viernes, 14 de septiembre de 2018

LA OPINIÓN DE SERGIO BERENSZTEIN,


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SERGIO BERENSZTEIN
Si el escándalo de corrupción no genera cambios institucionales y no se recupera la confianza de los ciudadanos, la democracia podría quedar debilitada
Cuando la corrupción no es la excepción sino la regla, cuando los mecanismos para maximizar la capacidad de extraer ilegalmente recursos del Estado constituyen uno de los principales nodos que articulan las relaciones público-privadas -en particular los vínculos entre la clase política y los empresarios, sindicalistas y organismos no gubernamentales-, las principales instituciones y agencias estatales sufren una suerte de "captura" por parte de los responsables de esa red de corrupción. De este modo, la pregunta no es dónde había negociados ilegales y mecanismos de coacción y amenazas abiertos o encubiertos, sino si hubo algún ámbito público que hubiera resistido o evitado caer en las garras de estos vastos y brutales esquemas predatorios.
Vale la pena subrayar que estos sistemas políticos que se fusionan, están imbricados y establecen relaciones simbióticas con redes cleptocráticas que desdibujan la naturaleza misma de la democracia republicana, pues se obturan o al menos minimizan los mecanismos de control más elementales. En cuanto al caso específico del Poder Judicial, esto implica naturalmente la necesidad de someterlo a límites estrictos o al menos regularlo con la misma mecánica utilizada en otros ámbitos estatales. Las redes cleptocráticas pretenden dominar directa o indirectamente los medios de comunicación, a menudo con el uso discrecional de la pauta publicitaria, el otorgamiento de licencias o la compra mediante testaferros de diarios, radios, canales de televisión, productoras de contenidos, etcétera.
Estos regímenes se caracterizan por promover el patrimonialismo, que es una forma de gobernabilidad en la que todo el poder fluye directamente del líder y donde se confunden o mezclan los sectores público y privado. Es decir, se borran los límites entre la hacienda pública y las fortunas privadas, y los asuntos del Estado son administrados y reducidos a cuestiones personales. Max Weber estudió este fenómeno, al que definió como una forma de dominación tradicional. Basado originalmente en estructuras familiares, sobre todo en el patriarcado (es decir, la autoridad de los padres), mutó luego hacia monarquías patrimoniales y otros mecanismos elementales de dominación. Con el tiempo, se fueron sofisticando para respaldar a los gobernantes patrimonialistas con funcionarios burocráticos tradicionales que respondían directamente a sus órdenes y deseos. En la Europa Occidental, surgieron las monarquías constitucionales que permitieron la integración de las aristocracias con base territorial. Weber sostiene que con el avance del capitalismo, las formas tradicionales de gobierno burocráticas y patrimoniales fueron transformándose paulatinamente en un Estado racional burocrático: la modernidad implica la disolución o al menos una marginación de estos liderazgos tradicionales, puesto que el sistema capitalista exige mecanismos más previsibles, transparentes y estandarizados de gobierno.
Los procesos de democratización tardíos o incompletos no logran, sin embargo, transformar totalmente estas formas premodernas de dominación, que suelen combinarse con -o bien degenerar en- formas parcialmente diferentes, pero que continúan degradando y limitando a las instituciones formales a cuya sombra en realidad crecen. Surge, de este modo, el denominado neopatrimonialismo: un sistema en el que los patrones o jefes locales utilizan los recursos del Estado para asegurar la lealtad de una clientela determinada con la que establecen una relación de contraprestación, incluido el acceso segmentado y condicionado de bienes públicos.
Autores como Jonathan Hartlyn estudiaron este fenómeno tan común no solo en América Central y el Caribe, sino en el resto de América Latina. Se trata de una relación que combina aspectos formales y sobre todo informales donde el uso de fondos públicos lubrica los engranajes sociales y culturales que consagran la relación clientelar, con la mediación de algunos actores secundarios (en nuestra jerga, los punteros) que tratan de regular el conflicto y utilizar a esos grupos en movilizaciones, elecciones y en extremo incluso acciones violentas. Los mecanismos del neopatrimonialismo tienden a suplantar a la estructura burocrática del Estado, aunque a menudo sobreviven y resisten curiosamente en su interior. Es decir, son empleados públicos que no cumplen necesariamente con su tarea teórica, sino que trabajan para su jefe o patrón.
Se trata, de todas formas, de regímenes que pueden eventualmente sufrir crisis e incluso desmoronarse ante casos flagrantes de corrupción que adquieren amplia visibilidad mediática. Cuando estos escándalos generan, coinciden con o profundizan situaciones de recesión, o al menos de estancamiento económico, es habitual que se disparen crisis de gobernabilidad en las que amplios sectores de la población, sobre todo las clases medias y medias bajas, reaccionan con indignación y apoyan soluciones extrasistémicas. Se trata de contextos de vacío de poder de los que suelen emerger liderazgos revulsivos, anti-establishment, que capitalizan el descontento prometiendo soluciones supuestamente rápidas y efectivas a problemas estructurales de larga duración. Pero estos líderes tienden a generar aún más problemas, incluso agravando significativamente aquellas cuestiones que criticaron y supuestamente habrían de resolver.
La experiencia comparada es rica en ejemplos muy contundentes. Alberto Fujimori fue el fruto del colapso del primer gobierno de Alan García, que culminó con una inflación desbordada y múltiples escándalos de corrupción, además de la ola de violencia narcoterrorista. Su gobierno fue exitoso en estabilizar la economía e implementar reformas estructurales, pero debilitó la democracia al cerrar el Congreso y establecer un sistema de corrupción y extorsión manejado por Vladimiro Montesinos, jefe de los servicios de inteligencia. Hugo Chávez es el fruto del Caracazo y de un sistema bipartidista profundamente deslegitimado y repleto de casos de corrupción, sobre todo el último gobierno de Carlos Andrés Pérez. Dos décadas de chavismo convirtieron a Venezuela en un verdadero drama humanitario: un narcoestado hiperinflacionario en el que más de un 7% de su población ha protagonizado un éxodo que prácticamente no tiene paralelo en la historia contemporánea de nuestro continente. Solo comparable a lo ocurrido en Cuba, donde los Castro construyeron un régimen aún más tiránico, corrupto y decadente que el que habían derrocado hace casi seis décadas. En ese espejo se mira Daniel Ortega: su Nicaragua ensangrentada lo recordará como fiel heredero de la dinastía Somoza. Nadie sabe cómo seguirá el derrotero político en Brasil, con Lula candidato y preso, mientras que los partidos tradicionales aparecen desplazados por el exmilitar de extrema derecha Jair Bolsonaro y la líder ecologista de izquierda Marina Silva, quienes lideran por ahora los sondeos de cara a las elecciones de octubre próximo.
Finalmente, la Italia post-Mani Pulite consagró en el poder nada menos que a Silvio Berlusconi primero, para derivar luego de una interminable inestabilidad política en un gobierno de derecha cuasi fascista, antieuropeo y que pretende blindarse frente a la inmigración y al desastre humanitario de los refugiados.
Los cuadernos de la corrupción podrían impulsar un proceso de regeneración institucional y consolidación democrática si las investigaciones avanzan de forma efectiva y la Justicia recupera la confianza en la ciudadanía. Pero podría también disparar una crisis de régimen si un porcentaje importante del establishment político y económico aparece involucrado. En ese caso tengamos cuidado: como ocurrió con la llegada de los Kirchner luego del desastre de 2001, el "remedio" puede terminar siendo mucho peor que la enfermedad.

Analista político

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