El regreso del “león herbívoro” a un país de violencia creciente
En su nuevo libro, Pablo Mendelevich reconstruye la vuelta de Perón al país
Pablo Mendelevich Juan Domingo Perón al bajar del avión que lo trajo de regreso en 1972; junto a él, José Ignacio Rucci
Lo que sigue es un fragmento del prólogo del libro El avión. 1972, el regreso de Juan Domingo Perón,de Pablo Mendelevich, publicado por Planeta en su colección Espejo de la Argentina.
Siempre se dijo que el Movimiento Peronista lo abarcaba todo. Desde la ultraderecha hasta la ultraizquierda. Desde López Rega hasta los Montoneros. Del nacionalismo católico al neoliberalismo. De los viejos conservadores a los jóvenes revolucionarios.
Si se afirmara que todas las expresiones del peronismo viajan juntas once mil kilómetros en un mismo avión para ir a Europa a buscar al líder, diecisiete años prohibido en su patria, y vuelven con él… Que en ese avión van todos los presidentes peronistas del siglo XX (Perón, Isabel, Cámpora, Lastiri y Menem). Y que conviven pacíficamente sentados en sus butacas pasajeros que poco después terminarán asesinados por órdenes de otros pasajeros… no faltarán quienes digan que se trata de una ingeniosa obra de ficción. Una extraordinaria metáfora del peronismo.
Pero no fue solo metáfora.
***
En el amanecer del 17 de noviembre de 1972, un viernes al que la lluvia torrencial desaconsejaría decirle “día peronista”, decenas de miles de personas impulsadas por una irrepetible ilusión salieron de sus casas dispuestas a desafiar a los militares que gobernaban el país. La dictadura de Alejandro Lanusse había dispuesto la espectacular movilización de treinta y cinco mil efectivos en vehículos blindados y de artillería con el objetivo de privar de cualquier recepción popular a Juan Domingo Perón, en torno de quien giraba, más que nunca, la vida de los argentinos.
El segundo presidente derrocado (después de Yrigoyen) se había ido a Paraguay el 2 de octubre de 1955 en un hidroavión tras permanecer doce días flotando en el Río de la Plata a bordo de una cañonera. Pasó poco más de cuatro años exiliado en Paraguay, Panamá, Nicaragua, Venezuela y República Dominicana. Los siguientes doce años y nueve meses se refugió en la España franquista. Su casa de Puerta de Hierro, en las afueras de Madrid, se convirtió en la Meca de la política argentina. Sin embargo, decidió regresar a Buenos Aires desde Roma, ciudad que no pisaba desde los tiempos de Mussolini.
Para sus partidarios, el regreso era la exultante coronación de la consigna “Luche y Vuelve”. La vuelta del general había sido el leitmotiv de la Resistencia peronista. En 1964 la primera “Opera ción Retorno” le había permitido llegar solo hasta Río de Janeiro: el gobierno de Arturo Illia, tutelado –en este tema más que en cualquier otro– por los militares, sincronizó con la dictadura brasileña la decisión de devolverlo a Madrid.
No fue esa la causa del fracaso pero, del lado del peronismo, el frustrado retorno de 1964 fue una gran improvisación. Ocho años más tarde todo cambiaba. Había crecido la generación criada con proscripciones, había surgido la guerrilla urbana, el antiperonismo había perdido impulso y, conducido por Lanusse, el Ejército aceptaba por primera vez la idea de reconocer a Perón como actor político. La vuelta del líder exiliado ya no sería desorganizada ni fallida.
Ese viernes épico Perón vino escoltado por un seleccionado peronista de 147 dirigentes de la nueva y la vieja guardia, sindicalistas, militares, curas, leyendas del deporte, figuras del espectáculo, escritores, incluso algunos aliados extrapartidarios. El peronismo había alquilado en Italia un avión de considerable envergadura que, además, tenía la reputación de haber transportado al papa Paulo VI.
En el avión, el peronismo se representó a sí mismo.
Hizo un alarde del proverbial amplio espectro ideológico. Y de su carácter inoxidable: una de las principales novedades era la generación de peronistas que se reproducía en familias peronistas. A veces también brotaba de padres gorilas.
El vuelo 2584 de Alitalia, el avión de Perón, no solo tenía el propósito de reforzar la apoteosis del retorno sino, asunto más práctico, debía brindar un escudo protector. Sobre la seguridad personal de Perón sobraban motivos para temer. En junio y en septiembre de 1955 los sectores antiperonistas más radicalizados habían querido matarlo. Al año siguiente se salvó de una bomba que le pusieron en Venezuela en el motor de su auto. Existían en 1972 antiperonistas muy enojados, dentro y fuera de las Fuerzas Armadas, con la decisión de Lanusse de permitirle al “tirano prófugo” volver a la Argentina. Y por otro lado había temores relacionados con enfrentamientos internos y con arrebatos de la ultraizquierda. (Un documento reservado que la Comisión de Regreso del peronismo le hizo llegar a Perón advertía: “Existen grupos –poco numerosos pero muy exaltados y activos– que están determinados a que dicho regreso no se realice. De estos grupos, tanto los gorilas como los extremistas pueden llegar hasta el atentado personal”).
Con todo, la histórica antinomia peronismo-antiperonismo parecía estar en proceso de revisión. Se hablaba de un primer paso hacia un entendimiento y se repetía hasta el cansancio que Perón venía en prenda de paz. Quien más lo repetía era Perón, que a la vez alentaba sin disimulo a la guerrilla peronista.
La guerrilla no le daba tregua a la dictadura. Solo se la dio durante esas cuatro semanas en las que Perón volvió a estar en suelo argentino, una calma para muchos probatoria de que la paz dependía mágica y exclusivamente de Perón.
El esperado día del retorno el clima era muy tenso. La dictadura decidió fagocitar el paro nacional que había declarado la CGT mediante un insólito decreto de cese total de actividades, un extraño feriado nacional. Fue la única vez en la historia que un
gobierno ordenó paralizar toda la nación para recibir a su enemigo favorito. Reinaban la incertidumbre y la confusión a tal punto que los militares retuvieron a Perón durante doce horas en el Hotel Internacional de Ezeiza sin poder explicar el motivo, episodio que el peronismo no tardó en describir como una detención ultrajante.
Pocas cosas estaban claras aparte de la algarabía peronista.
Las expectativas formaban un mosaico cuyas partes no encajaban unas con otras. Cada sector esperaba de Perón lo que deseaba. A los peronistas clásicos Perón les repondría los tiempos felices. Al sindicalismo enfervorizado le iba a desmalezar el Movimiento sacando infiltrados y traidores. Sorpresivamente, la ilusión del retorno aparecía compartida por miles de jóvenes recién asomados a la política, luego protagonistas de la década, quienes le atribuían al líder las virtudes de un revolucionario capaz de conducirlos a la liberación nacional y, de allí, a la patria socialista. Núcleos de las clases medias tenían sus esperanzas puestas en la capacidad exclusiva de Perón para poner orden en una Argentina acechada por el terrorismo. Lo percibían como el garante de la pacificación nacional. “El Viejo sabe”, se decía.
Con su entrenada maestría ecuménica, su calculada ambigüedad, el general alimentaba en forma simultánea todas las esperanzas. Se movía igual que un campeón de ajedrez que juega diez partidas diferentes a la vez. El país se estaba peronizando. Para comprobarlo no hacían falta las encuestas, que no existían con la inmediatez de hoy, se lo palpaba en cualquier esquina. Las urnas lo corroborarían en cuatro meses.
Resultaba fácil, también, entrever que la dictadura soñaba con sucederse a sí misma. Lanusse nunca en su vida llegó a hablar en forma directa con Perón (según una versión, los dos militares se cruzaron una vez en 1944 en un regimiento mendocino), pero desde 1971 venía pulseando con su camarada de armas, océano Atlántico mediante, con la tensión propia de dos duelistas corajudos, seguros de que al final solo sobrevivirá uno. Aventajado por el control del proceso electoral, lo que quería Lanusse era sacar del juego a Perón para erguirse él, probablemente, como un candidato concertado de civiles y militares. Intención nunca explicitada que la realidad se encargó de disolver.
Por esos días la reapertura de la actividad política era furor, mientras en la escenografía resplandecían variadas violencias. Los setenta habían empezado con el secuestro y asesinato del general Aramburu por los Montoneros, entonces un reducido grupo de veinteañeros. Las consignas combativas de las columnas juveniles encontraban cierto consenso social cuando reivindicaban el asesinato de Aramburu y prometían vengar la Masacre de Trelew, ocurrida apenas tres meses antes de la llegada de Perón. Todavía Perón llamaba cariñosamente “formaciones especiales” a las organizaciones guerrilleras. Las alentaba mientras decía que volvía en misión de paz y se describía como un león herbívoro. Lanusse esperaba que Perón frenara a la guerrilla y Perón usaba su proverbial ambivalencia para acicatear a la dictadura
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