sábado, 9 de abril de 2016
FIERRO Y SU CUENTO PARA ADULTOS
La señorita Eva
La señorita Eva era una maestra “piola”.
Nos hacía trabajar mucho, pero no se la pasaba tomándonos pruebas y pruebas como otras maestras.
Ella decía que quería que aprendiéramos a pensar.
A veces nos hacía sacar una hoja y nos dictaba tres o cuatro preguntas de historia.
Nos daba 15 o 20 minutos para responder.
Pero lo raro, lo diferente, era que nos dejaba consultar el manual.
Podíamos buscar la respuesta y después contestar.
Nos daba 2 o 3 nombres de personajes históricos y teníamos que buscar información.
Claro, había que pensar dónde buscabas.
No podías perder tiempo buscando información sobre Artigas en la Guerra con el Paraguay, o tratar de encontrar algo de Roca en la Revolución de Mayo.
Según ella, lo importante, lo que teníamos que tener claro, eran los procesos, los tiempos. Saber ubicar a cada figura en su momento histórico.
“Ubicar a cada hombre en su contexto histórico- decía- ayuda a comprender el papel de ese hombre y el sentido de ese período”.
Parecía fácil pero, a veces, algunos “erraban” feo.
Una vez, en el apuro, el Coco Jiménez puso a Mitre en el Congreso de Tucumán y a Liniers en la Asamblea del Año 1813.
Pobre… ¡cómo lo cargamos!
Pero la señorita Eva nos retaba. No quería que nos riéramos.
Elegía a uno de los que se reían y le pedía que explicara dónde estaba el error y nos relatara a todos cuál era la versión correcta.
Una vez, Tito Salvo se embaló y casi nos cuenta toda la vida de Julio Argentino Roca. Le faltó hacer la lista con los nombre de los indios que estuvieron en la campaña del desierto. Por suerte tocó el timbre y nos salvamos.
Pero lo que más recuerdo fue lo del “atado de ramas”.
La maestra vino un día y nos dijo que quería presentarnos un problema para pensar.
Colocó sobre el escritorio un atado de ramas bastante grande.
Eran un montón, algunas más gordas, otras más delgadas; unas más cortitas y otras más largas. Pero todas estaban unidas muy apretadas por una cinta bastante gruesa que daba varias vueltas.
La señorita Eva preguntó si alguno se animaba a romper ese atado.
El primero que se levantó fue Martín, que era uno de los más grandotes.
Cuando jugábamos al fútbol era difícil marcarlo, porque era enorme.
Probó y probó. Se puso el atado sobre la rodilla y trató de quebrarlo haciendo fuerza hacia abajo en ambos extremos. Intentó varias veces, pero no pudo.
Se sentó con bronca.
Después se levantaron: Juan Carlos, Luisito Gómez, Juancho Toranzo.
Todos se rendían después de 4 o 5 intentos.
Ricardito puso el atado en el suelo, lo apretó colocando un pié encima y buscó meter sus manos en los extremos para hacer palanca y quebrarlo. Solo consiguió apretarse los dedos contra el piso inútilmente.
Después de media hora nos rendimos. Ninguno fue capaz de quebrarlo.
La maestra sonrió.
“Voy a enseñarles el secreto” -dijo- “Van a ver cómo se hace”.
“Presten mucha atención y, después, piensen”. “Razonen”.
Tomó una tijera muy afilada. La introdujo con mucho cuidado entre algunas de las ramas que dejaban un huequito entre ellas, y comenzó a cortar la cinta que mantenía unido el atado de ramas.
Cuando terminó de cortar la cinta, fue separando rama por rama.
Las extendió, desparramadas sobre el escritorio. Eran muchas. Ocupaban casi toda la mesa.
Después las fue tomando, una por una, y las fue quebrando con bastante facilidad.
¡Y ojo, que la señorita Eva no parecía una mujer muy fuerte!
Pero quebró todas las ramas.
Algunas le dieron un poquito de trabajo, pero terminó quebrando todas.
Las colocó, nuevamente, en el escritorio, muy ordenaditas.
Nos dijo:
“Bueno. Ya vieron cómo hice. Ahora quiero que piensen.”
“Mañana me traen una página con el resumen de lo que pensaron”
“Pueden consultar en su casa, con algún familiar”.
“Si quieren llevarse algunas ramitas para mostrar en casa pueden tomar las que quieran”.
Todos corrimos para no quedarnos sin nuestra ramita.
Yo llegué a agarrar una de las últimas.
En un costado del escritorio estaba la cinta cortada. No tenía ningún color especial.
Le pregunté a la señorita Eva si me la podía llevar.
Me dijo: “si, por supuesto”. Y sonrió de una manera misteriosa.
Llegué a casa y le conté a mi padre.
Examinó la rama que yo había recogido.
Después tomó la cinta, la dio vuelta y la unió.
Al unir los pedazos apareció una palabra escrita en el reverso.
La palabra era SINDI CATO.
Mi padre sonrió y movió la cabeza de arriba a abajo varias veces.
Después me explicó.
Y entonces comprendí todo.
También la sonrisa de la señorita Eva.
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