El tiempo que marca una vida, a veces, tiene geografía y medida: el tiempo que lleva cruzar a pie la avenida Corrientes a la altura de Agüero. Ese día hacía mucho calor y el sol que pegaba en el asfalto la enceguecía un poco, pero igual Mariana caminaba mirando al suelo. Eso creerían los demás -pensaba- porque lo que realmente contemplaba era su panza, que aún no había crecido, aunque ella podía imaginarla. Cuando el semáforo dio luz verde a los peatones, ella cruzó. Apenas subió a la vereda sintió una puntada fuertísima. Caminó despacio, caminó rápido, intentó calmarse: todo lo que hiciera podía perjudicar a su hijo. ¿No debía caminar o debía apurarse para llamar a su ginecólogo no bien entrara a su casa?
Tiró las llaves sobre la mesa y corrió al baño. Se bajó la bombacha y vio la mancha de sangre; había tenido una pérdida. Entonces llamó al médico, que le recetó varios medicamentos y diez días de reposo. Recién entonces harían la ecografía. Más de una semana de incertidumbre y un dolor sordo. ¿Diez días cuidando a quién? ¿Había alguien dentro de ella?
La camilla era vieja; la cuerina negra estaba muy cuarteada. Desnuda de la cintura para abajo, se acostó boca arriba. Lentamente, su espalda aplastó de a uno los pedazos de goma espuma que asomaban como puntas de icebergs.
-Hay un saco gestacional -dijo el ecografista-, pero está vacío. No hay embrión. No hay latido.
Así se enteró de que el embarazo que había buscado durante dos años y que hacía veinte días que había comenzado ya no existía. Mariana dejó el hospital con la promesa médica del mejor escenario: abortaría naturalmente, no precisaría un raspaje. Eso era un alivio. Sin embargo, en su casa, vivió un funeral en capítulos, porque cada vez que iba al baño había sangre. Ahí iba su hijo, girando entre orina y agua.
Mariana anhelaba un embarazo. Quería vomitar y dormirse en cualquier lado, quejarse del cansancio, ver la línea de pelos que se dibujaba en su vientre y comer verduras sólo en casa porque así se aseguraría de que estuvieran bien lavadas. Quería ser una embarazada sin médicos, hablar con su cuerpo sin intermediarios. Pero las noticias las daban aparatos y tubos de ensayo. Pocos meses antes de ese aborto había tenido otro. Lo supo -tarde- por un análisis de rutina en el que los valores de una hormona daban altos, pero ya no crecían a la velocidad que debían; el embarazo se había detenido antes de que sus pechos se hincharan. Otro de los estudios que se hizo fue para "descartar la incompatibilidad genética". Esto es, en criollo, que un laboratorio le dijera si podía mezclarse con su novio, si la unión de un óvulo suyo y un espermatozoide de Gustavo tenía chances. El resultado fue que sí.
Pasó por varios monitoreos de ovulación para saber por qué no quedaba embarazada. En uno descubrieron que no ovulaba todos los meses. Entonces, para estimular sus ovarios, tomó hormonas que la hacían salir al balcón en pleno invierno. En pijama y de madrugada, miraba a los pibes que se juntaban en las vías del tren a tomar y fumar porros. Usaban camperas abrigadas, pero ella se quitaba de la cara el pelo empapado por el sudor.
Ahora, lo único que había que hacer era encamarse, con suerte tener un orgasmo y que dejara de venirle. ¿Qué tan difícil podía ser? Envidiaba la felicidad de quien ignora: "Señora, usted no está gorda: tiene un embarazo de cuatro meses".
Cansada, escuchó un último diagnóstico. Podía ser que tuviera trombofilia, una de las causas más comunes en abortos espontáneos. Para eso, le colocaron una goma en el antebrazo que cortó el flujo sanguíneo durante varios minutos. El brazo se le murió un rato. Sobre la piel azul asfixia le clavaron una aguja y llenaron la jeringa: positivo. Ahora sí sabía por qué perdía embarazos. La solución era inyectarse heparina todos los días. Eso le explicó la hematóloga en un recetario en el que dibujó los porcentajes de éxito. Abrumada, Mariana repartía la atención entre el dibujo y las decenas de portarretratos de bebes que había sobre el escritorio. Las fotos no apuntaban a la médica, la miraban a ella. Ahí estaba Mariana, viendo lo que no podía tener y la hematóloga podía darle: un hijo. Pero el genetista que la trataba quiso repetir el estudio en otro laboratorio. Brazo muerto, piel azul: negativo.
Después de años de pinchazos, hormonas y duelos mensuales, aún quedaban más estudios por hacer. Pero ella decidió que no quería saber más de su cuerpo. No más de lo que él quisiera contarle. Embarazarse sería sólo cuestión de tres: ella, Gustavo y el destino.
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