El federalismo puede ser una solución.
La discusión presupuestaria parece interminable. El debate no solo es entre oficialismo y oposición sino también entre distritos que no quieren ceder ni un centímetro ante el temor de desfinanciarse sin poder afrontar sus actuales compromisos.
Muchos podrían decir que esta disputa es intrínsecamente eterna, histórica y cíclica. Probablemente tendrían razón, pero por esas mismas razones, debería ser uno de esos asuntos a abordar con mayor sagacidad.
Invariablemente aparece con enorme ruido para luego no alcanzar la cuestión de fondo y quedarse inexorablemente en los aspectos mas superficiales a sabiendas de que se planteará otra vez, en el futuro.
Ya casi nadie discute que el Estado, por aquí, gasta mucho más de lo imprescindible. Todos saben, inclusive los defensores de su enorme tamaño, que se dilapida demasiado y que la ineficiencia sigue siendo la única regla.
Existe un significativo consenso en la sociedad respecto a la necesidad de modificar el modo de asignar cada una de las partidas. Todos saben que hay excesos y por eso entienden que es el instante adecuado para achicar.
Sin embargo, no hay acuerdo suficiente al momento de seleccionar cuales serían los rubros claves en los que se deben aplicar las mayores restricciones. Se opina siempre en direcciones opuestas y contradictorias.
Todos los tópicos en los que los distintos niveles jurisdiccionales del Estado colocan recursos parecen muy importantes y en ese complejo juego, nadie quiere decidir por donde iniciar la difícil tarea de poner algo de racionalidad.
Los dirigentes políticos, de casi todos los partidos, siempre están incómodos con este escenario. Ellos preferirían no tener que hacer reducción presupuestaria alguna y entonces derrochar sin limites ni control alguno.
Aunque jamás lo reconozcan en público, a los gobernantes y a los que pretenden serlo alguna vez, les fascina la idea de distribuir lo que recaudan vía impuestos y aparecer como los grandes salvadores de la comunidad.
Por ese mismo motivo, son absolutamente conscientes de que su labor de disminuir gastos estatales no solo no trae consigo réditos electorales, sino que es un antipático cometido que realizan a desgano y sin disimulo alguno.
El cínico y falaz federalismo con el que se convive a diario hace que los municipios, las provincias y la Nación confronten de un modo permanente y protagonicen una feroz pelea para defender lo que consideran justo.
Esa es la ingeniería que hoy sigue funcionando. La lucha finalmente es de unos contra otros y entonces el vocabulario que se termina utilizando, con cierto eufemismo, pasa por hablar solo de ajustes y compensaciones.
Este país ha perdido el rumbo hace muchas décadas, probablemente hace ya casi un siglo atrás cuando los “genios” de la época decidieron romper la concordia y concentrar las decisiones en un poder central unitario.
Desde aquellos tiempos, la Nación, bajo el retorcido discurso protector de ayudar a las provincias mas pobres y otros argumentos adicionales similares, hace gala de su discrecionalidad y reparte sin demasiado criterio.
Así nace la nefasta idea de la coparticipación. Se trata de un cuestionable régimen que muestra la peor faceta de la arbitrariedad al establecer un modo de adjudicar dineros públicos con una controversial formula, supuestamente técnica, que cualquier principiante podría refutar fácilmente.
La gloriosa Constitución de 1853, con enorme inteligencia e indiscutible cordura, pone las cosas en su lugar desde el principio. Su espíritu apunta a que sean las provincias las que recauden y decidan como gastar y la Nación solo perciba una porción mínima para financiar sus eventuales erogaciones.
Si aún hoy estuviera vigente este fabuloso sistema, la idea del déficit fiscal no sería viable porque las provincias recaudarían solo lo necesario para cumplir con sus obligaciones y no tendrían la chance de salirse de la línea.
Así las cosas, las jurisdicciones serían mucho mas sensatas para debatir nuevos compromisos presupuestarios ya que cualquier aventura de esta naturaleza debería estar soportada por impuestos dentro de cada distrito.
Si existieran distorsiones trascendentes entre provincias los ciudadanos buscarían vivir en aquellos lugares con menor carga impositiva y eso contribuiría mucho en esto de lograr equilibrios genuinamente sustentables.
Cuando los ciudadanos, circunstancialmente, creyeran en la necesidad de que los gobiernos inviertan más en algún loable fin, solo podrían financiar sus deseos con una mayor presión tributaria que pagaría cada provincia.
En etapas repletas de polémicas declaraciones, de tensiones interminables y de discutibles presupuestos, tal vez sea este el momento de reconstruir las bases del federalismo que tanto progreso depositó en estas tierras.
Este magnífico sistema que sigue vivo, al menos retóricamente, ha traído a lo largo de la historia, enormes satisfacciones. Abolirlo no solo no ha sido un acierto sino una pésima variante por la que aun hoy se están pagando gigantescos precios, como por ejemplo los que ahora están en el tapete.
Aquella afirmación que dice qué es imposible retomar esa senda es una falacia. Los legisladores nacionales pueden devolverles a las provincias casi la totalidad de sus potestades originales con solo consensuar esa decisión.
El país necesita recuperar algo de prudencia y sentido común. Esta dinámica imperante solo fomenta los desacuerdos. El federalismo es el camino no solo hacia la resolución de eternos conflictos, sino hacia los equilibrios de largo plazo, esos que posibilitan una sana convivencia cívica.
Alberto Medina Méndez
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