miércoles, 12 de septiembre de 2018
HISTORIAS DE BUENOS AIRES
Las galerías comerciales de Buenos Aires, especie de correlato de los pasajes parisinos, solían ser en una época los paseos de moda. Hace ya mucho que, salvo excepciones (la Galería General Belgrano, el Pasaje Güemes, la Galería Santa Fe, con su mural de Raúl Soldi), el resto oscila entre la decadencia (a veces digna) y una oferta de objetos que parece resistir el mainstream de las avenidas y calles.
Esas galerías son una cueva para escaparse de la calle y están imantadas: según nuestra disposición, podemos entrar en una temporalidad diferente. No es solamente como en el cuento "El otro cielo", de Julio Cortázar, en el que el personaje entra justamente en el Pasaje Güemes y sale en otro tiempo y en otro lugar, la Galerie Vivienne de París, con su bar y sus librerías de viejo. No. Me refiero, de un modo un poco diferente, no tanto a que el tiempo de la galería sea otro, sino más bien a que es el mismo tiempo, pero más moroso, lento, aplazado en su cumplimiento.
Será esa la razón por la que uno no puede resistirse a entrar en esos paraísos artificiales. Todas las cosas que me interesan están en las galerías, y las que no me interesan, se vuelven interesantes por el solo hecho de estar en ellas; por ejemplo, los trenes de colección, las casas de muñecas, las cerrajerías.
Además de un caso temporal, las galerías son un caso arquitectónico. Las más simples son un pasaje entre dos calles paralelas. Aunque, aun en este caso, no todo es tan simple. La Galería General Belgrano, por ejemplo, pertenece a esa especie, pero tiene una anomalía formidable (sin contar la mejor disquería de música clásica): una librería dispuesta en su centro casi como una isla vidriada. Las hay también en "U", casi como una herradura, en las que se entra y se sale por la misma calle. O en "L", en las que se sale a una calle perpendicular. Otras, como la galería Río de la Plata o la Bond Street, unen dos calles paralelas, pero tienen distintos niveles, escaleras que comunican un mundo superior con un inframundo, unidos por las mismas extravagancias.
Hace un buen tiempo atrás, descubrí otra más, en Libertad y Paraguay, si no recuerdo mal. Aunque no tiene desniveles, reúne dos recorridos posibles, en "L" y en "U", y eso la vuelve ligeramente laberíntica, aun considerando que sus dimensiones son escasas. Pero lo más interesante es que parece completamente fantasmal. Salvo por un enorme y hermoso local de ferromodelismo, el resto no da indicios de actividad. Había dos librerías (cerradas) con libros en vidrieras que no tenían ni orden ni concierto, y afiches que parecían tener ya décadas pegados al vidrio.
Parecía un escenario en escala de la Galería Buenos Aires, donde funcionaron los talleres de la mueblería Thompson, ahora casi completamente colonizada por librerías episódicas y superpuestas en las que, cuando uno pide un libro en un local, debe ir a otro a buscarlo.
Una prueba de la decadencia es que las galerías hayan sido reemplazadas por los shoppings. Me corrijo: esto es un acierto, porque las galerías, lo antiguo, necesitan de lo nuevo (que implica casi siempre un grado en principio inferior) para realizarse en cuanto antiguo. No hay nada más antiguo que las galerías.
Pero, estemos atentos, en esa presunta condición obsoleta hay toda una estrategia (involuntaria, impremeditada) de oposición a la obsolescencia. Todo aquello que al mundo exterior a las galerías no le importa (las muñecas, los discos, los libros viejos, los trenes de juguete) encuentra en ellas un último refugio.
Algunas galerías son oscuras, pero otras, hermanas de los pasajes parisinos, tienen cúpulas vidriadas. La luz que entra por esas cúpulas es un símil: un resplandor más bien ceniciento, nunca resueltamente claro, que nos anuncia algo que se extingue, pero que hasta el final ofrece el brillo que puede.
P. G.
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