martes, 28 de febrero de 2023

La dimensión infinita de la convivencia


La dimensión infinita de la convivencia
Ariel Torres
Dicen que la convivencia es difícil; tal vez hay algo que no estamos viendo
Imaginate que tuvieras la paciencia, quizá la sabiduría, y sobre todo la sinceridad interior para listar en Dios sabe cuántas páginas cada uno de los rasgos de tu personalidad; tus inclinaciones, tus virtudes y, por lo tanto, también tus defectos, puesto que suelen ser parientes. Es cierto que una tarea tan titánica terminaría por ser contradictoria o circular, porque esta actividad loca de colocar sobre la mesa todas las moléculas de nuestra naturaleza debería también enumerarse. Y en ese caso necesitaríamos todavía otra lista en la que el inventario contuviera un inventario; y luego todavía otra, y así sucesivamente, como en el argumento aristotélico del tercer hombre.
Dejemos ese laberinto; tenemos otros por delante. Al intentar trazar un mapa de lo que somos nos encontraríamos muy pronto con obstáculos metodológicos. Por ejemplo, no es para nada fácil definir lo que, más arriba y muy suelto de cuerpo, postulé como rasgos de personalidad. Por eso la psicología es tan cautelosa en este sentido. Que no nos importe. Pretendemos iniciar un viaje de auto conocimiento. ¿No lo había dicho? Oh, mala mía. Ya llega.
En la práctica, crear un listado tan ambicioso y desmesurado sería por sí una radiografía de lo que somos. Es decir, cada partícula de nuestra personalidad que elijamos va a ser no solo un ítem del listado, sino también un síntoma. Una anécdota lo pintará mejor.
Desde mi adolescencia me vengo preguntando por qué existe esa diferencia irreconciliable entre cómo nos vemos y cómo nos ven los otros. Para tratar de encontrar una explicación me puse a buscar un factor que pudiera medirse. ¿Viste cuando te comparan con un actor? No me servía, porque cada uno ve a cada actor (o a quien sea) de una forma diferente. ¿Qué característica podía mensurarse y al mismo tiempo resultar subjetiva? Después de darle muchas vueltas la encontré: la estatura. Advertí que no importa cuántos centímetros separen tu coronilla del piso, uno posee una estatura interior. Pues bien, siempre me había sentido más pequeño de lo que objetivamente soy. Es decir, de encontrarme con alguien de mi misma estatura lo vería más alto de como me auto percibo. Un rasgo y un síntoma.
Volvamos a nuestra lista. Nos llevaría una vida componerla, así que se trata solo de un experimento mental. Pondríamos allí desde nuestro color favorito hasta las palabras que, sin explicación, nos disgustan; pondríamos qué sentimos al respirar hondo al lado del mar, a qué nos sabe el tomate, si nos dormimos enseguida o si tenemos que contarnos un cuento para conciliar el sueño; pondríamos todos nuestros sueños y lo que añoramos, que también llamamos sueños, sin darnos cuenta de cuánto revela esa denominación; pondríamos las emociones que sentimos con más frecuencia, los temas de conversación que nos entusiasman, la música que amamos, cuán a menudo se nos da por rememorar o si somos de olvidarnos de todo; pondríamos nuestras frustraciones y nuestras conquistas, y descubriríamos que casi todo lo que hemos hecho en la vida no califica ni como lo uno ni como lo otro; pondríamos cómo sentimos el sol en la piel y si la piel del durazno nos incomoda o nos da placer; pondríamos todos los nombres que recordamos y luego el número de todas esas caras que pasaron por nuestra vida y que ya no tienen nombre; pondríamos nuestros miedos y también cómo enfrentamos el miedo.
Por supuesto, enumerar lo que podría contener nuestra hipotética lista es por sí impracticable. A eso quería llegar. Ahora combinemos nuestra constelación de rasgos, de una complejidad y extensión inabarcables, con la de la persona que amamos. El resultado de esa dinámica es infinito e imprevisible, y no permanece inmóvil ni un día. Es otra forma de experimentar la convivencia, que a veces nos parece rutinaria y sin embargo es no menos majestuosa que el encuentro de dos galaxias en el silencioso cosmos. Pero en casa.

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