Una conmovedora historia sobre el síndrome de la vida pospuesta
La mayoría de las personas tiene la costumbre de posponer todas las cosas buenas y agradables para más adelante. ¿Y si la ocasión especial, cuyo grado de importancia hemos llevado hasta el límite, no llega nunca? Sobre eso es la conmovedora historia de la escritora Olga Savelieva.
Esta sentida historia les recordará a sus lectores en qué consiste realmente la vida.
En el aparador de mi mamá vivían cosas de cristal.
Ensaladeras, cuencos, vasos.
Pesados, poco prácticos.
Y porcelana, también.
Hermosa, con delicados dibujos de mariposas y pájaros.
Era un juego de 12 platos, tazas de té y distintas fuentes.
Mamá lo había comprado muchos años antes, después de haber hecho una larga fila.
“Fue una ganga”, solía decir.
Cuando teníamos invitados, yo ponía sobre la mesa un mantel. Blanco como la nieve.
El mantel pedía la elegancia de la porcelana.
— ¿Puedo, mamá?
— No, es para las visitas.
— ¡Pero si tenemos visitas!
— ¿Qué clase de visitas son esas? Los vecinos y la tía Paula.
Entonces entendí que para que la porcelana saliera del aparador, debía venir la reina de Inglaterra. Tenía que abandonar su Londres y venir a visitar a mi mamá.
Antes se acostumbraba a hacer eso: comprar algo y esperar a que comenzara la vida de verdad.
La que pasaba ahora no contaba.
¿Qué clase de vida era aquella?
Pura supervivencia.
Poco dinero, poca alegría, muchos problemas.
La vida de verdad comenzaría después.
Así, de golpe.
Y entonces comeríamos sopa de la fuente de cristal y beberíamos té de las tazas de porcelana.
Pero no hoy.
Cuando mamá se enfermó, prácticamente dejó de salir de la casa. Se trasladaba en una silla de ruedas o caminaba con la ayuda de unas muletas, apoyándose en el brazo de su acompañante.
—Llévame al mercado —me dijo un día.
—¿Qué necesitas?
Los últimos años, quien compraba la ropa para mamá era yo, y siempre acertaba.
Pero no me agradaba mucho comprar cosas para ella, teníamos gustos diferentes. Lo que no me gustaba a mí, seguramente le gustaría a ella.
Así que era una especie de anticompras: tenía que elegir algo que nunca me compraría a mí misma, y seguro que eso le encantaría a mamá.
—Necesito ropa interior nueva, he adelgazado.
Mamá tenía una figura bonita, pero complicada: caderas estrechas y pecho exuberante, era imposible elegirle ropa interior a ojo.
Así que fuimos a la tienda juntas.
Estaba en un centro comercial, cerca de la entrada, en planta baja.
Tardamos unos cuarenta minutos en llegar desde el auto estacionado en la entrada hasta la puerta. Mamá apenas movía las piernas enfermas.
Llegamos. Elegimos. Probamos.
—Es muy caro aquí, y no se puede regatear —dijo mamá—. Vamos a otra parte.
—Compremos aquí, yo pago —dije—. Es la única tienda a la que puedes llegar a pie.
Mamá se dio cuenta de que tenía razón y no discutió conmigo.
Eligió su ropa interior.
—¿Cuánto cuesta?
—No importa —dije yo.
—Sí que importa. Debo saberlo.
Mamá era una fanática del control. Tenía que convencerse de que era ella quien tomaba la decisión sobre la compra.
—75 USD —dijo la vendedora.
—¿75 USD por unas pantaletas?
—Es un conjunto de la nueva colección.
—Pero qué importa, ¡si ni siquiera se ve debajo de la ropa! —mamá estaba indignada.
Le guiñé el ojo a la vendedora con todas mis fuerzas, haciendo una pantomima para que mintiera.
—Oh —dijo la joven vendedora al verme—, no vi la coma. El conjunto cuesta 7,5 USD.
—¡Ya me parecía! No debería costar más de 5 USD, pero estamos cansadas. ¿Puede hacernos un descuento?
—Mamá, es una tienda —intervine—. Los precios son fijos, no es un mercado.
Pagué con tarjeta para que mamá no viera la cantidad de billetes. Enseguida arrugué el recibo para que no notara que no había ninguna coma allí.
Tomamos nuestras compras. Emprendimos el regreso al auto.
—Es lindo el conjunto. Elegante. Le dije que no me gustaba a propósito, para no mostrar interés. Tal vez nos bajaban un poco el precio. Nunca le muestres al vendedor que el producto te gusta. Si lo haces, estarás en su poder.
—De acuerdo —dije.
—Y siempre regatea. Tal vez te bajen el precio.
—De acuerdo.
Durante toda mi vida, he recibido consejos que no son aplicables en mi mundo actual.
Yo los llamo beepers.
Existen, pero en la era de los celulares ya no sirven.
Una vez, a mamá le tocaron el timbre. Ella tardó mucho, mucho tiempo en llegar a la puerta. Pero al otro lado había un joven paciente con una linda sonrisa.
Vendía cuchillos.
Mamá lo dejó pasar.
Una jubilada que apenas podía caminar dejó entrar a su departamento a un musculoso joven con cuchillos. Sin comentarios.
El joven le habló sobre el acero, sobre cortar pañuelos en el aire.
—Y yo, que vivo sola, nunca tengo ni un cuchillo afilado en casa —se quejó mamá.
Mostró interés. Aunque ella misma había dicho no hacerlo.
Era un pequeño show. En la vida de mamá había pocos shows. En la TV, sí, había muchos, pero ahora tenía uno en vivo.
El joven no vendía cuchillos. Vendía shows. Y lo vendió.
Dijo el precio. El normal era de 75 USD, pero solo por hoy, serían unos 30 USD. Más un libro de recetas de regalo.
“¡Y un libro de recetas de regalo!”, pensó mamá, que nunca en su vida había seguido una receta: ella sentía los productos y sabía qué debía que agregar a la preparación.
Mamá lo supo: tenía que comprar esos cuchillos.
Y los compró.
Su jubilación era de 137 USD. Si se las arreglara sola, apenas le alcanzaría para pagar los servicios y un poco de pan.
Sin medicamentos, sin ropa interior. Y sin cuchillos.
Pero como los servicios, los medicamentos, la comida y la ropa los pagaba yo, la jubilación de mamá le permitía sentirse independiente.
Al día siguiente fui a visitarla.
Mamá comenzó a mostrarme los cuchillos, me contó sobre los pañuelos que se podían cortar en el aire.
¿Para qué cortar pañuelos al vuelo, o más bien, para qué cortar pañuelos en general? No entendía esa estrategia de mercadotecnia, pero allá ellos.
Yo sabía que a mi mamá le habían encajado una baratija en un elegante maletín. Pero no dije nada.
A mamá le gustaba tomar decisiones, y no le gustaba cuando se las cuestionaban.
—¿Y por qué te llevas los cuchillos? Déjalos en la cocina.
—¿Cómo se te ocurre? Es para regalar. Por si me internan, para algún médico. O por si tengo que agradecerle algo a alguien.
Otra vez para más adelante. Otra vez lo mejor no es para uno. Es para alguien más. Que es más digno, que ya hoy vive de verdad, que no espera.
Yo también heredé esa costumbre absurda: esperar en lugar de vivir.
Hace poco, a mi hija le regalaron una muñeca muy cara. En la caja decía “Princesa”. Y realmente tenía un vestido precioso, una corona y una varita mágica.
Mi hija tiene un año y medio. Arrastra a sus otras muñecas por el piso, tomándolas del pelo o de las piernas. Y una vez casi cocina a la favorita en el microondas.
Escondí a su nueva muñeca. Después, algún día, cuando terminemos de pintar el departamento, cuando la pequeña crezca un poco y llegue la vida de verdad, entonces le daré a su princesa. Hoy no.
Pero volvamos a mamá y a sus cuchillos.
Cuando mamá se fue a dormir, abrí el maletín y agarré el primer cuchillo que vi. Era bonito, con un elegante mango azul.
Saqué de la heladera un trozo de queso duro y traté de cortarlo. El cuchillo se quedó en el queso; el mango, en mi mano.
Elegante, azul.
“Ni siquiera es de plástico”, pensé.
Lavé el cuchillo, arreglé el mango, lo puse de vuelta en el maletín, lo cerré y lo guardé en su lugar.
No le dije nada a mamá, por supuesto.
Luego abrí el libro de recetas. Tenía las páginas mezcladas. El comienzo de una receta era de un pastel, y el final, de un paté de hígado.
Sinvergüenzas que engañan a los jubilados, ¿cómo viven con su conciencia?
En diciembre, antes del fin de año, mamá, de pronto, se sintió mejor. Se volvió más alegre, comenzó a reír más seguido.
Su risa me inspiraba.
Para las fiestas, le regalé una hermosa blusa blanca con un escote discreto y delicado, diseñado para resaltar sus grandes pechos, con cuello bordado y botones prolijos.
Me gustaba esa blusa.
—Gracias —dijo mamá, y la guardó en el armario.
—Te la pondrás para la cena de Fin de Año?
—No, ¿para qué? Podría mancharla. La usaré después, cuando viaje a alguna parte.
Claramente no le había gustado. Mamá amaba los colores brillantes, llamativos.
O tal vez, por el contrario, le había gustado mucho.
Mamá me había contado sobre lo mucho que le gustaba vestirse cuando era joven. Pero no tenía ni ropa, ni dinero para comprarla.
Tenía una blusa blanca y muchos pañuelos para el cuello.
Cambiaba los pañuelos, atándolos de una manera diferente cada vez, y gracias a eso se había ganado la reputación de una fashionista en la fábrica donde trabajaba.
Junto a su blusa navideña, también le regalé unos pañuelos. Pensé que así le regalaba un poco de su juventud.
Pero ella guardó la juventud para después.
En realidad, toda su generación hizo eso.
Guardó la juventud para la vejez.
Para después.
Otra vez después. Todo lo mejor para después. Y aun cuando ya es evidente que lo mejor quedó en el pasado, igual, después.
El síndrome de la vida pospuesta.
Mamá murió de repente.
A comienzos de enero.
Ese día, íbamos a visitarla con toda la familia. Y no llegamos a tiempo.
Quedé estupefacta. Confundida.
No lograba recomponerme.
O lloraba desaforadamente. O estaba imperturbable como un tanque.
Era como si no pudiera darme cuenta de lo que sucedía a tiempo.
Fui a la morgue.
A buscar el certificado de defunción.
Al lado había una funeraria.
Señalé sin ver fotos de ataúdes, almohadillas de satén, coronas fúnebres y demás. El empleado sumaba algo con una calculadora.
—¿Qué talla tenía la difunta? —preguntó el empleado.
—Cincuenta. Es decir, arriba 50, por el pecho grande, y abajo... —comencé a responder, por algún motivo, con detalles.
—No importa. Aquí hay un conjunto de ropa que tenemos para ella, para su último viaje. Hasta podría llevar la talla 52 para que sea más suelta. Hay un vestido, unas pantuflas, ropa interior...
Entendí que era la última vez que compraba ropa para mamá.
Y me largué a llorar
—¿No le gusta? —el empleado malinterpretó mil lágrimas: un minuto atrás estaba tranquila, calmada, y de pronto estaba histérica. —En realidad estará tapada con una manta de satén como esta, con una oración bordada...
—Eso estará bien, lo llevo.
Pagué las cosas que mamá necesitaría el día del entierro y fui a su departamento vacío.
Tenía que encontrar su agenda telefónica y llamar a sus amigos, invitarlos al funeral.
Entré al departamento y me quedé un largo tiempo sentada en su cuarto sin hablar. Escuchando el silencio.
Me llamó mi esposo. Estaba preocupado. Pero yo no podía responder. Tenía un nudo en la garganta.
Metí la mano en la cartera para sacar el teléfono y escribirle un mensaje de texto, y de pronto, sin ninguna explicación, la puerta del armario se abrió sola. Un misterio.
Me acerqué. Allí estaba la ropa de cama de mamá, las toallas, los manteles.
Arriba de todo había un paquete con una nota que decía “Para cuando muera”.
Lo abrí, miré adentro.
Allí estaba mi regalo. La blusa blanca navideña. Unas pantuflas blancas, en forma de mocasines. Y un conjunto de ropa interior. Aquel mismo, el de los 75 USD.
Vi que en el brasier había quedado una etiqueta con el precio. O sea que mamá igual se había enterado de lo caro que era.
Y lo guardó para después.
Para un día mejor, uno de la vida de verdad.
Y, al parecer, ese día había llegado.
Su mejor día.
Y había comenzado la otra vida.
Dios quiera que sea la de verdad.
Ahora terminaré de escribir este texto, lavaré las lágrimas de mi cara de las lágrimas y le daré a mi hija su princesa.
Que la arrastre por el piso, que le ensucie el vestido, que pierda su corona.
Pero vivirá a tiempo.
La vida de verdad, hoy mismo.
La vida de verdad es aquella que está llena de alegría. Solo que no debemos esperar a que la alegría llegue. Debemos crearla nosotros mismos.
Mis hijos no tendrán ningún síndrome de la vida pospuesta.
Porque cada uno de los días de su vida presente serán los mejores.
Aprendámoslo juntos: vivir hoy.
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