miércoles, 13 de abril de 2016

SÍNDROME DEL NIDO VACÍO ¿YA LO SENTISTE?


Darwin tenía nueve años cuando se incorporó como pupilo, con su hermano Erasmus, a la escuela anglicana de Shrewsbury, 16 cuando comenzó a estudiar medicina en Edimburgo y 22 cuando zarpó con el Beagle en un viaje que tardaría cinco años en dar la vuelta al mundo y que le ofrecería la materia prima para gestar uno de los pilares de la ciencia moderna: la teoría de la evolución de las especies. ¡Cinco años en los que sus padres vivieron en la incertidumbre hasta que, de tanto en tanto, llegaba una carta en la que contaba las peripecias de la travesía!


Rafael, "el divino", ya era económicamente autónomo a los 16, cuando recibió sus primeros encargos de la ciudad vecina a Perusa, Città Di Castello. Caravaggio se inició como aprendiz de pintor a los 13. Marie Curie estudió en un internado desde los 10. La étoile argentina Paloma Herrera vivía sola en Nueva York, donde la contrató el American Ballet Theatre, a los 15.
Pero aunque sea parte del normal devenir de la vida, hay pocas cosas tan lacerantes para los padres como ver partir a sus hijos de casa. Asomarse a los espacios dominados desde hace décadas por un desorden rocambolesco y ver un hueco vacío y silencioso donde antes había camas en las que contemplábamos dormir plácidamente a nuestros vástagos basta para dejarse arrastrar por la nostalgia.
De repente, la cabeza se llena de instantes que ya fueron. Ante los ojos de la mente, ellos son chicos y caminan, dos de cada lado, tomados de los bolsillos rasgados de un viejo gamulán. Se ríen y juegan, y somos felices, aunque nos pasemos la mitad del día viajando en un colectivo para depositarlos en sus múltiples actividades extraescolares, aunque tengan que acompañarlo a uno al trabajo a horas insólitas o se apiñen en una Pelopincho instalada a presión en el balcón para remojar las tardes más impiadosas del verano.


En ese pasado de cuento no existen ni llantos, ni noches sin dormir, ni frustración o temor. Están en casa, están protegidos. No hay sinsabor que dure más que un suspiro.
Sin embargo, llega finalmente el día en el que empiezan a irse. ¿Cómo puede ser? Nada de eso estaba en nuestros planes. Sin que nos diéramos cuenta, creíamos que era posible un prodigio de la gramática vital: un presente a la vez continuo y perfecto.
Pero no hay caso. Los primeros (o las primeras) nos dan la noticia sin anestesia, mientras todavía estábamos imaginando futuros que los incluían: deciden irse a vivir la vida loca a un PH medio derruido, que transformarán en un atelier bohemio mientras se alimentan de arroz y arvejas con mayonesa.
Después, siguen los/las "del medio". Pero, por fortuna para nosotros, la pequeña o el pequeño de la familia se queda en casa para aprovechar el lavarropas y el servicio de "tenedor libre" que se ofrecen de lunes a lunes en el hogar paterno. Desde entonces, como el perro de Pavlov, que salivaba cuando veía u olía comida, e incluso cuando se acercaba la persona que lo alimentaba, escuchar la llave haciendo girar la cerradura lo hace a uno dar ahogados grititos de alegría.

Dicen que el tiempo todo lo cura, pero ya nada vuelve a ser tan idílico como en esos recuerdos luminosos. Pasa como con esa gota de café en el medio de la taza de leche (que por algo se llama "lágrima"): ya la felicidad no puede llegar a la perfección porque siempre falta algo. Alguien. Pero, en fin, nos conformamos (adelante, siempre adelante), todavía queda una en casa... Hasta que también ella, que había visto desconsolada cómo sus hermanos, compañeros de juego y confidentes, iban cambiando de barrio y hasta de país, decide que "ya es grande" y se muda en cuanto se siente fuerte como para mantenerse.


Según cuentan, los que pierden una mano, un brazo o una pierna experimentan el síndrome del miembro fantasma. A veces, es un dolor agudo o punzante; otras, una vaga sensación de que todavía está allí, entumecido o en una posición rara. Lo mismo nos pasa a los padres cuyos hijos se van de casa. Es como una vaga sensación en la base del estómago. Está todo bien, pero hay algo que falta.
Leo que en Europa los jóvenes dilatan la decisión de "volar del nido" y cada vez se quedan más tiempo en la casa de sus padres. Que en España se quedan hasta los treinta. Que en Suecia y Noruega son más precoces. Por mí, que se queden todo lo que quieran...porque cuando ellos se van, también nosotros tenemos que hacernos grandes

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