Stevenson puede ayudar a combatir la angustia
A Robert Louis Stevenson la gran mayoría lo conoce por La isla del tesoro o por El extraño caso de Mr. Jekyll y Mr. Hyde. Y es natural que sea así: los dos son clásicos y, como tales, están más allá del propio Stevenson. Publicó unas cuantas historias más, igual de buenas sino mejores, pero si tengo algo que elegir de lo mucho que escribió en los escasos 44 años que anduvo por la Tierra me quedo con sus ensayos. No solo por su falta de presunción, sino porque como solo pasa con algunos pocos libros (se me ocurren ahora La anatomía de melancolía o cualquier página de Valéry Larbaud) tiene efectos extrañamente terapéuticos. En momentos de angustia algunas personas van al psicoanalista, a la iglesia o consultan libros de autoayuda. Mi terapia fulminante es abrir los ensayos de Stevenson en la página que toque.
Lo que puedo agradecerles a los tembladerales argentinos es que me obliguen a visitarlo seguido. En esta nueva oportunidad me tocó en suerte "Aes triplex", un curativo ensayito de diez páginas, ideal para hacerle frente a cualquier tormenta. El título simboliza la valentía y hace referencia a las tres láminas de bronce que, según el latino Horacio, rodeaban el corazón de los primeros navegantes, que no le tenían miedo a nada. La argumentación de Stevenson es simple: habla de la muerte, tema de lo más serio, pero para sostener que está sobrevalorada. No le cabe ninguna duda que, por ser el último, la muerte es el accidente más decisivo con que a la larga se encontrará toda vida, pero le resulta agobiante que se la nombren a cada rato.
"Aunque de pocas cosas se habla con susurros más temerosos que de la perspectiva de la muerte, pocas tienen menor influencia sobre el comportamiento en condiciones de buena salud", anota, con un optimismo contagioso, que se vuelve más optimismo si se considera la crónica debilidad de su cuerpo enfermo. Pone un ejemplo que en su momento debió resultar exótico: en Sudamérica, dice, hay ciudades construidas en las laderas de montañas imponentes, pero sus habitantes no están más impresionados por ese hecho de evidente peligro que un inglés que cultiva sus jardines en el rincón más verde de Gran Bretaña. Es muy probable que Stevenson estuviera pensando en Valparaíso y la actualidad le sigue dando la razón: un siglo y medio después de que aludiera a ellas esas barrancas empinadísimas siguen bien pobladas y, a pesar de un reciente derrumbe mortal, nadie parece decidido a abandonarlas.
Si el temor a la muerte fuera tan importante, es la tesis de Stevenson, no haríamos casi ninguna de las cosas que hacemos a diario, ni siquiera cruzar una calle. La vida, se podría traducir así su idea, es una audacia continua, una suma de fragilidades de las que solo somos conscientes en momentos puntuales. Todo lo demás es valentía. Somos valientes sin saberlo. Y no importa tanto la vida con mayúsculas como vivir.
A Stevenson no le gustaba la palabra muerte. De manera más contemporánea, podríamos reemplazarla por términos menos solemnes y más transitorios como angustia o miedo sin que el efecto de su ensayo se debilite. No lo dice, pero el escritor escocés seguramente recomendaría enfrentar los momentos críticos, sin conocer la actual devaluación de esas palabras, con la armadura triple de la honradez, la serenidad y alguna variante del coraje.
Un punto que, en cambio, no alcanzó a vislumbrar es que, tanto después, algunos necesitarían lo contrario: recordarse la fragilidad de la vida buscando intensidad por medios tan diversos como los excesos de todo orden o -algo también riesgoso, pero más aventurero- prácticas del estilo de los deportes extremos. Un ejemplo inocuo de esa necesidad de adrenalina: hace un par de semanas, la BBC informó que en un bar de Londres había hecho aparición un vodka llamado Atomik. La curiosidad del etílico es que está fabricado con centeno y agua de la zona de exclusión de Chernobyl. La bebida se produce con granos contaminados que son purificados por la destilación. Según un especialista, Atomik no es más radioactivo que cualquier otro vodka, pero no es difícil imaginar candidatos dispuestos a consumirlo, solo para sentir el escalofrío de que esa partida tal vez vino fallada.
No creo que Stevenson hubiera caído en esa clase de trampas. Era frágil de su salud, pero vital. Su bebida preferida era el Talisker, un single malt escocés con gusto a mar, pero cuando supo que estaba condenado, en vez de emborrachar sus penas, prefirió correr un riesgo admirable. Se lanzó a viajar. Viajó y viajó hasta recalar en la Polinesia, donde transcurrieron los últimos años de su vida. Murió en Samoa, en 1894. Los isleños, que lo querían, lo bautizaron Tusitala, "el contador de cuentos". Su arrojo generoso le dio esa última, feliz, inevitable recompensa.
P. R.
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