viernes, 1 de abril de 2016

LAS LUCES DEL ALMA


Conocemos a Francesco Borromini como uno de los dos mayores arquitectos de la Roma barroca. El otro fue Gian Lorenzo Bernini, con quien naturalmente mantuvo una relación de rivalidad profesional (pugnaban por los favores del mismo poder) y artística. Había sin embargo varias diferencias entre los dos: para empezar, Borromini se dedicó de manera casi exclusiva a la arquitectura, mientras que por mi parte admiro especialmente al Bernini escultor.

 Pero, aunque siempre me atraiga mucho más Bernini, ¿cómo no rendirse de admiración cuando se ve la Iglesia San Carlo alle Quattro Fontane?

Pero no es de la vida de Borromini de lo que quería empezar hablando, ni siquiera de su arte (por lo menos no en primera instancia), sino más bien de su muerte.
Hacia mediados de 1667, Borromini, enfermo, decidió escribir su testamento. Lo empezó una noche después de la cena y se le hicieron las tres de la mañana. Su criado, Francesco Massari, ya se había ido a la cama en la habitación de al lado, pero al advertir que el artista seguía levantado le sugirió que durmiera y le recordó que los médicos le habían prescripto reposo. Borromini alegó que entonces sería necesario volver a encender la lámpara más tarde. El criado aseguró que lo haría en cuanto él se despertara. Borromini se acostó y no durmió más de dos horas. A las cinco estaba despierto otra vez y quería luz. Pero ahora era Franceso Massari quien dormía.


En este punto, lo mejor es cederle la palabra al propio Borromini, que contó los hechos en un texto inmediatamente posterior: "Como Francesco se negó, dado que no había dormido suficiente, me puse impaciente y pensé cómo hacerme algún daño corporal. Permanecí en este estado hasta cerca de las ocho, cuando recordé que tenía una espada en el respaldo de la cama, colgada entre las velas consagradas, y en mi impaciencia por tener una luz tomé la espada, que cayó de punta junto a mi cama. Caí sobre ella con tal fuerza que terminé atravesado en el piso. Debido a mi herida, comencé a gritar, con lo que Francesco entró rápidamente al cuarto, abrió la ventana y, al verme herido, llamó a otros que me ayudaron a recostarme en la cama y quitarme la espada. Así es como resulté herido".
La reacción de Borromini me asombró siempre: parece ser la ausencia de luz, y no tanto la imposibilidad de seguir escribiendo, lo que impele al arquitecto a dañarse a sí mismo con la espada. Según explicó una vez Gaston Bachelard, los griegos solían representar el espíritu como un soplo de aire incandescente. Considerado así, ese gesto final de Borromini en busca de luz parece una renuncia total al cuerpo en favor del puro espíritu.



El compositor italiano Salvatore Sciarrino compuso toda una obra sobre ese episodio crucial de la vida del arquitecto. En Morte di Borromini, su pieza de 1988 para orquesta y recitante, Sciarrino pone en escena (una escena singularísima, en la que el drama es estrictamente musical y para nada teatral) la agonía del cuerpo, que es aquí la lucha por la luz. El de Borromini es un cuerpo que muere, y la orquesta realiza conmovedoramente ese combate: sobre un tapiz estable de la cuerda -un pulso casi sanguíneo que sufrirá perturbaciones y peripecias- se recorta la respiración de la flauta baja, el estertor de los metales.




A fines de 2013, Sciarrino estuvo en Buenos Aires para actuar como recitante en el estreno de Morte di Borromini en el Teatro Colón. Hablé entonces dos o tres veces con él sobre Borromini, sobre otro tema al que volveré alguna otra semana y, especialmente, sobre la luz. Estaba fascinado con la luz de Buenos Aires y se inició una pequeña discusión (participaba también el director Tito Ceccherini) acerca de a qué otra luz se parecía la luz de Buenos Aires. Llegamos a la conclusión de que a la de Roma, la luz justamente de Borromini.
Pero lo más importante fue que Sciarrino me hizo notar algo que, de tan evidente, había pasado por alto: que cada ciudad tiene su propia luz. Algo más incluso: que el modo en que nos afecta una ciudad -y admito aquí que mi ánimo es sensible no sólo a las ciudades, sino a cada cuadra de una ciudad, que elijo y eludo por razones que no me resultaría fácil explicar- no es consecuencia tanto de su arquitectura como de la luz que cae sobre ella. Quien haya visto San Carlo alle Quattro Fontane sabe que Borromini sabía esto mejor que nadie. O por lo menos tan bien como lo supo después Sciarrino. ¿Qué luz perseguía Borromini? ¿Qué otras luces no vimos todavía y nos esperan?

P. G. 

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