Anomia y anarquía, la herencia cultural de la cuarentena
Luciano Román
Luego de ocho meses de cuarentena, domina la confusión. Pasamos del ASPO al Dispo. Lo único claro es que no sabemos dónde estamos parados.
Se ha tejido una telaraña de decretos y disposiciones que ha terminado por marear a la sociedad. Si hoy se le pregunta a cualquier ciudadano de a pie qué está permitido y qué está prohibido, es muy probable que no lo sepa. Ya nos hemos perdido. Y cuando las normas son tan confusas y contradictorias, dejan de ser normas para convertirse en una invitación a la anarquía. Esto es lo que parecería ocurrir desde hace ya bastante tiempo en medio de la estrambótica cuarentena argentina.
Se ha hecho cada vez más difícil entender: el Gobierno ha inventado un diccionario desconcertante, en el que el propio lenguaje ha perdido significado
Se ha hecho cada vez más difícil entender: el Gobierno ha inventado un diccionario desconcertante, en el que el propio lenguaje ha perdido significado. Tal vez todo haya empezado con la palabra cuarentena (que remite a un lapso determinado) para designar a un aislamiento eterno e indefinido. Pero después hubo un hito: fue cuando el Presidente preguntó: "¿De qué cuarentena me hablan?", y sentenció que la cuarentena no existía más. Fue en agosto. Pero uno miraba a su alrededor y las escuelas seguían cerradas; las rutas, bloqueadas; los aeropuertos, clausurados; rubros enteros del comercio continuaban inhabilitados, y las oficinas públicas mantenían las persianas bajas.
La palabra empezó a vaciarse de significado. Y confirmamos que en lugar de cuarentena había algo que alteraba nuestras vidas, pero no se sabía qué era ni cómo se llamaba. Pasamos de perseguir a un remero solitario, como si fuera un fugitivo, a ver a un presidente que reparte abrazos sin barbijo.
Si los ciudadanos no sabemos dónde estamos parados, tampoco lo saben los gobernadores ni los intendentes. Hace tiempo que cada uno ha decidido hacer lo que le parece. Se pisotearon normas constitucionales y principios jurídicos básicos. Muchos municipios cerraron sus accesos. Algunas provincias levantaron muros fronterizos. Se desconocieron permisos emitidos por autoridades superiores. Se ordenó a inspectores municipales que cumplieran funciones de gendarmes. Otros actuaron con criterio inverso: institucionalizaron la "vista gorda". Se reunieron con comerciantes y les dijeron: "No están habilitados, pero abran igual; nosotros no los vamos a multar ni a clausurar". Los intendentes se convirtieron en emperadores: ellos eran la ley. La Justicia miró para otro lado.
Si los ciudadanos no sabemos dónde estamos parados, tampoco lo saben los gobernadores ni los intendentes. Hace tiempo que cada uno ha decidido hacer lo que le parece. Se pisotearon normas constitucionales y principios jurídicos básicos. Muchos municipios cerraron sus accesos. Algunas provincias levantaron muros fronterizos. Se desconocieron permisos emitidos por autoridades superiores. Se ordenó a inspectores municipales que cumplieran funciones de gendarmes. Otros actuaron con criterio inverso: institucionalizaron la "vista gorda". Se reunieron con comerciantes y les dijeron: "No están habilitados, pero abran igual; nosotros no los vamos a multar ni a clausurar". Los intendentes se convirtieron en emperadores: ellos eran la ley. La Justicia miró para otro lado.
En un país donde las normas siempre se han parecido a meras sugerencias y donde el cumplimiento de la ley nunca alcanzó la categoría de una pasión nacional, la cuarentena ha venido a consagrar el caos normativo, la absoluta confusión, la vigencia de reglas inexplicables y reñidas con la lógica. Ha potenciado, en definitiva, un funcionamiento anárquico, en el que los ejemplos brillan por su ausencia y las reglas se superponen en una madeja caótica e incoherente. Kelsen se agarraría la cabeza.
A mediano y a largo plazo, la situación podría potenciar eso que el célebre jurista Carlos Nino definió como la "anomia boba" al describir la tendencia argentina a vivir al margen de las normas. Ya lo había señalado Borges: "El mundo, para el europeo, es un cosmos en el que cada cual íntimamente corresponde a la función que ejerce; para el argentino, es un caos", escribió en Otras inquisiciones.
A mediano y a largo plazo, la situación podría potenciar eso que el célebre jurista Carlos Nino definió como la "anomia boba" al describir la tendencia argentina a vivir al margen de las normas. Ya lo había señalado Borges: "El mundo, para el europeo, es un cosmos en el que cada cual íntimamente corresponde a la función que ejerce; para el argentino, es un caos", escribió en Otras inquisiciones.
Este año se ha consolidado una cotidianeidad "en negro". No solo el dólar: la vida misma se desarrolla en una dimensión paralela o blue. Muchas de las cosas que hacemos, desde visitas familiares hasta encuentros con amigos, probablemente quebranten el Dispo. O quizá no. Ya ni siquiera lo sabemos. Tampoco parece interesarnos demasiado: la última conferencia del Presidente para anunciar esta nueva etapa tuvo menos rating que Patronato-Huracán.
En este clima de confusión e incoherencia, muchas preguntas siguen sin respuestas: ¿por qué no reabren las escuelas?, ¿por qué nos hemos resignado a la catástrofe social que implica un año entero sin clases presenciales? "Volver a los colegios sería un despelote", ha dicho con ramplona liviandad el gobernador Kicillof. Deberían reconocer que el sistema educativo bonaerense le ha sido entregado, llave en mano, a Baradel. Él fija las reglas. Tampoco está claro por qué muchas universidades decidieron mantenerse cerradas si el Gobierno las autorizó a reabrir. Ni por qué la Justicia bonaerense sigue en una suerte de letargo y muchas oficinas públicas se mantienen clausuradas.
Tal vez haya una contradicción dialéctica que es la madre de todas las confusiones: ¿por qué nos encerraron a todos cuando casi no había coronavirus en el país, y las cosas se relajan ahora cuando se reportan más de 10.000 casos por día? Algo se hizo mal, pero nadie se hace cargo.
La vacuna, por supuesto, no podía escapar a este entramado de contradicciones y confusiones. Se han hecho anuncios precipitados y hasta se han fijado fechas a la bartola. "Estaremos vacunando en diciembre", ha dicho el Gobierno. El único detalle es que la vacuna no estará para diciembre. Tampoco se sabe cuál es la logística que demandaría el programa de vacunación; mucho menos cuál sería el costo ni cuáles las garantías. No se sabe casi nada, en realidad. Pero el anuncio ha venido, con bombos y platillos, a sumar confusión y escepticismo.
La falta de claridad, coherencia y razonabilidad normativa devalúa la confianza ciudadana en el Estado, desdibuja la autoridad, potencia los mecanismos marginales y profundiza la incertidumbre. Todo eso podría tener graves consecuencias sanitarias y económicas, pero también sociales y culturales. La irracionalidad de una cuarentena de ocho meses ha debilitado los resortes de responsabilidad ciudadana, que hubieran sido la mejor defensa para convivir con el virus.
En este clima de confusión e incoherencia, muchas preguntas siguen sin respuestas: ¿por qué no reabren las escuelas?, ¿por qué nos hemos resignado a la catástrofe social que implica un año entero sin clases presenciales? "Volver a los colegios sería un despelote", ha dicho con ramplona liviandad el gobernador Kicillof. Deberían reconocer que el sistema educativo bonaerense le ha sido entregado, llave en mano, a Baradel. Él fija las reglas. Tampoco está claro por qué muchas universidades decidieron mantenerse cerradas si el Gobierno las autorizó a reabrir. Ni por qué la Justicia bonaerense sigue en una suerte de letargo y muchas oficinas públicas se mantienen clausuradas.
Tal vez haya una contradicción dialéctica que es la madre de todas las confusiones: ¿por qué nos encerraron a todos cuando casi no había coronavirus en el país, y las cosas se relajan ahora cuando se reportan más de 10.000 casos por día? Algo se hizo mal, pero nadie se hace cargo.
La vacuna, por supuesto, no podía escapar a este entramado de contradicciones y confusiones. Se han hecho anuncios precipitados y hasta se han fijado fechas a la bartola. "Estaremos vacunando en diciembre", ha dicho el Gobierno. El único detalle es que la vacuna no estará para diciembre. Tampoco se sabe cuál es la logística que demandaría el programa de vacunación; mucho menos cuál sería el costo ni cuáles las garantías. No se sabe casi nada, en realidad. Pero el anuncio ha venido, con bombos y platillos, a sumar confusión y escepticismo.
La falta de claridad, coherencia y razonabilidad normativa devalúa la confianza ciudadana en el Estado, desdibuja la autoridad, potencia los mecanismos marginales y profundiza la incertidumbre. Todo eso podría tener graves consecuencias sanitarias y económicas, pero también sociales y culturales. La irracionalidad de una cuarentena de ocho meses ha debilitado los resortes de responsabilidad ciudadana, que hubieran sido la mejor defensa para convivir con el virus.
Los malos resultados sanitarios han desautorizado los liderazgos que deberían haber guiado y orientado a la sociedad. El riesgo es que, en medio de una anomia creciente, seamos cada vez más individuos y menos ciudadanos. Esa tal vez sea la peor herencia de una cuarentena improvisada.
Con más de 35.000 muertos por la pandemia, está claro que la estrategia sanitaria no nos ha evitado la tragedia ni el dolor. Pero si intentáramos ver el cuadro completo, veríamos que esa no es la única cifra aterradora ni tampoco marca un balance final. ¿Cuántos casos más tendremos que sufrir por la salida desordenada y anárquica de una cuarentena insostenible? ¿Cuántos muertos provocará el dramático aumento de la pobreza por la parálisis económica? ¿Cuántos morirán antes de tiempo por haber demorado controles, cirugías y tratamientos por el aislamiento y el miedo? ¿Cuántos empleos se habrán perdido para siempre? ¿Cuántas pequeñas y medianas empresas terminarán quebradas? ¿Cuánto aumentarán los trastornos psicológicos en la población? ¿Cuántos chicos abandonarán definitivamente la escuela? ¿Cuánto habrá aumentado la violencia intrafamiliar? ¿Cuánto se dispararán las tasas de divorcio? ¿Cuánto crecerá la inseguridad urbana? Son víctimas que no contamos.
A esta altura, parece obvio: entramos precipitadamente a una cuarentena estricta, sin medir riesgos ni consecuencias. No supimos salir. Ahora estamos transitando la etapa del relajamiento: también precipitada, caótica y, probablemente, muy costosa en términos sanitarios. Entre tantas otras cosas, hemos extraviado el valor de las normas y de las palabras. Siempre estamos a tiempo de apelar a las reservas de responsabilidad ciudadana frente a un Estado que ha sembrado desorden y confusión.
Con más de 35.000 muertos por la pandemia, está claro que la estrategia sanitaria no nos ha evitado la tragedia ni el dolor. Pero si intentáramos ver el cuadro completo, veríamos que esa no es la única cifra aterradora ni tampoco marca un balance final. ¿Cuántos casos más tendremos que sufrir por la salida desordenada y anárquica de una cuarentena insostenible? ¿Cuántos muertos provocará el dramático aumento de la pobreza por la parálisis económica? ¿Cuántos morirán antes de tiempo por haber demorado controles, cirugías y tratamientos por el aislamiento y el miedo? ¿Cuántos empleos se habrán perdido para siempre? ¿Cuántas pequeñas y medianas empresas terminarán quebradas? ¿Cuánto aumentarán los trastornos psicológicos en la población? ¿Cuántos chicos abandonarán definitivamente la escuela? ¿Cuánto habrá aumentado la violencia intrafamiliar? ¿Cuánto se dispararán las tasas de divorcio? ¿Cuánto crecerá la inseguridad urbana? Son víctimas que no contamos.
A esta altura, parece obvio: entramos precipitadamente a una cuarentena estricta, sin medir riesgos ni consecuencias. No supimos salir. Ahora estamos transitando la etapa del relajamiento: también precipitada, caótica y, probablemente, muy costosa en términos sanitarios. Entre tantas otras cosas, hemos extraviado el valor de las normas y de las palabras. Siempre estamos a tiempo de apelar a las reservas de responsabilidad ciudadana frente a un Estado que ha sembrado desorden y confusión.
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