El Fondo es más bueno que Cristina
Joaquín Morales Solá
“¿Vieron? No soy un títere”. Esa fue la primera frase que disparó Alberto Fernández luego de que el directorio del Fondo Monetario aprobara definitivamente, no sin varios reparos, el acuerdo con el gobierno argentino. La tragedia de un primer default del país con ese organismo multilateral se había alejado, en efecto, pero había provocado, al mismo tiempo, los actos y los gestos más rupturistas (¿y definitivos?) de la vicepresidenta contra el propio Presidente. Suelen leerse las declaraciones del 24 de marzo de los dirigentes de La Cámpora como expresiones de Máximo Kirchner o de la organización política que lidera. Es un error. La jefa de La Cámpora es Cristina Kirchner y su mentor intelectual es el procurador del Tesoro, Carlos Zannini, que nunca militó en el peronismo y tampoco nunca olvidó su formación política en un pequeño partido maoísta en su Córdoba natal. Contra las aspiraciones de una parte importante del peronismo, kirchnerista o no kirchnerista, a la vicepresidenta no le interesa la mera actuación de la unidad por la unidad misma con el gobierno de Alberto Fernández. Ella es francamente crítica de la gestión del Gobierno y ciertamente pesimista sobre la suerte electoral que aguarda a la coalición que inspiró.
¿Alguien desmintió al periodista Horacio Verbitsky, quien contó que un delegado de la vicepresidenta convenció a un diputado oficialista para que cambiara su voto a favor por la abstención cuando se trató el acuerdo con el Fondo, con el argumento de que “con el Fondo o sin el Fondo todo va a saltar dentro de un mes”? Nadie. ¿Alguien desmintió a los periodistas que citaron a Verbitsky con la aclaración de que este cuenta con excelente acceso a la información de la vicepresidenta? Tampoco. En los últimos días, la paralelas por las que caminan el Presidente y su vice se distanciaron aún más con motivo de la conmemoración del día del último golpe militar. La apropiación indebida de esa recordación por parte de La Cámpora fue un error histórico. El progreso político y cívico de un país se constata cuando toda una nación está convencida de que nunca deberá regresar a los momentos más oscuros de su pasado. Toda la nación, no una parcela minoritaria de su amplia panoplia política. Peor: el camporismo usó esa conmemoración para una supuesta exhibición de fuerza política frente al triunfo político del Presidente en el Congreso. Su acuerdo con el Fondo Monetario fue aprobado por aplastantes mayorías en el Parlamento a pesar de la tenaz oposición de La Cámpora y del cristinismo más leal a la vicepresidenta. La exhibición de fuerza de Máximo Kirchner consistió en reunir a una multitud movilizada en colectivos que estacionaron hasta en buena parte de la avenida General Paz. Más allá de que muchos asistieron por convicción, fue un derroche obsceno de dinero en un país que todavía debe enfrentar mayores penurias económicas.
La más amplia distancia entre esas paralelas se advirtió cuando el Presidente intentó tender puentes de reconciliación con Cristina Kirchner en discursos públicos. La respuesta que obtuvo fue una falta de respeto imperdonable de uno de los tres principales dirigentes de La Cámpora, Andrés “Cuervo” Larroque (los otros dos son Máximo Kirchner y Eduardo “Wado” de Pedro). Larroque recordó que Alberto Fernández sacó el 4% de los votos en la provincia de Buenos Aires en 2017, cuando fue jefe de campaña de Florencio Randazzo. Larroque es ministro en la provincia de Buenos Aires. ¿En qué sistema político presidencialista, o no presidencialista, un ministro de la provincia más importante del país alude con tanto descaro al jefe del Estado? ¿Lo haría si no supiera que cuenta con la aprobación, explícita o implícita, de Cristina Kirchner? Imposible, pero hubo algo más: el jefe directo de Larroque, el gobernador Axel Kicillof, suscribió en público la teoría de que la unidad por la unidad no sirve. Confirmado: esa es la posición de Cristina Kirchner.
El camporismo sostiene que el Presidente debe trasladarse para verla a Cristina, hacer ante ella una autocrítica de su gestión y cambiar las políticas
Todos ellos quedaron reducidos a la nada cuando apareció la figura del propio Máximo Kirchner. El delfín de los Kirchner se pasea por la política con la sutileza de un elefante. Hubo un tiempo en el que una importante campaña de marketing intentó hacer del heredero una personalidad política moderada, consensual y clásica. Los especialistas en marketing no tienen la culpa de semejante fracaso; el material con que trabajaron era demasiado pobre. Primero rompió definitivamente cualquier posibilidad de acercamiento de él y su madre con el electorado de la Capital, al que culpó de todos los males, incluido el de votar a “los que niegan la dictadura”. Su padre no desistió nunca de tratar de seducir a los porteños, que es lo que hace cualquier político en territorio hostil. Después, Máximo Kirchner dijo que “el Gobierno tiene que ser con la gente adentro”. Una frase populista que no significa nada, salvo que propicie un gobierno en estado de asamblea popular permanente. Se olvidó de algo que sabe cualquier político: las sociedades toleran muchas cosas, menos la anarquía. Por último, dijo que se estaba “con la gente y en la calle o en los estudios de televisión”. Su madre hizo su carrera política inicial en los estudios de televisión porque siempre fue segregada por los bloques peronistas de diputados y senadores. ¿La descalifica eso? No. En la televisión la ve el que quiere verla. Ningún espectador es llevado por colectivos rentados.
¿Y entonces? ¿Y ahora qué? El Presidente asegura que seguirá gobernando según su criterio, como hizo con el acuerdo con el Fondo. “Alguien tiene que tomar las decisiones y en este sistema es el Presidente el que las toma”, dicen a su lado. No romperá con nadie ni echará a nadie. Que se vaya del Gobierno el que se quiera ir. “¿Por qué nos vamos a ir si nosotros hicimos posible este gobierno, aunque no nos guste?”, replican los seguidores de la vicepresidenta. El Gobierno es de ellos, no de Alberto Fernández. El camporismo (¿también Cristina Kirchner?) sostiene que el Presidente debe tomar la iniciativa y trasladarse para verla a Cristina, hacer ante ella una autocrítica de su gestión y cambiar las políticas fundamentales de la administración. Si la exigencia es que la autocrítica sea pública, entonces Stalin ha resucitado entre nosotros. El cambio de políticas tiene nombres y apellidos: Martín Guzmán, Matías Kulfas y Santiago Cafiero. El corazón del albertismo. Solo les falta agregar a los ministros Juan Zabaleta, de Desarrollo Social, y Claudio Moroni, de Trabajo, para derrocar al albertismo y dejar al Presidente en absoluta soledad. Zabaleta tiene poder territorial en Hurlingham. Es mejor dejarlo donde está. Y Moroni debería, en el caso de una purga como la que propone el camporismo, poner las barbas en remojo. Guzmán es quien tiene ahora la relación aceitada con el FMI, que será necesaria para las revisiones trimestrales que hará el organismo. El Fondo ya anticipó que podrían ser complicadas en un mundo en permanente cambio. Kulfas es el funcionario que más respeto reúne entre los empresarios, aunque no siempre estén de acuerdo con él. Y Cafiero acaba de abortar una operación de Cristina Kirchner para apoyar al déspota Vladimir Putin en las Naciones Unidas. Fue una gestión desesperada y de último momento, que evitó un hecho que hubiera comprometido al país también en el FMI.
Tal vez todo siga como lo conocemos. A Cristina, dicen sus voceros, le importa poco y nada la opinión del peronismo. “Los votos del conurbano son de ella”, resaltan. Dejó trascender, incluso, que podría ser candidata a presidenta de nuevo. No es cierto; solo quiere que Alberto Fernández se asuste y no sea candidato. Al Presidente no le conviene la ruptura, porque ya las fricciones internas actuales significaron obstáculos para la aprobación del acuerdo en el Fondo Monetario. ¿Los funcionarios vacilan porque no saben cuál será la última decisión ni quién la tomará? Sí. También eso es cierto. Ir viendo es a veces un destino.
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