sábado, 2 de marzo de 2019

LA PÁGINA DE JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ,


Una mujer que alivia los infiernos



Jorge Fernández Díaz dio inicio  leyendo un texto propio que narra la vida de la enfermera Pilar Bauzá Moreno y su admirable y desinteresada labor como parte de Médicos sin Fronteras.
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Axna tenía cinco meses y pesaba 800 gramos. Permanecía con los ojos cerrados y estaba fría como una muerta. Tenía diarrea crónica, malnutrición y tuberculosis, y Pilar Bauzá Moreno pensó en ese instante que no sobreviviría.
La enfermera argentina había llegado a Etiopía hacía muy poco tiempo y llevaba su uniforme de terreno: pantalones verdes con bolsillos amplios, remera blanca, estetoscopio propio, pinzas, tijeras y poco más.
Junto con un grupo de Médicos sin Fronteras habían instalado un hospital de campaña en Oromía, el centro de la hambruna. El sur etíope había caído en epidemia de desnutrición por culpa del cambio climático: una cosecha se había perdido, el stock de comida se había acabado y estaban muriendo cientos de personas en un sitio donde no hay forma de generar alimentos.
Las principales víctimas eran chicos menores de cinco años; en esa debilidad total un mero resfrío los mataba. Todos los días llegaban al vivac personas en carros, en burros o directamente a pie.
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Había 100 ingresos por jornada, y el interior del campamento era un caos: los médicos y las enfermeras no daban abasto, no sabían a quién atender primero, se sucedían gritos y corridas, y se trabajaba 20 horas seguidas y sin descanso.
Pilar venía de Buenos Aires, específicamente de Bella Vista, donde había pasado cuatro meses recuperándose de las secuelas de un secuestro en Somalia que había mantenido al mundo en vilo.
Diez hombres armados tomaron por asalto el vehículo en que viajaba un equipo de Médicos sin Fronteras, se apoderaron de sus teléfonos móviles y raptaron a la joven enfermera argentina y a una médica española.
Las dos mujeres vivieron una odisea que duró más de una semana, en zona de montañas, amenazadas de muerte, y al final lograron que sus captores las liberaran cerca de Bosasso.
A pesar de su bajo perfil, Pilar fue tapa de varias revistas: allí se la veía con sus 25 años, rubia, esbelta, seria y guapa. Una chica porteña promedio que, sin embargo, había decidido embarcarse en peligrosas aventuras humanitarias. Uno veía sus fotos tranquilas y pensaba: “Después del susto de Somalia lo pensará dos veces”. Pero no lo pensó ni una. Pilar quería volver a la guerra.
Los medios llegaron, la cubrieron de fama y la olvidaron. Y su familia y amigos conspiraron cariñosamente para que no se fuera. En Buenos Aires, Pilar comenzó a perder peso.
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Y los chequeos confirmaron que el estrés postraumático le había producido acalasia, una contracción nerviosa del esófago y del estómago: el anillo muscular se cierra y la comida no pasa. Adelgazó muchos kilos, y tuvieron que operarla y someterla a tratamiento para que lentamente se recuperara de esa fragilidad.
Puso todo su empeño en estar perfecta de salud: sabía que un miembro del equipo de Médicos sin Fronteras no puede ser jamás una carga adicional para sus compañeros en medio de la batalla.
Buscaba contención en la oficina de la avenida Callao, donde los combatientes hablan de cosas que sólo ellos entienden, en una jerga que incluye términos como plu mpy´nut, que es un sobre con alimento hipercalórico para situaciones límite, y el vocablo expats, que alude a su condición de eternos expatriados.
Pilar deambula por la ciudad y no puede dejar de pensar que ante el mínimo indicio de apetito uno puede saciarse en un quiosco de una esquina. Pero existen regiones del mundo en donde no hay comida, ni quioscos, ni una maldita cosa con que llenarse la barriga.
En las trincheras, Pilar no siente fatiga ni sopor, pero en Buenos Aires se siente cansada. Esa fortaleza mental que le proporciona el hecho de que todavía le falta atender a 300 chicos al borde de la muerte o la inanición se deshace en los interregnos urbanos, donde la gente se queja del calor o el tránsito.
Nunca habla de aquel secuestro, porque no quiere borrar las fascinantes cosas que vivió en Somalia: ocho días no borran seis meses de adrenalina y de resultados ni el cariño insustituible de la gente. Una tonelada hipercalórica de amor fraternal.
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La vocación de servir, como toda pasión, puede hasta resultar un vicio. “Se te ve tan feliz que nos hace sospechar -le dicen irónicamente sus hermanos-. ¿No será que, en realidad, te vas unos meses de vacaciones a las Bahamas y que todo este asunto humanitario es una mentira?”
Antes de cada viaje, sus amigos tienden a su alrededor un sutil pero persistente boicot para que la enfermera no levante vuelo. Quieren retenerla porque temen por su vida.
Cuando todo está perdido, cuando apenas faltan 48 horas para embarcar hacia el infierno, los amigos cambian de posición y comienzan a alentarla. La última vez la despidieron en Ezeiza con abrazos, bromas y lágrimas. Pilar sabía que pronto cambiaría esos rostros por las caras del sufrimiento.
La esperaban lugares donde se respira el sufrimiento y donde incluso existe una fisonomía del dolor. Sitios donde la gente agradecida intenta demostrar felicidad sin conseguirlo: le sonríen los labios, pero no le sonríen los ojos.
Zonas donde una mujer de 30 años parece de 60 y donde cunden guerras tribales y religiosas, acciones guerrilleras, catástrofes naturales, enfermedades olvidadas y cadáveres apilados.
Bauzá llegó a Etiopía cuando todo era celeridad y desesperación, ruedas de antibióticos, entrenamiento veloz para los locales, alimentos urgentes, revisaciones, historias clínicas y pesar.
En esas carpas de Oromía donde instalaron la base de operaciones, los médicos, las enfermeras y los técnicos corrían contra el reloj mientras los chicos morían cada hora. No hay tiempo para plegarias.
Y tampoco para lamentarse demasiado por la muerte de un niño, porque la vida de otros 100 está pendiente de que sigas adelante. Suponemos que Dios y la gente lo entenderán. Axna era un niñita de 800 gramos que no se movía y que tenía toda la pinta de quedarse en el camino.
Su madre, exhausta y malnutrida, no podía amamantarla, y la beba carecía de las fuerzas suficientes como para tomar en cucharita. Pilar lo intentó sin éxito, y entonces le puso a la madre una sonda desde el pezón hasta un vaso de leche y le pidió que le diera de mamar con esa técnica.
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Acurrucada en los brazos de su madre, estimulada junto al pezón yermo, Axna instintivamente comenzó a chupar el extremo de la cánula. Con muchísima paciencia, durante días, la hija se fue fortaleciendo y la madre, estimulada por esa succión cercana, logró producir su propia leche, que al final le daba casi con normalidad.
Axna, cuyo destino era la muerte, se había salvado. Tenía algo especial, inexplicable. Algo que la distinguió durante aquellos días en los que muchas otras Axna de Oromía se apagaban para siempre.
Los compañeros de Pilar armaron un patio con juegos y hamacas para que los chicos que iban despertándose del letargo pudieran jugar, bailar, hacer ejercicio, aprender a caminar y tonificar sus músculos atrofiados. En septiembre comenzó el nuevo tiempo de la cosecha y llegaron el maíz y el trigo, y descendieron las cifras de la muerte.
Fue entonces cuando Pilar Bauzá fue trasladada de urgencia a la India. Se había roto un dique en el límite con Nepal y las aguas habían arrasado kilómetros y kilómetros; casas, hombres y animales. Nunca había habido una inundación de esas proporciones.
Tuvieron que poner clínicas móviles y realizar atención primaria. Iban con maletas de emergencia y llevaban kits de supervivencia, mantas, bidones, pastillas de cloro para el agua, plásticos para dormir y plumpy´ nut. Dos meses en botes o canoas, o caminando con el agua y el barro hasta la cintura para salvar a los aislados.
Luego se declaró una epidemia de cólera en Zimbabwe y Pilar viajó con sus compañeros al Apocalipsis: el VIH y el cólera se expandían rápido y destrozaban cualquier defensa. Los médicos huían hacia países más consistentes y los hospitales estaban vacíos.
Los infectados dejaban sus casas para no contagiar a sus familias y se quedaban en los alrededores de los hospitales desiertos, esperando algún tipo de milagro. Los equipos de Médicos sin Frontera encontraron una clínica llena de gente, rodeada de cientos de cuerpos.
Adentro sólo había dos enfermeras heroicas luchando contra la nada. No sabían quiénes estaban muertos y quiénes permanecían vivos. Los miembros del grupo humanitario se pusieron los guantes y comenzaron el macabro inventario.
Llenaron de cadáveres el edificio y colocaron a los pacientes en un hospital de campaña que montaron a las corridas a pocos metros, un “campo de cólera” para aislar la enfermedad.
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En la tienda donde se atendía a los niños, Pilar conoció a Cintia, una pequeña de dos años y ocho meses azotada por las siete plagas. Al revés de Axna, cuando ingresó en el campamento no estaba tan mal, aunque Cintia padecía cólera y sida, mostraba la piel lastimada y una grave infección en los ojos.
Su madre, sin embargo, se desvivía por ella, y hubo un momento en el que pareció que saldría adelante. De hecho, se curó del cólera, pero el HIV era impiadoso con su organismo debilitado.
Pilar se dio cuenta de que no había nada que hacer, pero aún así hizo lo imposible para que pudiera morir en su casa, con calor y dignidad. Cintia, sostenida por su madre, estaba en un rincón, y la enfermera iba y venía para apuntalarla mientras seguía su maratón de curaciones.
A los tres días, Cintia murió. Y la madre sólo decía “gracias, gracias”, una y otra vez. Hay cierto alivio en el desenlace cuando la agonía es larga y penosa.
Y Pilar no podía darse el lujo de quebrarse aquel día. Había otros 150 pacientes en situación de riesgo. No había tiempo ni para condolerse: la muerte no espera ni entiende. No sabe de lisonjas ni agradecimientos.
Se movilizaron más tarde hacia el condado rural de Gokwe, en plena época de lluvias, cuando los ríos colapsaban y había que cruzar montañas con porteadores o a lomo de burro para encontrarse con pequeños puestos de salud vacíos, adonde iban a morir los pobladores.
Muchas veces los propios rescatistas se quedaban atrapados a uno u otro lado de un río. Cuando trataron de alcanzar una clínica remota, algunos funcionarios locales intentaron disuadirlos: era camino de montaña y no se podía llegar.
Llegaron después de caminar horas y horas, bajo la lluvia, como si fueran la caballería, cuando ya los 60 pacientes que se habían refugiado en un puesto se daban por muertos y la única enfermera que había en esos parajes perdidos sólo atinaba a repartirles agua y a tomarlos de las manos. La cara de sorpresa y alivio de aquella última enfermera de Zimbabwe al ver llegar a sus salvadores con sus medicinas no tenía precio.
El siguiente destino fue Nigeria, donde se había declarado una epidemia de meningitis. Cada diez años, inevitablemente, los malos vientos traen esa maldición. Pilar tenía cuatro equipos a cargo y estuvo sin pegar un ojo días y días vacunando a toda velocidad a hombres, mujeres y niños.
Vacunaron a 600.000 personas en dos semanas. Y hace ocho días regresó a Buenos Aires. La veo serena y recompuesta, sentada al otro lado de la mesa, tomando sorbitos de agua mineral. No hay rasgos de pena en su cara joven. Tampoco de jactancia.
Estamos en Callao y Viamonte, lejísimos de la malaria y de los cadáveres. Pero su cabeza está puesta en Etiopía. Quiere volver, porque la epidemia ha regresado al Sur, y sabe que de un momento a otro la movilizarán.
Está hablando conmigo no para ser eternizada como lo que es, una especie de santa laica, sino para tratar de que las sociedades tomen conciencia de la importancia de la ayuda humanitaria.
En esos sitios infernales conoció pueblos aguerridos y con avidez por conocer y superarse, como en Somalia, donde la secuestraron y estuvieron a punto de matarla de un balazo.
Pero también donde los musulmanes ortodoxos dejaban los prejuicios para estrecharle la mano y donde las muchedumbres le demostraban amor puro. Ese amor colectivo e incontaminado, en la tierra de las epidemias y las contaminaciones, suple por ahora el amor de uno solo.
Pilar no tiene tiempo para enamorarse, ni para detenerse en una tragedia única, ni para consolar a sus padres o a sus amigas, que la quieren retener otra vez para protegerla de todo mal. La ilusión de Axna y el fantasma de Cintia la esperan en el lado oscuro de la Tierra.
Salgo a la calle con mi libreta negra llena de anotaciones y respiro el aire del Centro. No hay mucho tránsito ni hace demasiado calor. Unos chicos con uniforme escolar caminan de la mano de una mujer: van los tres riendo y hablando de una película de Disney. Se detienen en un quiosco y compran Sugus confitados. El sol brilla como nunca. Es un día maravilloso.

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