domingo, 22 de diciembre de 2019

HISTORIA DE VIDA,


La paz es transparente

Mi abuelo huyó de la guerra a los 16 años. Analfabeto y el menor de numerosos hermanos, emigró a un país que prometía paz y abundancia. Encontró ambas. La prosperidad, a fuerza de romperse el espinazo trabajando durante toda su vida. Cerca de los 80, todavía se lo veía a don Manuel barrer la vereda a las seis de la mañana, antes de abrir el bazar. No comprendió nunca la idea de abandonar su negocio. Encontraba eso oprobioso o blasfemo. Pragmático hasta el tuétano, su religión era el quehacer. Han querido los vericuetos que construyen nuestras identidades que asociara esa religión con mis estudios de latín, más adelante. Porque "negocio", la palabra que todos usaban para referirse al bazar, significa "no ocio".

No le faltó nada, ni siquiera algunos momentos de solaz que se permitía a veces, aunque sin exagerar. Pero sé bien que sobre todo disfrutó de la paz. De sus vinos implacables y su ginebrita al atardecer; de sus besugos impúdicos; de sus amigos, que los tuvo a manos llenas, y de caminar libremente conmigo de la mano por el barrio para ir enseñándome casi todo lo que me ha sido de utilidad en esta vida.
-Arielito -solía enfatizar-, hagas lo que hagas, esfuérzate. Trabaja duro todos los días.
Su bazar abría también los domingos, faltaba más, y cuando un día le pregunté por qué él seguía atendiendo cuando los otros negocios tenían las persianas bajas, me guiñó un ojo y me contestó:
-Por eso mismo, muchacho, por eso mismo.

Supe pronto, por sus infatigables relatos y anécdotas, que había empezado a segar el trigo a los 7 años. Y que en la chacra donde vivían -sin electricidad, sin agua corriente, sin gas, sin teléfono- no existían los fines de semana. La naturaleza no descansa los domingos, y la tierra era el sustento de su familia. Suena duro. Lo fue; recuerdo sus manos devastadas por las labores del campo desde tan corta edad. Pero si algo sé de mi abuelo es que siempre o casi siempre estaba contento. Tal vez había asociado la superación con la existencia, y vivía de buen humor.
Solo dos veces lo vi bajar los brazos. Cuando falleció su primogénito, prematuramente, y cuando una serie de malentendidos le hicieron creer que había contraído una enfermedad incurable. Así que se acostó en la cama y dejó de comer y de beber, para apagarse. Me pidieron que hablara con él.

-Porque a vos te cree -se excusó mi madre.
Corrí a su casa, me senté en el borde de esa cama donde hacía un par de años faltaba mi abuela, y le hablé durante una hora. Nos enojamos juntos -yo en un extremo de la vida y él en el otro- por cómo los adultos trataban a los mayores como si fueran niños pequeños.
-Vamos, entonces, que hay cosas que hacer -exclamó con espíritu renovado (porque a mí sí me creía), se levantó con dificultad, y al día siguiente, a las seis, estaba barriendo de nuevo su vereda.

Había aprendido a leer y escribir; se había enamorado del teléfono, al que idolatraba; pasó hambres y se sobrepuso; fundó su familia y su negocio y los hizo prosperar, y fue para mí el mejor abuelo posible, aunque muchos le temían por su carácter, a veces crudo (dicen que heredé eso). Pero hizo todo eso porque aquí encontró la paz. No hay magia en una trinchera. No hay porvenir. No existe guerra que esté libre de secuelas, y la épica siempre olvida a los deudos.
No tenemos ni la menor idea del valor de la paz. La paz es el lugar donde ocurre la vida. Con más o con menos fortuna. Con sus días buenos y sus días malos. Pero es ahí, en ese espacio cuya transparencia es tan diáfana que nos impide siquiera verlo, donde hay futuro, donde podría haber futuro. Seamos todo lo vehementes e impetuosos que nuestra naturaleza nos dicte. Lo somos, es un hecho. Pero nuestros abuelos vinieron aquí buscando paz y abundancia. Pero, sobre todo, paz.

A. T.

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