De las muchas subestimaciones que practicó el oficialismo, una de las más notables consistió en infravalorar el poder de daño y la capacidad autodestructiva del círculo rojo.
Ese concepto aplica, como se sabe, a una minoría intensa y politizada, pero a lo que aquí me refiero es únicamente a esa crème de la crème que integran dirigentes, empresarios, economistas, periodistas y analistas políticos de variada vocación.
No todos tuvieron la misma actitud frente al inédito y traumático proceso de salida del populismo extremo, ni ante la reciente e inacabada crisis financiera que casi nos vuela en pedazos, pero muchos de esos muchachos mostraron la hilacha de muy diversas formas.
Es evidente que nuestras élites no son inocentes de tantas décadas de decadencia, que fueron en parte colonizadas por las prácticas autoritarias y “transgresoras” del peronismo, que están enfermas de sarcasmo y que asocian el escepticismo permanente con la viveza, que se mueven sin sentido patriótico (a puro interés individual o de sector) y que se encuentran fuertemente divorciadas de la sociedad real.
Gobernar contra su cultura y sus designios, por lo tanto, parecía una idea audaz e interesante; tratar a ese grupo influyente como si fuera inocuo, maltratarlo desde la soberbia o el ninguneo, o incluso desinteresarse de sus andanzas corrosivas, fue una grave equivocación.
Miguel Ángel Pichetto, ideólogo de la oposición razonable y arquitecto de imprescindibles acuerdos políticos, escandalizó a los tuiteros hace unos días cuando en pleno recinto criticó la táctica mediática de Cambiemos y recordó implícitamente la tradicional estrategia peronista: “Aparecen economistas que están en todos los canales de la televisión y pululan alentando el fracaso, la derrota, la inexistencia del futuro. Y ustedes lo permiten -se quejó-. Como no pagan pauta a nadie, cada uno hace lo que quiere en la televisión argentina. Creen que todo se resuelve en las redes, toda esa pavada. Nadie maneja a la opinión pública. Nadie maneja el horario prime time. Por lo tanto, dicen cualquier cosa de todos”.
Una lectura apresurada podría reducir esta declaración a un mero exabrupto: Pichetto quiere pagar periodistas y maniatar la libertad de expresión. Y es cierto que el peronismo ha garantizado gobernabilidad comprando gente, y que ha generado un mercado inmenso plagado de colegas que andan con el cartel de alquiler colgando del cuello.
Cambiemos no debería tentarse con esa praxis. Pero la visión de Pichetto tiene un calado más hondo: hoy gobernar es persuadir a la opinión pública, y esa defección del debate por parte del Gobierno ha traído consecuencias peligrosas durante el incendio de estas semanas, cuando periodistas cínicos o indolentes echaban nafta al fuego y economistas insensatos aumentaban la desconfianza y metían terror en los huesos de los ciudadanos sin que nadie matizara sus negras profecías.
Una cosa es la crítica seria y constructiva; otra muy distinta, el narcisismo pirómano. Sobre todo, cuando existió una pérfida campaña kirchnerista a través de Facebook para que el ahorrista retirara su dinero de los bancos y el sistema colapsara.
El rating, salvo algunos momentos puntuales, no acompañó la gran fiesta de la irresponsabilidad. Es lógico: según las encuestas, más del 65% de la población rezaba en esas horas para que esto no se convirtiera en un 2001, y esa amplia mayoría está formada por votantes macristas y también por rabiosos antimacristas súbitos o congénitos.
El deseo generalizado no era salvar un gobierno, sino salvar a la Argentina. El oficialismo fue un ausente crónico en esa batalla contra el miedo, donde los operadores y los petardistas jugaron solos y a sus anchas.
Otro nivel del problema estuvo precisamente en el rubro “economistas”, pero también en el rango “consultores políticos”, algunos de los cuales se están haciendo su agosto desde que los inversores de Wall Street resolvieron financiar el gradualismo y contrataron sus servicios y consejos.
Los brokers de gran experiencia tienen métodos más sofisticados de información, perdieron dinero y están enojados, y se basan en errores e inconsistencias verdaderas de la macroeconomía doméstica. Pero otros se manejan con los informes reservados de argentinos que les canjean la papilla del apocalipsis por jugosos cheques en dólares.
Un dirigente que frecuenta a esos “lobos” es testigo de cómo cultivan, en los pisos altos de sus rascacielos de Manhattan, exóticas y cambiantes teorías sobre la Argentina, a la que conocen tanto como nosotros a Zimbawe o a Pakistán.
Sus asesores argentos, que como hábiles folletinistas facturan por capítulo electrizante, les vendieron primero que Macri debía ganar los comicios de medio término, después que el país tenía que entrar en la categoría de emergente, y así fueron corriendo el arco hasta el infinito.
Cuanto más detectan riesgos, más valiosa resulta su mercancía y más incertidumbre acumula esta pequeña nación frente a los ojos nerviosos del capital financiero. Los más ortodoxos transmitieron que Cambiemos seguía haciendo un incomprensible populismo de buenos modos al resistir un ajuste drástico.
Cuando estalló la crisis no pusieron paños fríos; solo pasaron a sacar pecho y a confirmar su pronóstico: el negocio es lo primero. Una vez garantizado el shock, comienzan a advertir ahora que este podría traer una fuerte recesión, disturbios sociales y grandes chances de que Macri pierda los próximos comicios.
¿No es genial? ¿Por qué creían que Cambiemos se negaba a este suicidio político? ¿Por principios econométricos, por fiaca gestionaria?
Otro de los argumentos públicos y privados consiste en explicar que en esta crisis nada tuvieron que ver la peor sequía de los últimos sesenta años, la caída de la soja, el incremento del precio del petróleo, los tres años de depresión económica de Brasil, y sobre todo el aumento de las tasas de la Reserva Federal, que concienzudos analistas europeos consideran como un fenómeno altamente dañino.
¿Por qué caen menos otras repúblicas? Ni México ni Chile, ni Uruguay ni Colombia, por solo citar algunas, provienen de una mini Venezuela, que agotó los stocks y todas las cajas, y que dejó una hipoteca espantosa. Ninguna de ellas tuvo que endeudarse para desarmar una bomba ni zafar de esa desgracia.
El Gobierno muestra desidia frente a esas “clarividencias” rentadas. Y no terminó nunca de disipar en el empresariado su derrotismo existencial: apostar al fracaso de un gobierno no peronista es tan fácil; extrañar inconscientemente las reglas venales y dominantes del partido de Perón es un automatismo de nuestra alta burguesía.
Parafraseando a Camus, “el hábito de la desesperanza es más terrible que la propia desesperanza”. Algunos hombres de las empresas y de la política deslizaron en oídos oficiales la necesidad de que el Gobierno, para obtener apoyos en la mala, “delimite” la investigación de los cuadernos: hay mucha gente preocupada por su destino.
El oficialismo también debería hacer oídos sordos a esa praxis peronista, pero a la vez no debería desatender los múltiples tentáculos del círculo rojo.
Se ha comprobado que ese pulpo inarticulado y gigantesco ciega con su tinta negra, y nadie puede darse el lujo de ignorarlo.
La solución no es obedecer a sus caprichos y chantajes, ni combatirlo a la manera kirchnerista, sino tejer una nueva política sobre un grupo que cuando el aire huele a combustible en lugar de manotear el extintor juguetea con los fósforos.
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