domingo, 29 de diciembre de 2019

AUTOR Y LECTURA RECOMENDADA,


Un viaje a través de los olores, protagonistas olvidados de la historia
¿Cómo olía Atenas o Roma? ¿Y las cocinas en la Buenos Aires de 1810? En su libro Odorama. Historia cultural del olor, el autor reivindica un sentido injustamente relegado por el de la vista. En la imagen, reproducción de El sentido del olfato, óleo del pintor francés Philippe Mercier (Siglo XVIII)
Hace cuatro años tuve una idea. Mientras vivía en Cambridge, Estados Unidos, y caminaba a diario entre el campus de Harvard y el MIT, comencé a percibir olores extraños, aunque no como uno suele hacerlo, es decir, con el desinterés propio de aquello que consideramos mero telón de fondo, la escenografía borrosa de nuestras vidas.

Allí, los arbustos, los locales, la comida, los cines, las aulas, todo olía de una manera sutilmente distinta del ambiente en el que yo había crecido y vivido en la Argentina. Pero, curiosamente, nadie más parecía advertirlo: a los que les compartía mi percepción, les parecía natural e intrascendente la omnipresencia de fragancias sintéticas, la dictadura del aroma de la canela, el desprecio institucionalizado ante cualquier olor supuestamente ofensivo capaz de asaltar las más adiestradas sensibilidades.
Desconcertado, en una charla tuve una especie de revelación. Mientras uno de los principales egiptólogos del mundo -Peter Der Manuelian- describía clínicamente las fragancias que intervenían en los ritos funerarios de los faraones, recordé uno de los libros que más me había tocado: El perfume, en el que Patrick Süskind contaba la historia de un virtuoso nasal, un hombre con la sobrenatural habilidad de percibir los olores más fugaces. Aunque lo que más me sorprendió fue otra cosa: cómo este escritor alemán -que aún se niega a ser entrevistado- envolvía al lector con sus descripciones de los efluvios de una París del siglo XVIII inmunda para invocar el evanescente reino de los olores.
Gracias al dominio de la palabra por parte del novelista en esta sinestésica mezcla de narrativa y poesía, olí a la distancia los "miles de aromas que formaban un caldo invisible que llenaba las callejuelas estrechas".
Fue entonces cuando sentí que todo se alineaba. Fue como si hubiera redescubierto un continente perdido, un universo que se escondía justo delante de mi nariz.
Impulsado por la periodista Deborah Blum, ganadora del Premio Pulitzer y directora de la beca de investigación que me había llevado a aquel rincón del mundo -el Knight Science Journalism Program del MIT-, comencé tímidamente a explorar aquel cosmos acallado, olvidado, perseguido.
Las preguntas se empezaron a apilar en mi cabeza: ¿Cómo olían los dinosaurios? ¿Cómo olía Atenas, Roma, Cartago, sus mercados, sus edificios, las calles donde se hacinaban sus habitantes? ¿Qué aromas competían en las mesas, cafés y cocinas de Buenos Aires en 1810? ¿Cómo fue en términos olfativos el encuentro entre Moctezuma y Cortés que determinó el destino de millones? ¿Cómo olían los campos de concentración?
Todo lo empecé a pensar y concebir mediado por el prisma del olor. Así me interné en la colosal biblioteca Widener de Harvard, visité laboratorios, realicé decenas de entrevistas a científicos, sociólogos, antropólogos, perfumistas, artistas olfativos. Tuve conversaciones maratónicas con historiadores que me miraban extrañados. Nadie los había bombardeado con tantas preguntas olfativas, con inquisiciones sobre el olor del ayer.
Con la obsesión de un arqueólogo, rastreé fragmentos de la cultura material del pasado: en cartas, en jeroglíficos, en novelas, tratados de medicina y buenas costumbres, en crónicas, recetarios, en libros de cocina centenarios busqué los indicios de sensibilidades olfativas antiguas, es decir, diversas "osmologías".
Y cada vez que encontraba una historia sobre un olor sentía que abría una puerta. Y al abrirla, luego se abrían dos más.
Cuando en cada almuerzo, cena, encuentro con desconocidos, contaba lo que estaba investigando, advertí que mis interlocutores se encendían. No importaba si la gente con la que charlaba tenía doctorados, si había ganado premios Nobel o si eran simplemente curiosos: cada uno tenía su historia personal con el olor. Y al fin habían dado con alguien con quien compartirla.
Además de oler prácticamente todo, en los últimos años exploré ese universo silencioso. Viajé por el mundo y por el tiempo buscando historias apestosas y fragantes, relatos del ayer, pero también de hoy y de mañana. No tanto con el objetivo siniestro de asquear o conmover la susceptibilidad del lector, sino para conocer y comprender mutaciones en la sensibilidad de las más diversas culturas, las transformaciones en la salud, en la gastronomía, en la higiene, en la política, la planificación urbana, en las mentalidades. Así como también para exponer una realidad: las ciencias y la cultura son, además de "edificio del conocimiento", cementerios de ideas muertas y descartadas.
"Nuestro vínculo con el pasado suele ser desodorizado", alguna vez destacó el historiador de la medicina Roy Porter. Pese a que los olores nos afectan emocional, psicológica y físicamente -despiertan tanto el apetito como el deseo-, estas emanaciones -y sus menciones- suelen ser omitidas por gran parte de los historiadores, como también ha ocurrido con las huellas de miles de millones de anónimos hombres y mujeres, como una vez durante una charla de café me recordó el italiano Carlo Ginzburg.
Silenciados, ignorados, despreciados por siglos por intelectuales como Kant, que emplazaron a la vista como el órgano supremo para conocer el mundo -de ahí las profusión de metáforas lumínicas para referirse al saber-, los olores son los protagonistas olvidados de la historia. Desde tiempos inmemoriales, el comercio de sustancias aromáticas ha erigido y hecho colapsar imperios. Su búsqueda infatigable impulsó viajes, el (re)descubrimiento de continentes y territorios desconocidos. Mucho antes que Internet, aromas exóticos conectaron culturas lejanas. Prejuicios olfativos encendieron revoluciones políticas y culturales así como conflictos diplomáticos, raciales y epidemias. Denuncias de mezclas densas y carnosas de molestos hedores -durante siglos concebidos como vehículos de enfermedades- propiciaron mutaciones y mutilaciones en la fisionomía de las ciudades.
Los olores enriquecen nuestra percepción del mundo. Son parte de nuestro patrimonio cultural. Detrás de cada aroma, de cada fragancia e incluso detrás de la más repugnante de las fetideces hay un universo de historias oculto. Vigiladas y acalladas, las emanaciones corporales, por ejemplo, delatan dietas, costumbres y hábitos higiénicos.
"Los olores nos cubren, giran alrededor de nosotros, entran en nuestros cuerpos, emanan de nosotros", escribió alguna vez la ensayista Diane Ackerman en un hermoso libro llamado Historia natural de los sentidos, traducido por César Aira.
Federico Kukso ©Patricio Pidal
Y aun así, en muchos casos, los buscamos erradicar. Vivimos tan empalagados de imágenes que no les damos a los olores su verdadera importancia, pese a que estos enjambres de moléculas que ingresan a nuestras narices nos pueden transportar a las épocas más felices de nuestra infancia, como magistralmente lo expresaron tanto Marcel Proust con la magdalena -la galletita más famosa de la literatura- como Jorge Luis Borges, quien alguna vez confesó: "En cualquier lugar del mundo en que me encuentre, basta el olor de los eucaliptos para que yo vuelva a ese Adrogué perdido que ahora solo existe en mi memoria".
Era hora de que el olor tuviera su biografía.

Odorama
Federico Kukso
Taurus
416 páginas

F. K. 

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