lunes, 19 de septiembre de 2016

RECUERDOS


Pasó hace mucho, casi veinte años, y entonces no significó nada especial. Sin embargo, es como si lo estuviera viendo. Volvíamos a pie de la casa de mis suegros, una tarde de principios de verano. Diez cuadras no son mucho, pero a los 3 o 4 años las distancias son todas inconmensurables y mi hija propuso hacer un alto. Justo pasábamos delante de una casa con una pequeña pared de piedra. Parecía la posta ideal. Allí nos sentamos los dos, los pies colgando sobre la vereda. No hablamos, sólo descansamos un rato mientras la tarde del domingo caía sobre aquel barrio de casas bajas.

 El sol descendía detrás de los techos y los pájaros surcaban el cielo despejado.
Esta semana volví a pasar por esa calle. "Aquí nos sentamos mi hija mayor y yo hace casi veinte años, en un alto en el camino", pensé para mis adentros frente a esa casa hecha de piedra clara, que sigue exactamente igual. Así sucede cada vez que vuelvo por allí. No puedo evitarlo: la imagen de los dos sentados sobre esa pared baja se me impone sin remedio. Cuando pasamos en auto por esa cuadra mi mujer sabe que inevitablemente abriré la boca para confirmar que "aquí, una vez, hace años...". La tengo cansada con el dato, pero ya se acostumbró y no me hace caso, apenas me mira como se mira al loco que se pierde en algún rincón de su mente.
Me pasa lo mismo con algunos lugares más. Por ejemplo, la casa de mis abuelos paternos en el barrio de Beccar, donde de chico viví unos meses con mi familia en medio de una mudanza. Cada vez que paso por allí apelo al título de un libro de Mujica Láinez y dejo constancia ante quienes me acompañen o ante quien corresponda, si estoy solo: "Aquí vivieron mis abuelos". (La frase convoca la voz de mi abuelo, su acento francés, y el sabor de las Cerealitas con manteca y miel).

 Pero también, caprichos de la memoria, otros sitios han quedado marcados por hechos más modestos. "Aquí me compré, a los 13 años, el primer disco solista de Ringo Starr", recuerdo cada vez que paso frente a cierto local de Martínez, hoy convertido en verdulería. "Aquí, de éste árbol, arrancábamos moras cuando volvíamos del colegio", digo o pienso cada vez que cruzo cierta plaza.
Otros recordarán el lugar del primer beso. La vereda en la que el padre les enseñó a andar en bicicleta. La esquina en donde se juntaba la barra. Cada cual tiene sus propios "aquí", sitios a los que se regresa en procura de aquello que existió alguna vez, mojones topográficos que acaso le oponemos al paso de los días, como si buscáramos detener el tiempo con ayuda del espacio.
A veces ese espacio permanece sin cambios, tal como estaba cuando lo habitamos en aquel lejano presente que hoy invocamos, como en el caso de la pared baja en la que me senté aquella tarde de verano con mi hija pequeña. Si yo me sentara allí una tarde cualquiera, sobre esas mismas piedras claras, podría ver el mismo sol cayendo sobre los mismos techos, y los mismos pájaros surcando el cielo, y entonces advertiría que en verdad no es eso lo que busco. Otras veces, en cambio, ese espacio ya no es el mismo, como en el caso de la disquería de vinilos que devino verdulería. Sin embargo, eso no hace mucha diferencia, porque tampoco es la disquería lo que ando buscando. Lo que busco es aquella experiencia que por alguna razón no pude olvidar. Cuando un hecho del pasado cobra estatura de mito sacralizamos el lugar donde ocurrió y así lo salvamos del tiempo. 

Tiempo y espacio se encuentran no sólo en el presente, sino también en la memoria y el mito. Somos aquello que recordamos.
A lo largo de los años hice decenas de paseos en el barrio con mi hija mayor. A la mayoría los he olvidado. Otros, como las idas a la plaza, se me confunden entre sí y no logro rescatar ninguno en particular. Sin embargo no me olvido del paseo de aquel verano, que fue el primero juntos, cuando una larga caminata era para mi hija toda una aventura. También para mí era nuevo hacer un alto en el camino con una hija a mi lado. Sólo así, al detenerse, uno es consciente de que está caminando. Hay que salirse de la vida para verse en ella, como enseñan las plazas y los bares. Mientras estábamos allí sentados, ante esa calle vacía donde la luz empezaba a menguar, sentí, como Vinicius en la playa de Itapoá, toda la Tierra rodar. Y por un momento me pareció que mi hija, con sus ojos de niña y sus pies cansados, contemplaba el mismo espectáculo.


Quizá por eso aquel paseo contiene para mí a todos los que hicimos juntos. Y quizá por eso cada vez que paso por allí lo convoco volviendo al mismo rito de siempre: "Aquí, en esta parecita de piedra, hace años...".

H. M. G.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.