martes, 27 de septiembre de 2016
HISTORIA DE VIDA; LA INDIA Y LA RELIGIÓN SIJ
Visita la ciudad de Amritsar, la meca de la religión sij, y en el Templo Dorado
Lo primero que siento es un frío punzante. Es que el piso del Harmandir Sahib, más conocido como el Templo Dorado, está hecho de un mármol tan exquisito como helado, y la primera regla del sijismo (sacarse los zapatos antes de ingresar) deja mis pies desnudos a la merced de esta superficie glacial.
La segunda regla, que exige cubrirse el pelo, es mucho más fácil de cumplir, aunque mi desgastado pañuelo está lejos de igualar a los llamativos turbantes de los fieles ; cuidadosamente envueltos una y otra vez sobre sus cabezas, estas telas de colores vibrantes (naranja, rosa, turquesa, verde, rojo, amarillo) forman una alegre y exótica procesión. Sin embargo, guardan también un tinte trágico: en estallidos de violencia étnico-religiosa contra el sijismo, el accesorio hizo de ellos un blanco de fácil identificación.
La historia es tan reciente que aún sangra. En 1984, después de que un guardaespaldas sij asesinara a la por entonces primera ministra Indira Gandhi, hindúes enfurecidos masacraron a casi 3000 sijs. Post 9/11, hubo ataques a la comunidad sij en Estados Unidos, ya que algunos creían que sus turbantes eran símbolo del extremismo islámico. Nada más errado: durante los siglos 17 y 18, los sijs fueron enemigos acérrimos de mogules y afganos durante las luchas por el territorio del Punjab, una región eternamente disputada entre India y Pakistán. A principios del siglo 20, los ingleses también hicieron su aporte a esta turbulenta historia. En 1919, la masacre de Jallianwala Bagh perpetrada por el general Reginald Dyer dejó más de mil sijs civiles muertos.
Singular destino para una religión que nació 600 años atrás, cuando el gurú Nanak Dev comenzó a impartir sus enseñanzas sobre "un solo dios que no distingue entre hindúes y musulmanes". Su filosofía espiritual era una reacción a una realidad que lo atormentaba: que la fe mal entendida podía generar división y odio. Él buscaba establecer una doctrina monoteísta tolerante, abierta y pacífica, que terminara con la violencia en nombre de dios. Para eso, tuvo una idea revolucionaria: no bautizar de ninguna manera particular a ese ser supremo, referirse a él como "el Verdadero Nombre", y así evitar las disputas de nomenclatura. Guru Nanak Dev también predicaba, allá por el siglo 16, sobre la igualdad entre hombres y mujeres.
Hoy, el sijismo es la quinta religión más numerosa del mundo y el Templo Dorado de Amritsar, ciudad al norte de India, es su meca. Rodeado de torres, balcones, arcos y cúpulas al mejor estilo Aladdin, el santuario emerge en el centro de una enorme pileta de agua que los fieles llaman amrit, es decir, "el néctar de la inmortalidad". Se calcula que más de cien mil personas vienen diariamente; ahora son ya las nueve de la noche y todavía veo a familias y grupos de amigos recorrer el complejo. Unos se arrodillan al lado del agua y se inclinan hasta tocar el piso con la frente. Otros miran atentos a las pantallas que exponen los preceptos esenciales del sijismo. Casi todos se sacan selfies con sus celulares. Sólo unos pocos se animan a sumergirse en ese néctar de la inmortalidad que, imagino, debe estar al borde del congelamiento.
Este es un lugar que, de acuerdo a los preceptos de Guru Nanak Dev, recibe a todos, todo el tiempo. Literalmente: no sólo tiene cuatro entradas (una en cada punto cardinal) para simbolizar esa bienvenida universal, sino que además está abierto las 24 horas. Lo que se dice una fe non-stop, acompañada por cantos y oraciones emitidos sin pausa por altoparlantes. Pero quizás nada ejemplifique mejor esta idea de universalidad que el Guru-Ka-Langar, el comedor comunitario más grande del mundo, que sirve desayuno, almuerzo, merienda y cena a cualquiera que se presente, sin importar su edad, sexo, clase socioeconómica ni credo. "Cualquiera" se traduce en por lo menos unos cuarenta mil comensales al día, número que puede triplicarse en días de festividades especiales.
Cruzo un pequeño charco de agua tibia para limpiar los pies y, de repente, un sonido metálico se me hace cada vez más fuerte hasta volverse ensordecedor: son los miles y miles de platos siendo lavados al mismo tiempo. Del otro lado, mujeres y jóvenes pelan, cortan y pican tomates, papas y zanahorias. Más allá, hay gigantescas ollas en donde se cuece un curry cremoso y hornos de donde salen cual línea de ensamblaje los chapatis (pan indio sin levadura). El esfuerzo titánico que realizan los voluntarios me deja apabullada; el dewa, o trabajo comunitario, es otro pilar del sijismo.
"Welcome!", me dice un hombre, al tiempo que me entrega plato y vaso, pero ningún cubierto, porque acá se come al estilo indio, con la mano derecha, y solo preparaciones vegetarianas. Lo que sigue a continuación es una dinámica más precisa que un reloj suizo. Por lo menos otras doscientas personas ingresan conmigo al comedor y nos sentamos en el piso. Llegan los hombres con bandejas y jarras y, antes de que pueda reaccionar, mi plato se llena de curry, chapati y verduras. La comida está recién hecha y deliciosa. Afuera, ya hacen fila los próximos comensales: cada turno de la cena no dura más de diez minutos.
Cuando me dispongo a entrar al templo, me llevo una decepción: la fila para entrar llevaría casi una hora, pero ya son las diez y, en breve, el gurú Grant Sahib se irá a dormir. Todo muy normal, si no fuese porque este, el último "maestro iluminado" del sijismo, no es un ser humano como sus antecesores, sino ¡un libro! Cada día, un ejército de voluntarios lo despierta, lo limpia, lo viste, lo traslada hasta el templo, lo abanica durante toda la jornada y lo regresa a sus aposentos a las diez de la noche, no sin antes desvestirlo, volver a limpiarlo y abanicarlo un poco más. A cada paso, los fieles lo rodean y cantan y rezan.
El frío es cada vez más intenso y decido probar la mañana siguiente. Apenas después del amanecer, vuelvo al lugar y vuelvo también a descalzarme y a cubrirme el pelo. En el amrit, tiene lugar el rito matutino. Las mujeres se lavan manos y cara y hacen lo mismo con sus hijos; los hombres se desnudan y se sumergen por completo, con sólo calzón y turbante puesto. Todavía no se disipó la bruma y el agua parece un manto de seda.
Ya dentro del templo, donde no se pueden sacar fotos, intento guardar en la retina la mayor cantidad de detalles: las paredes de mármol tallado como las del Taj Mahal, los intrincados motivos en oro y piedras preciosas, la araña de perlas de vidrio que caen como cascadas. Y ahí, en el centro, está el gurú-libro, rodeado de sijs que le recitan melodías sagradas. Me concentro en la música: el sitar melancólico, la percusión acuática, las voces que se funden en un sólo cantar -el famoso kirtan-, "canto grupal". Y de repente, sin saber por qué, lloro.
Hay algo en ese himno reverencial que me estremece. Muchas de las melodías sij cuentan historias de su lucha y resistencia, de sus mártires y muertos. Quizás no entienda la letra, pero pueda comprender algo de ese clamor sin necesidad de traducción. Una señora sentada a mi lado me habla en este idioma que no entiendo, y después me abraza. Yo, todavía emocionada, me llevo las manos al pecho y después apunto al libro, a las paredes, al techo. En el humilde y escueto lenguaje de las señas, espero haberle dicho: "Tu religión me llegó al alma".
Un centro de la espiritualidad
El Templo Dorado de Amritsar, al norte de la India, es la meca de la religión sij y una joya arquitectónica. Recibe cada día a miles de fieles y turistas, y es conocido por albergar el comedor comunitario más grande del mundo, donde alimenta a más de 40.000 personas cada jornada.
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