viernes, 16 de septiembre de 2016

LECTURA RECOMENDADA


Te amaré locamente
Por Jorge Fernández Díaz





Después de ganar en tribunales un divorcio contradictorio, ya con ahorros en el banco y ganas de dejar atrás el dolor y darse algunos gustos, Irene convence a sus amigas de hacer un “viaje de solteras” y hospedarse en un lujurioso hotel de Angra dos Reis.
Quieren el destino o el azar que también vacacionen en esas playas tres argentinos con similares ensueños. Uno ha sido traicionado por su mujer, otro actúa como ladero solidario y un tercero es el mecenas del olvido: se llama Gabriel y resulta ser el dueño de una agencia de turismo de Buenos Aires que contrata con asiduidad los servicios de ese paraíso, de manera que les ha conseguido prácticamente todo gratis a sus dos camaradas. Entre damas y caballeros hay bromas, sobremesas, paseos, deportes, coqueteos, caipiriñas, samba y bossa nova, pero a pesar de tantos amagos y oportunidades, sólo queda en pie un fugaz beso en los labios que Gabriel le da a Irene con un pie en el estribo. Ella ha quedado impresionada por la personalidad arrolladora del arcángel, y las promesas de verse en la patria se cumplen rápida y apasionadamente.
Mucho más tarde, en terapia de grupo, Irene intentará definir en voz alta qué cosas le fascinaron de aquel hombre. Al principio, su carisma natural, su simpática insolencia, su extraordinaria habilidad para hacer prestidigitación con las palabras. También su seguridad en sí mismo, que irradia hasta la altivez, y la capacidad innata para liderar, establecer temas y crear a su alrededor una invisible obra de teatro en el que cada uno cumple un rol feliz. “Es increíble, pero durante aquellos días en Angra dos Reis logró catalogarnos a cada una e incluirnos en un libreto que él improvisaba y escribía por nuestro bien, y que nosotras actuábamos con deleite”, declara mientras el terapeuta anota una oración en su cuaderno.
En el transcurso de los primeros treinta días, Gabriel se dedica con paciente tenacidad a convertirse en un amante incansable y absolutamente servicial en la cama, y a conocer cada detalle de la vida de su novia, que está fascinada por tan inusual interés. Cuesta mucho en el mundo actual que el macho permanezca despierto después de los fuegos artificiales y que se muestre realmente atraído por la cronología existencial de su hembra. El sexo y la oreja son irresistibles: Irene se enamora como nunca. Y desarrolla durante los primeros seis meses una adicción física por ese compañero generoso. De hecho siente que sus experiencias eróticas anteriores no fueron más que bocetos en blanco y negro al lado de este gran óleo pletórico en colores y trazos magníficos.
El arcángel es el centro de todas las reuniones, pero jamás olvida ese cañoneo íntimo sobre las posiciones de la doncella, a la que abruma con piropos y regalos. La mayor de todas las ofrendas se encuentra, sin embargo, en su fabulosa memoria: lleva un registro minucioso de los hechos, gustos y matices del pasado y el presente de su nueva mujer. Se convirtió en un erudito de sus recuerdos, a tal punto que a veces ella recurre a él para precisar un dato. ¿Me había gustado esa película? Sí, mi amor, pero el final te decepcionó un poco.
Para no ser egoísta, Irene le exige información sobre su historia personal, y cuando Gabriel lo hace es para mostrarle los múltiples paralelismos y misteriosas coincidencias que los unen. Son almas gemelas, han vadeado los mismos padecimientos. Pero él le asegura que ella no sufrirá más, ahora que tiene a su lado un guardián atento a las peripecias de su dicha. Todo lo que ella debe hacer es dejarse amar; el arcángel ha llegado para protegerla.
La primera parte de este romance es una superproducción llena de magia. “Todo resultaba tan perfecto y luminoso que empecé a desconfiar –les cuenta Irene a sus colegas de infortunios-. Pero eran dudas infundadas. Gabriel no tenía muertos en el armario ni novias secretas. Eso sí, me di cuenta por el camino que era controlador, que me vigilaba y que sentía celos aunque no los confesaba para no parecer vulnerable. Admito que esto me ponía más y más cachonda”. El terapeuta interviene para explicarle que esa simulación encierra un rasgo revelador, puesto que el arcángel demuestra allí ser una persona altamente estratégica. La paciente asiente y asegura que con el correr del tiempo se confirma esa impresión.


Desde su butaca preferencial, Irene puede observar que el talento de su amado se basa en su gran pericia para manipular a los socios y clientes, a quienes persuade con pequeños engaños y sobre todo con el perseverante tejido de una ficción: Gabriel fija una vez más el territorio, pinta los decorados, asigna los papeles, reparte el guión y logra que el argumento siempre le otorgue un protagónico incuestionable y superior que lo habilita para tutelar cariñosamente al resto. Tarda muchísimo la mujer en ver lúcidamente estos mecanismos inconscientes: el deseo y el apego afectivo le nublan la vista. Recién abre los ojos cuando comienza a sufrir en carne propia los efectos de la telaraña. En los inicios de un gran amor impera la falsa idea de que dos son uno, y entonces parece normal pegotearse, fundirse completamente en el otro y armar una sola masa informe. Cuando la obsesión amorosa cede lugar al amor puro y duro, la pareja recupera una cierta cordura y retoma algo de su respectiva individualidad. Al querer ella rescatar una diminuta parte suya de todo lo que ha cedido, el arcángel pierde de pronto el control y le planta un escándalo. Se muestra inflexible, en ocasiones profundamente decepcionado, suspicaz y agresivo. Estos cambios de conducta le producen un verdadero shock a Irene, que por nada del mundo quiere perderlo. Recula y acepta los términos de la paz, pero a su vez se percata de que no hay forma de salir de esa representación cómoda y placentera, ni de ese rol de pobrecita rescatada, y que ella padece una severa dependencia emocional. Esta triple conciencia le llega de repente, pero se amortigua bajo la resignada idea de que el amor paga y es agradecido, y que todo esto al fin de cuentas no significa un precio tan elevado.
Para Gabriel esa breve experiencia de desacuerdos es una bisagra, que le deja no pocas secuelas: malhumores repentinos, victimizaciones dichas al pasar, transmisión de presuntas defraudaciones, bromas hirientes, comentarios despreciativos, recelos y sospechas. De un día para el otro, aunque en verdad pasa casi todo un año, al arcángel le molestan los compañeros laborales de Irene, las cenas de los miércoles con amigas, las decisiones profesionales que sigue, los cursos de superación en los que se anota. Una noche Irene cae en la cuenta de que Gabriel le revisa el celular y la netbook; también que sus llamados a horas raras y con pretextos pueriles tienen por objeto pescar una eventual traición. La mujer sube entonces otro escalón del discernimiento, aunque lo hace con taquicardia y pena: Gabriel es un ser dominante y cerebral. Tal vez lo fue siempre, pero recién ahora se le cae la máscara. Por supuesto resulta muy difícil encararlo, dado que el arcángel gana fácilmente cualquier discusión: nadie que haya aceptado las reglas de su obra puede vencerlo con pura dialéctica. Ella se enfrenta además con alguien que se ha ocupado sistemáticamente de conocer sus defectos y debilidades más recónditas. Gabriel se divierte deshaciendo esos planteos sin despeinarse, o clausurando el debate con un vibrante acto erótico. Irene se siente confundida y acosada por remordimientos. De golpe, integrantes de su familia directa la llaman o la visitan para hacerle recapacitar. El arcángel ha hecho campaña y como todos lo admiran y adoran, resulta que para sus parientes ella está cometiendo el mismo error con el que arruinó su anterior matrimonio; es injusta e inmadura, y a su edad no debe jugar con fuego: Gabriel es un ave única, no hay que herirla ni molestarla porque puede echarse a volar. “Ese jueguito me indignó –añade Irene, y pide permiso para fumar. Su terapeuta se lo otorga con un movimiento de cabeza-. Es como si hubiera por fin entendido que para él esto no era una cuestión de amor, sino de poder. Y fue tanta la bronca que decidí darle una lección. ¿Cómo iba a saber que estaba desatando una guerra?”.
Sólo una de sus cinco amigas íntimas se aviene a creerle, aunque justo esa dama solitaria es famosa por sus resentimientos y exageraciones, y también por una cierta desconfianza hacia los hombres brillantes: muchos de ellos le parecen manejadores o directamente psicópatas; tiene un escáner muy fino para detectarlos. Las otras amigas de Irene se limitan a relativizar los pecados de Gabriel, hechizadas como están por su personalidad. A ellas les suenan delirantes las quejas sombrías de la afortunada, aseguran que se ha vuelto insoportablemente quisquillosa, y conjeturan que el subconsciente le está boicoteando una felicidad servida. Aseveran incluso que esos celos masculinos son deliciosos y que aquel intento para sobreprotegerla es conmovedor: tienen a su lado novios o esposos indiferentes que no las registran y a quienes hay que arrancarles un elogio con tenazas. La resentida, en cambio, apoya a Irene en sus presagios, y la anima a desprenderse de las dulces garras del arcángel. Juntas deciden anotarse en un curso intensivo de francés que culmina con un viaje de diez días a París. Gabriel, al enterarse, pone el grito en el cielo, impugna a su compañera de travesía (“envidia nuestro amor y tira mala onda”) y le parece intolerable que se separen tanto tiempo. Las dos mujeres estudian atentamente sus reacciones; Irene sólo pretende un pequeño escarmiento que lo coloque en su lugar y le cure la adicción a ser el comediógrafo permanente de la pareja. Acostumbrado a que se haga su voluntad, Gabriel pasa de la indignación a la tristeza, y practica el chantaje. Le cuesta a su enamorada resistir esa súbita victimización, está a punto de arriar las banderas, pero tiene una socia de carácter y el curso sigue adelante a pesar de los desplantes del galán, que comienza a agredirla verbalmente y a socavar su autoestima. Por primera vez la encuentra desarreglada y le critica la ropa, y cuando aparece con un vestido nuevo lo censura por insinuante y vulgar. Le hace escenas a diario por estupideces: ve amantes fantasmagóricos donde sólo hay personajes secundarios, y cuando logra asustarla o llevarla al llanto, llora él a su vez y pide perdón y se echa culpas. Por lo general, esas crisis desembocan en el sexo, que limpia las manchas y acalla las voces. La mujer es esclava de la tiranía de la piel, que todo lo justifica y borra.
Al menos en tres oportunidades, el arcángel llama media hora antes del curso para alegar enfermedad o emergencia, e Irene debe faltar para socorrerlo en episodios confusos que vistos en perspectiva parecen inventos, trucos de dramaturgo. “Me sentía prisionera, a veces era como una especie de objeto o cosa –recuerda en terapia, ante sus camaradas de grupo, que la escuchan en silencio total–. Una cosa que tenía dueño, y que debía pagar tributo por los favores recibidos. Los cambios de humor que Gabriel tenía eran enloquecedores, y yo me sentía cada vez más insegura. Había momentos en los que me decía a mí misma: basta, dejate de joder y entregate, que es el hombre ideal. Y otros en los que me recriminaba: vos no llegaste hasta acá para que te repriman, te sofoquen, te sometan. ¿O sí? ¿El amor no es también la suspensión gozosa de la libertad, entregarle al otro hasta esa prerrogativa?”
Entonces el arcángel hace algo inesperado: le anuncia que a su agencia le ofrecieron un posible contrato con la República Popular China, que volará a Beijing para cerrar el trato y que luego visitará los principales puntos de ese país insondable. Estará ausente un mes entero. Salen a cenar para celebrar la noticia, e Irene le pregunta inocentemente si puede acompañarlo en ese periplo exótico. Gabriel le comunica con frialdad que no es posible: las plazas están cubiertas y los anfitriones son muy estrictos. Comen sin pronunciar palabra, cada uno metido en sus pensamientos, hasta que el galán deja los cubiertos sobre el plato, pone los codos sobre la mesa, entrelaza sus manos y dice: “Vas a extrañarme mucho; a lo mejor la ausencia se te hace inaguantable. Pero fijate cuánto te amo que soy capaz de mandar a los chinos al diablo si te quedás conmigo”. Irene frunce el ceño porque al principio no comprende, pero en seguida abre los ojos y comienza a negar con la cabeza. Tiene los pelos de punta. “No voy a bajarme de París”, balbucea. Y él sonríe como un lobo: “Qué lástima”. Es una amenaza indirecta. La mujer se refugia en el baño, con lágrimas en los ojos, y se mira en el espejo. “Si te hace sufrir no es amor”, sorprende en terapia de grupo una chica que está oyendo el monólogo de Irene, y el psicólogo le sugiere que por favor no interrumpa. Irene cuenta a continuación que esa noche, al llegar a casa, se desata una pelea a los gritos, que Gabriel la zamarrea con fuerza en la cocina y que ella se golpea accidentalmente la boca. El arcángel termina de rodillas, suplicándole que lo disculpe. Al día siguiente le anuncia que canceló el negocio con China y que está convencido de que las pedagógicas vacaciones parisinas fortalecerán la relación. Con ese repliegue apaga el incendio por unas semanas, y el viaje a Francia termina resultando un éxito, aunque ella se ve obligada a hablar con él dos horas por día a través del skype y a responder por escrito sus largos y sentidos e-mails. El reencuentro parece cerrar ese ciclo de pulseadas ridículas, e Irene respira aliviada. Pero la tregua no dura mucho. Su compañera de viaje le pide que entre en una determinada dirección de Facebook. No usa el francés irónico con el que se comunican últimamente, sino un español trágico. Irene se interna en el mundo feliz de una ex gerente turística que tuvo un surmenage, largó todo y ahora pinta a mano Sai Babas de resina, una espiritualidad de supermercado que da muy buenos dividendos en las tiendas de Palermo Soho. La artesana registra fotográficamente, con largos epígrafes, sus conquistas comerciales, y no puede reprimir mostrarse con su “nuevo amigo” en una trattoria de Belgrano y en un paseo romántico por San Telmo. Ninguna de las imágenes muestra abrazos inequívocos ni besos rotundos, pero todas ellas insinúan acaramelados encuentros. Gabriel podría alegar, como hará más tarde, que es una vieja amiga de la profesión, pero ninguna mujer en la Tierra creería semejante camelo. Irene no es la excepción: monta en cólera y cae en amargura. Su socia resentida la previene, porque el hallazgo es misterioso e intrigante, y le llegó a través de un anónimo que utiliza una extraña cuenta de e-mail. “Mi amiga trabaja en el área de informática y no tocaba de oído; la pista no se podía rastrear –agrega Irene y prende sin permiso su segundo cigarrillo; el terapeuta le clava la vista–. Ella estaba convencida de que Gabriel mismo le había mandado ese dato, para que me llegara a través de terceros. Y que por lo tanto se trataba de una represalia. ‘Podés irte a Paris y dejarme solo, pero te va a costar muy caro’. Por supuesto, creí que mi amiga desvariaba”. Pero era cierto. El sospechoso lo admite al final de un zafarrancho de insultos y acusaciones cruzadas. Y utiliza esa verdad bochornosa para aplacar algo la ira de la mujer y para explicarle que ha sido precisamente Irene la culpable de aquella breve infidelidad, que en realidad no significó nada. Un revolcón provocado por el abandono, la soledad y la bronca. Tan poca relevancia tuvo, tan meramente instrumental fue, que él mismo se tomó el trabajo de autodenunciarse. Irene no sabe precisar qué es más grave. Que te metan los cuernos o que lo hagan para que lo sepas y recapacites. Intuye que el arcángel, fiel a su vocación teatral, ha robado esta vuelta de tuerca de alguna comedia italiana. Le cierra la puerta en la cara, no responde más a sus llamados y se dedica deambular por la congoja. “Pero cuando me bajó el odio, me entraron las dudas –dice Irene haciendo volutas de humo mientras los compañeros la miran como embrujados-. Tuve el síndrome de abstinencia, y las ganas de quemar el orgullo y arrastrarme a sus pies. Y una noche, en ese estado de idiotez ansiosa, me asomé a la ventana. Llovía y Gabriel estaba enfrente, bajo un paraguas, esperando mi decisión. Bajé a abrirle. Fue un error”.
La nueva función trata sobre un hombre que se ha inmolado por amor, que se ha incinerado en ese fuego fatuo, que ha cometido pecados de obsesión y que ahora ruega se le otorgue una nueva oportunidad. Después de sentirse vigilada, manipulada y maltratada de diferentes modos, pero también tremendamente sola en el abismo que abrieron sus miedos y su propio enojo, echando de menos cada segundo sus manos y sus labios y su lenguaje benefactor, Irene acepta de nuevo a Gabriel y se dispone a meterse lentamente en aquel purificador lago de pirañas. El noviazgo recomienza con una larga celebración sensual y con un segundo viaje reparador a Angra dos Reis. En esas recurrentes playas ella vuelve a sentir la dicha y el magnetismo, y se avergüenza un poco por olvidar tan rápidamente los forcejeos y el espionaje.
De regreso a la realidad sobrevienen dos o tres meses de mar calmo, donde ambos se muestran muy cuidadosos. Recién cuando la herida parece haber cicatrizado, el arcángel se afloja y vuelve sutilmente a las andadas, pero más como un caballero filantrópico que como un carcelero. Hay un verbo y un sustantivo de raíz común y parentesco obvio; Irene pasa de uno a otro sin darse cuenta: es cautivada y pronto se sentirá una cautiva.
Embelesada por ese hombre carismático, se deja arrastrar por la corriente, y sólo despierta cuando la tragan algunos remolinos o cuando percibe que gran parte de su vida ya transcurre en la clandestinidad. Es que progresivamente, como quien se acomoda a una lesión crónica, Irene ha ido cediendo posiciones y derechos, y a la vez fue ocultando datos para no recibir reprimendas ni involucrarse en debates que pierde o en líos que laceran. Se ve a escondidas con sus amigas de siempre, debe usar una cuenta secreta de gmail para determinados intercambios, miente cuando debe salir de compras o a almorzar con alguien, y hasta calla un inocente curso de cocina que el arcángel vería con muy malos ojos.
No tarda en desatarse un serio altercado a raíz de que el galán descubre, y no por casualidad, una de estas mentiras veniales. Se declara entonces agraviado, la acusa de artimañas y falsedades, y busca a cualquier a costa su remordimiento. Al inicio Irene se siente intimidada, pero a medida que va pensando con seriedad en esta crisis experimenta una furia desconocida. “Cuando la persona que amamos nos obliga a modificarnos una y otra vez hasta la contorsión para caber dentro de su caja estrecha, cuando nos empuja a traicionamos a nosotros mismos y nos transformamos continuamente en otros para ser aceptados, resulta que un día la casilla se declara llena y todo salta por los aires –dice el terapeuta tomando brevemente la palabra; Irene y sus compañeros de sesión lo escuchan encogidos-. Suele ser un momento brusco y espantoso: pasamos todas las facturas juntas, no perdonamos ninguna, puesto que le imputamos a nuestra pareja un egoísmo negador y sin límites, y una insensibilidad mayúscula para no ver los disparates que hemos llegado a hacer por ella. No podemos conmutar ninguna de esas penas: no amnistiamos el hecho de que hayan carecido de la piedad suficiente como para detenernos, y tampoco nos perdonamos a nosotros por haber sido tan estúpidos como para haber cedido hasta la dignidad. Cuídate de los que dejan todo por amor. Porque te terminarán dejando”.
Irene reconoce perfectamente ese sentimiento; aplasta los restos de su cigarrillo en un cenicero y encara el desenlace. Confiesa que esta nueva conciencia le produjo tal ofuscamiento que de la noche a la mañana quiso bajar la persiana y no verlo nunca más. Reconoce en su interior que seguramente lo seguía amando, porque no siempre se rompen las parejas cuando la llama se apagó, pero asegura que no quería transigir ni permanecer en esa trampa lujosa un minuto más. “Tenías pánico –aporta un compañero entrado en años-. Había que rajar rápido porque corrías el riesgo de dejarte enredar de nuevo. ¿Te acordás del tango Chorra? ‘Guarda, cuídense porque anda suelta, si los cacha los da vuelta, no les da tiempo a rajar’. Irene, a mí me pasó lo mismo con una mina. Fue hace muchos años, pero sigo escapando de ella”.
En efecto, algo de esa rápida intuición del final, algo de esa necesidad de salir corriendo antes de que el monstruo vuelva a atraparla con sus deliciosos tentáculos, hay en esos movimientos previos y en la suelta de las amarras. Ya saben lo que pasa cuando una amputación se practica en cámara lenta: es insoportable. Irene se reúne con su amiga más resentida, hace catarsis con ella y planifica sus jugadas. Sabiendo que se enfrenta con un polemista dominante e imbatible, prepara un discurso conciso y cerrado. Necesito tomar distancia para pensar todo de nuevo, para recuperar mi libertad individual y para eventualmente volver a encontrarnos alguna vez pero desde otro lado. Lo que se dice habitualmente cuando no se puede decir “ya no te quiero” o “no puedo permanecer en esta relación dañina”. Debe ensayar dos veces con su querida amiga los diálogos posibles, los puntazos, las paradas y las estocadas de fondo, y también beberse un whisky doble para que dejen de temblarle las piernas. Se siente afiebrada, aunque no tiene la menor duda de lo que está haciendo. La alumbra una nueva convicción personal, el presentimiento de que está siguiendo su corazón y de que no se arrepentirá jamás de esa ruptura. Pero entrar en su escenario y encararlo para desvirtuar su libreto es un acto temerario, como si tuviera que pisar las tablas de un teatro verdadero y pronunciar sus sorpresivos parlamentos delante del público. Finalmente lo hace, y la conversación dura cinco horas, desde la cena hasta la madrugada. Gabriel atraviesa todos los climas: sensatez, ternura, bronca, sospecha, acusación, tristeza, depresión, mentira, llanto y seducción. “No doy más”, tiene que decirle ella, y se echa sobre la cama para dormir un rato. Está exhausta, pero no duerme: custodia el silencio del arcángel, que fuma sus argucias. Irene está persuadida de que esta pelea no terminará en uno o dos rounds, y que la única manera es ganarla por puntos. Pero sabe, al mismo tiempo, que si no actúa con premura estará a su merced, lista para recibir sus ganchos mortales.
Por la mañana, él avisa a su agencia que amaneció descompuesto y le pide a ella que también dé una excusa. “Esto sólo se va a resolver si podemos hablarlo hasta el hueso”, le reclama. Ella no cede: se ducha y se maquilla, y se marcha a su trabajo. Intuye que en su ausencia el arcángel le revisará sus cajones y su notebook, que después le escribirá una admirable carta de amor y que pedirá sushi para cenar e hipnotizarla. Intenta todo eso, naturalmente, y más: la llama por teléfono tres veces a lo largo del día. Pero Irene le explica que llegará tarde y que la carta es conmovedora pero que no atiende ni refuta los hechos centrales. Que no tendrá apetito y que Gabriel deberá pensar lo antes posible cuándo mudará su ropa a su propio departamento. El se enoja tanto que ella teme un atentado: llegar a su casa y descubrir que la destrozó por dentro. Reza para no encontrarlo, para que el tipo haya tenido un ataque de decoro y se haya marchado del hogar dando un portazo. Pero nada de eso ocurre. No va a ser tan sencillo; un general no abandona así como así el territorio conquistado. Discuten fuerte, se hieren con los adjetivos, y el arcángel logra que ella se conduela y trastabille. Pero como Irene se rehace milagrosamente, y como no ha sido suficiente ese lapso de debilidad para desnudarla, Gabriel se vuelve loco y comienza a insultarla y a sacudirle cachetazos. Todavía no cayó al piso ella, que él ya acude a socorrerla con besos y a suplicarle indulgencia. “No quiero que duermas acá”, le anuncia Irene, deshaciéndose de sus manos. “Pero esos golpes me sirvieron más a mí que a él –valora frente a su terapeuta, que anota el incidente-. Se fue esa noche, y yo después le mandé todos sus petates con un flete. Me sentí dolorida, pero también aliviada. Por lo menos hasta que fui a buscar mi auto y me di cuenta de que lo había arruinado. Le había tirado líquido de freno en el capot y en el techo. Es un producto muy corrosivo, como arrojarle ácido sulfúrico a una mujer en la cara”.
Un manipulador despechado es más peligroso que un tiburón toro, y exactamente a eso se enfrenta ahora Irene aunque no pueda imaginar todavía cuán creativo puede ser el resentimiento. Intimida pensar que la persona a quien le entregaste tu cuerpo, tus secretos y debilidades, y tu absoluta confianza se ha pasado con semejantes armas de destrucción masiva a las filas del enemigo.
Gabriel se muestra, por supuesto, asombrado y ofendido al saber que ella lo acusa sin pruebas de haberle arruinado el auto con líquido para frenos, pero ofrece a continuación los servicios de un mecánico que es un verdadero artista en chapa y pintura. Irene le grita “cínico” y le corta de golpe el teléfono. Llama a sus padres y hermanos, y corre hacia ellos en busca de ayuda, pero vuelve a encontrar cierta resistencia y un marcado escepticismo acerca de su separación, que consideran abrupta y un tanto paranoide. Aunque parezca lo contrario, a pesar incluso de que convivan en frecuentes fines de semanas y hasta en vacaciones enteras, los parientes suele ver únicamente la exterioridad de las parejas, una versión tranquilizadora pero fraudulenta: nunca somos los que somos en las reuniones. Y entonces cuando alguien anuncia un divorcio lo primero que sucede es el estupor y lo segundo, la porfiada abogacía del diablo. Como la familia de Irene está particularmente encantada con el hechicero, la obstinación se torna aún más ardua. En un momento, ella incluso pesca a su padre hablando por celular con el arcángel. El tono es bajo pero inequívoco: los dos hombres se refieren a ella como a una niña inmadura que debe ser cuidada de sí misma. Le cuesta mucho a Irene imponer su palabra entre su propia gente y también deshacerse de esa malla pegajosa que Gabriel sigue cosiendo a su alrededor. Dos semanas más tarde descubre que el arcángel los ha invitado a todos a su cumpleaños, que celebra en un resort con spa de una isla del Tigre. A veces la familia política del ex sobreactúa la diplomacia y la caballerosidad. Es poco propensa a la solidaridad parental, teme que el asunto sea temporario y reversible, y en el fondo no quiere ser confundida en el amasijo del desamor. Aspira a que el odio pueda volverse selectivo: el problema es con ella, pero a nosotros nos sigue teniendo aprecio, se ufanan.
Nadie tiene cara para negarse a la generosa invitación del arcángel. Y cuando Irene se entera de la alta traición, se larga a llorar y avisa a sus íntimos que se mantengan a distancia. Uno de sus hermanos quiere protestar, y recibe todo tipo de improperios; su madre intenta apaciguar las cosas, y ella le retira la palabra. Irene se siente harta e incomprendida. “A mí me pasó algo parecido –irrumpe otra compañera de sesión. Se trata esta vez de una mujer experimentada-. Es como si tu familia se sintiera orgullosa de no haber sido incluida en la lista de odios y desprecios. Cuando pasa eso, las partes en disputa entablan una batalla de convencimiento, cada cual quiere imponer entre los familiares y amigos propios y ajenos su versión de la crisis. Yo soy el bueno y el razonable; ella es la mala y la loca, y viceversa. Lo que no entiendo es por qué vos no usaste tu bala de plata. ¿Por qué no les contaste que te había dado una paliza?”. El terapeuta sonríe y asiente. “A lo mejor te avergonzaba –pincha–. O quizás vos también querías inconscientemente preservarlo, dejar por las dudas abierta la puerta, no fuera que tuvieras que dar marcha atrás”. La aludida baja la vista y confiesa sus contradicciones fundamentales.
Mezclada con la impotencia, Irene sufre efectivamente las duras penas de amor. La verdad es que lo detesta y le teme, pero a la vez lo echa terriblemente de menos. Gabriel se imagina todo esto y percude sus débiles defensas: le tira anzuelos por la web, le envía mensajes conmovedores a través de conocidos, le manda regalos anónimos pero evidentes, e incluso le hace favores. Una noche de tormenta e inundaciones, cuando la ciudad entra en emergencia y caos, la rescata de la oficina donde ha quedado atrapada junto con sus dos jefes. Empapada y agradecida, un poco asustada por el cataclismo, ella lo hace entonces pasar a su casa, le sirve unas copas y se pone a tiro. Gabriel logra llevársela fácilmente a la cama, y todo es tan delicioso como siempre. Sólo que por la mañana él comienza a actuar como si ya se hubieran reconciliado y como si estuviera de nuevo al mando del timón. Tienen una fea discusión en el living, e Irene lo echa a empujones.
Esa misma semana se inicia en el trabajo de ella una cadena de insidiosos rumores acerca de una presunta enfermedad terminal que supuestamente Irene ha contraído y que está intentando ocultarles a sus superiores. Le piden incluso una ridícula explicación en la Gerencia General. Un mes más tarde, alguien viraliza fotos desnudas que Gabriel le ha sacado en la intimidad de Angra dos Reis. No son imágenes estéticas, sino algo groseras y vergonzosas. Por Facebook se entera de que el arcángel merodea a sus cinco amigas más próximas, y sobre todo a sus novios y maridos, con quienes juega al fútbol y sale a cenar. El colmo de los colmos llega cuando se saca una selfie con su amiga resentida, la que más alergia demostraba frente a las tretas del psicópata: parecen estar juntos en Bariloche o en San Martín de los Andes. Ella porta felicidad inesperada y borrachera profunda. “Tanto esfuerzo no deja de ser enternecedor, patético y atemorizante –dice el terapeuta–. Gabriel estaba obsesionado con vos. ¿Qué te producía todo eso?”. Irene le devuelve la mirada con un extraño brillo. Queda claro que junto con el espanto y tal vez la irritación, siente una especie de orgullo malsano. Gabriel está dirigiendo a conciencia una obra nueva, donde él es un monstruo sediento de amor y ella es el objeto de una pasión única. ¿Puede haber algo más romántico?
Irene lucha, no obstante, contra ese ponzoñoso e inconfesable sentimiento, y busca dar definitivamente una vuelta de página. Después de mucha soledad acechada, se propone salir con otro hombre: acepta la invitación de un oculista. Es simpático e inteligente, pero Irene no puede dejar de comparar su ingenio, su agudeza, su ideología, sus labios, su olor, su textura, su piel. La performance del oculista es así decepcionante; el fantasma de Gabriel cena con ellos y se mete sonriente entre sus sábanas.
Una noche de domingo, cuando regresan caminando bucólicamente por el Dique 3, el fantasma de pronto se corporiza: estaciona su auto sobre Azucena Villaflor, se baja y los cruza. Es una escena violenta y en cierto modo inverosímil. Encara a Irene y le pregunta cómo puede ponerle los cuernos con ese pecho frío. La agarra incluso de un brazo, para sacudirla; tiene los ojos inyectados en sangre. El oculista no trata de interceder ni de tironear, simplemente le lanza un directo a la mandíbula. Es raro, porque la última vez que hizo eso mismo fue durante un borroso recreo de la primaria. El arcángel encaja la trompada, aunque trastabilla, y cuando se dispone a devolverla con la izquierda recibe otro derechazo que lo sienta de traste. Está atontado y es evidente que pueden contarle hasta cincuenta y aún así no conseguiría ponerse de pie. El oculista le agarra el mismo brazo a Irene e intenta llevársela de ese desmadre, pero ella se suelta y acude en asistencia al caído. Es un impulso animal, impensado: se arrodilla y lo abraza y se larga a llorar, y Gabriel acomete también la lágrima y se quedan los dos unidos en el suelo. Los mira el oculista, prueba unos balbuceos y unas excusas; propone trasladarlo a un hospital para que lo atiendan, pero ninguno de los dos lo está escuchando, y entonces abre los brazos, niega con la cabeza, se mete las manos en los bolsillos y se manda a mudar. “Ya tenemos que terminar por hoy –anuncia el terapeuta señalando su reloj-. Pero te dejo una pregunta pendiente. ¿Pensás que esta escena tan electrizante, esta derrota glamorosa fue también premeditada por Gabriel?”
Irene no responde, aunque de inmediato la rodean sus compañeros de grupo con teorías y pésames. Ella se pone el abrigo y se despide. Afuera, con el coche encendido, el arcángel la espera fumando. “Hola, mi amor”, lo saluda ella. Arrancan, se pierden en la noche.





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