no se atreve a mandar. Es segunda alguien que no sabe ni quiere ser segunda. Y hay un tercero que, en su afán de ser primero, exhibe su inconsciente sin ningún pudor. Colgados de cada uno de ellos, los distintos tipos de peronismos conforman una Gestalt imposible donde unos y otros se apoyan o se devoran mutuamente (dejo esta paradoja para la junta médica) al borde de un abismo que debería horrorizar a todos por igual.

Del otro lado no hay una junta de expertos en personalidad múltiple, sino los enviados del FMI, que deben sondear el grado de consenso que tendría un eventual acuerdo sobre la deuda. En países normales, el consenso alude a las coincidencias entre oficialismo y oposición. En la Argentina, no parece haberlo ni entre los que gobiernan. Los hombres del Fondo buscan entender qué es lo que pasa en la coalición oficialista, igual que los argentinos de a pie. Por suerte, está el tercero con vocación de primero que, con la solicitud de siempre, parece dispuesto a aclararles cualquier duda.
Así las cosas, si hay algo que escasea en el país, además de dólares, es la confianza. No la hay entre las distintas facciones del Gobierno. Y no la hay en la sociedad, que asiste azorada a la deriva de una administración que se enreda en sus propias confrontaciones internas. Mucho menos la hay entre eventuales inversores. ¿Y en el FMI? ¿Qué habrán anotado en sus cuadernos los expertos del organismo? ¿Cuál será su diagnóstico? En el mundo loco en el que vivimos, más allá de los síntomas del enfermo, el desenlace no está escrito.

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